Publicado en PAGINA 12
Casi desde el mismo momento de su publicación, la novela de Charles Portis fue celebrada como un hito de la literatura estadounidense de posguerra. Y la primera versión para el cine, que allá por 1969, en el ocaso de su carrera, le valió a John Wayne su único Oscar, se sostiene todavía hoy como un sólido western crepuscular, en un momento en el que el género se animaba a dar cuenta de su propia crisis. Aunque más no fuera por esos precedentes, la decisión de los hermanos Coen de volver sobre la historia de Temple de acero es quizá lo más audaz de una película por lo demás clásica. Sin duda, la más clásica de los autores de Fargo, una dupla que siempre se caracterizó por reelaborar paródicamente los códigos del viejo Hollywood, desde el film noir (Simplemente sangre) hasta las historias de espías (Quémese después de leerse). Pero esta nueva versión de True Grit –que aspira a diez premios de la Academia de Hollywood, entre ellos a la mejor película– es, en esencia, un western filmado como un western, con sus caballos, sus grandes planos generales y su rigurosa estructura dramática aristotélica. Si no tiene el carácter trágico de algunos de los mejores ejemplos del género es porque el material original –más inclinado hacia la evocación irónica– no lo tenía, y por eso seguramente lo eligieron los Coen.
Hay humor en esta nueva versión de Temple de acero, sin duda bastante más que en la primera película, dirigida por el veterano Henry Hathaway, pero en la mayoría de los casos es un humor que proviene directamente de las situaciones y los personajes, y no de las habituales boutades de sus directores. De la protagonista, por ejemplo, que parece escapada del famoso cuadro American Gothic, de Grant Wood, y a través de quien se narra toda la película. Mattie Ross (Hailee Steinfeld, en un sorprendente debut) tiene 14 años y acaba de perder a su padre, asesinado por un forajido que lo traicionó y se dio a la fuga. Pero no hay nada de debilidad o indefensión en ella. Casi con la misma determinación con que el personaje de Javier Bardem perseguía a su presa en Sin lugar para los débiles, Mattie está dispuesta a cazar al fugitivo Tom Chaney (Josh Brolin). Lo quiere ver colgar en la plaza pública de Fort Smith, como antes –no sin cierta satisfacción– vio balancearse a otros criminales. Para ello, sin embargo, necesita ayuda y recurre a un alguacil ya veterano, un cazador de recompensas con un parche en el ojo y una inocultable debilidad por el whisky, pero de quien Mattie escuchó decir que tiene “verdadero temple” (true grit). Es Rooster Cogburn (el gran Jeff Bridges), un gallo de pelea viejo y mañoso, que todavía mantiene sus garras afiladas.
Lo que no sabe Mattie es que Chaney, antes de matar a su padre, ya debía otras dos muertes: la de un senador texano... y su perro. Por esos crímenes lo persigue también un presumido Texas Ranger llamado La Boeuf (Matt Damon), que comparte con Cogburn la misma desconfianza hacia Mattie. A ninguno de los dos les gusta la idea de internarse en territorio indio tras la pista de una pandilla de pistoleros –Chaney se ha unido a la banda de Lucky Ned Pepper– con una niña de trenzas que debería estar jugando con muñecas en vez de armas. Pero es ella, más que el legendario Cogburn, quien está dispuesta a demostrar que tiene un temple verdadero.
En sus pocas declaraciones a la prensa, los Coen dicen haber sido más fieles a la novela que a la película anterior, pero aun así las coincidencias con el western dirigido por Henry Hathaway son muchas, empezando por escenas y diálogos enteros, que sin duda provienen del afilado texto de Charles Portis. La mayor diferencia está no sólo en el punto de vista, que en el film de los Coen es, como en la novela, el de Mattie, sino en los actores. En la versión de 1969, John Wayne interpretaba a Rooster Cogburn con su propia, inmensa leyenda como bagaje dramático. Nadie mejor que él, en sus últimos años, podía encarnar a un personaje que simbolizaba la historia del western, y por eso el Oscar que le entregó la Academia pareció más un reconocimiento a su carrera que a esa interpretación en particular, inferior sin duda a la de Más corazón que odio (1956), mucho más exigida y compleja, y por la que ni siquiera fue nominado.
La aproximación de Jeff Bridges al personaje, por supuesto, tenía que ser distinta: el suyo es un Cogburn más cáustico, más consciente de su propia decadencia –un poco como su Dude de El gran Lebowsky–, pero no por ello menos dispuesto a defender la fama que supo labrarse. Desde la dirección, los Coen nunca le permiten que pierda ese delicado equilibrio, ni siquiera cuando lo enfrentan a los dos únicos momentos de la película que responden inequívocamente a su visión absurda del mundo: un ahorcado que cuelga de una rama desproporcionadamente alta o un extraño jinete solitario que aparece de la nada envuelto en una piel de oso, cabeza incluida.
Así como la película de los Coen empieza de manera más sintética y precisa que la primera versión, incluye sin embargo una coda, una suerte de epílogo que resulta quizás anticlimático y donde queda claro que el paso del tiempo ha convertido a los grandes nombres del Oeste en figuras de circo, como ya había sugerido Robert Altman en Buffalo Bill y los indios (1976). Por lo demás, este nuevo True Grit es un caso curioso, incluso inédito en la filmografía de los Coen brothers: una película que sin perder el sentido el humor es capaz de tomarse en serio a sus personajes.