ilustración de Andi |
Leo Frankel vive
en una vieja casa de la
calle Cangallo , a pocas cuadras del Obelisco. Si uno abre la
puerta de vidrios rajados, alta y estrecha, en la planta baja, y da tres pasos,
encuentra una escalera que se alza en espiral, como una voluta de humo. O eso
parece.
Y si uno sube
veinte escalones, sucios y gastados, desemboca en un largo pasillo. De día, una
penumbra frágil e inmóvil cubre el largo pasillo. Cuando anochece, la lámpara,
que cuelga de un techo alto y descascarado, disipa esa penumbra e ilumina
cuatro o cinco puertas a medio cerrar. Pasás delante de ellas y escuchás
palabras que se quiebran en el aire, risas, el rasguido vacilante de unas
cuerdas de guitarra.
La luz de la
lámpara no llega al final del largo pasillo, pero sobre la madera cepillada de
la última puerta brilla una pequeña chapa de cobre en la que se lee Frankel. Debajo de la chapa de cobre,
tres palabras escritas con un lápiz de carpintero: No golpee. Entre.
Fue lo que hice:
abrí la puerta y entré a una pieza cuadrada, de techo bajo. Junto a la única
ventana de la pieza, una mesa. A los costados de la mesa, un taburete y un
sillón de mimbre. En la mesa, una cafetera de metal.
Me gustan los
sillones de mimbre: prefiero, sin embargo, los sillones hamaca. También prefiero
a las mujeres rubias y, si es posible, malignas.
De la pieza contigua,
llegó la voz clara y lenta de Frankel. Me senté en el sillón de mimbre, Frankel
enseña algo –simbología, relajación– a sus ocasionales alumnos. Tal vez, por lo
que sé o por lo que, hace tiempo, me dijeron del hombre que hablaba, con lentitud
y claridad, en la pieza contigua, enseña, a sus ocasionales alumnos, a ser
pacientes.
Al rato, salió de
la pieza contigua un grupo de muchachos y muchachas, Miré las pantorrillas de
las muchachas, cuando las muchachas pasaron frente a mí, con la serenidad de un
tipo a quien el tiempo forzó a reconocer que su juventud fue –como escriben,
aún, los poetas municipales– una fiebre pasajera. Miré las pantorrillas de las
chicas, encendí un cigarrillo, y traté de imaginar qué pasaría si le pidiera a cualquiera
de esas muchachas, que enroscara sus piernas en mi cuello.
Frankel atravesó
el angosto hueco que comunica la pieza en la dicta –persuasivo, acaso; tenaz e
incomprendido, seguramente– su lección de paciencia.
–¿Café? –preguntó
Frankel, y su cara, enjuta y tranquila, me sonrió.
–Sí.
–El café lo
preparo mejor que Ruth. Es lo único que preparo mejor que Ruth –dijo Frankel,
como si, todavía, se pudiera dudar de su afirmación.
La luz cruda que
venía de la pieza contigua resbaló en el cabello ralo y canoso de Frankel, en
su saco grueso y oscuro, abotonado hasta el cuello. Frankel es flaco y, quizá,
por eso, parece alto. Le ofrecí un cigarrillo.
–No, gracias –dijo
Frankel–. Hace mucho que no fumo… ¿Tenés frío?
–No.
–¿No?
Le repetí que no
se preocupara, y que, si llegaba a sentir frío, se lo diría.
–Ruth –dijo
Frankel– compró una estufa a querosén. No me puedo explicar cómo se la
vendieron tan barata. Esa mujer debería dedicarse a los negocios: siempre se lo
digo. Le digo: “Ruth, tu ojo no perdona”. Y ella se ríe. Nunca termino de
entender de qué se ríe.
Frankel se quedó
pensativo. Frankel, por lo que conozco de él, se siente desvalido cuando no
entiende algo. Si estuviera frente a un esquimal y no lograra descifrar su
lenguaje, se vería sacudido por la misma perturbación que le produjo la risa de
Ruth, cuando esa risa dijo algo que él no supo qué la originaba.
–¿Cuánto hace que
no nos vernos? –preguntó Frankel.
Le dije cuánto
hacía que no nos veíamos.
–Desde el entierro
de tu padre, ¿eh? –dijo Frankel, sorprendido.
–Desde la tarde
que lo cremaron –precisé.
–Sí –asintió
Frankel–. Desde esa tarde. Ahora, tomá el café, por favor.
Tomé el café: era
bueno, realmente, ese café. Y fuerte, y caliente. Frankel me pidió que lo
tomara sin apuro. La gente apurada, dijo, siempre se atraganta.
–¿Cómo te sentís? –preguntó
Frankel, la cara de quien va a alguna parte.
–Bien –le
contesté, recostado en el sillón de mimbre. Pensé que su pregunta aludía a lo
que recuperé de mí, después de abandonar el Instituto. Y no fui yo quien le
contestó: contestó la memoria que mi cuerpo guarda de sus capitulaciones. Digo,
entonces, que le contesté con un énfasis descreído; con la torpe, errática verborrea
que paraliza la curiosidad de los otros.
–¿Eso es todo? –preguntó
Frankel, que iba hacia alguna parte, y que me devolvió, llena, mi taza de café.
–Eso es todo –y
sonreí–. Camino despacio, controlo la sal de mis comidas, vigilo el color de mi
orina, cultivo manías.
Deposité la taza
vacía en la mesa, y me apoyé en los brazos del sillón para levantarme. Frankel,
desde el lugar al que había llegado, me detuvo:
–No te vayas: Ruth
no puede tardar mucho más. Sé que le alegrará verte.
Encendí otro cigarrillo
y me recosté en el sillón de mimbre. Frankel dijo, desde el lugar al que había
llegado, que lo visitó un individuo joven, un experto –dijo Frankel– en el arte
de vender lo que vende. Me pidió que le contara las intimidades de un actor. Me
pidió que le hablara de los secretos de la profesión. “Hábleme desde las orillas
del teatro que no conoce la
gloria. Hábleme de la privación y del hambre, si las hubo.
Hábleme de la vejez de un actor de teatro. Y de cuándo, por qué y cómo se
prostituye. Y del fracaso. Y del olvido. Dígame qué es el olvido para un actor
de teatro.” No lo puse del otro lado de la puerta con su sonrisa de seductor de
sirvientas provincianas, su perfume barato y su bigote mejicano: hablé para él.
Tal vez me preguntes por qué no lo puse del otro lado de la puerta, y hablé
para él. Tal vez no...
Frankel exhaló un
ahhh fatigado, y yo apagué el cigarrillo.
–Fui el hijo de un
hombre delicado y escéptico –dijo Frankel–, que sostenía que el respeto al
prójimo se probaba en la calidad del desdén por la arrogancia de los
trepadores... No, no lo puse en la puerta: le hablé. Él puso en marcha el
grabador y yo hablé. Usted confía en las palabras, le dije. Él me contestó que
confiaba en las palabras como un bebé en la dulzura de la leche materna. Entonces,
le dije al grabador que los escritores exitosos y los actores improvisados
creen en la palabra. El
individuo de los bigotes mejicanos apagó el grabador y me mostró el impecable
esmalte de sus dientes: mañana vuelvo. Volvió, encendió el grabador, y me pidió
que hablara, que no olvidara nada importante. Hablé. Y cada palabra que dije
era una mentira.
Los hombres
delicados y escépticos mienten porque no saben cerrar, a tiempo, las puertas de
sus casas, dije, recostado en el sillón. La cara tranquila y enjuta de Frankel
sonrió.
Frankel, que aún
sonreía, dijo, desde el lugar al que llegó, que no se mintieron Ruth, mi padre
y él, y otros como Ruth, mi padre y él, para quienes la juventud no era una
fiebre pasajera, cuando fundaron el grupo de teatro Spartakus. Frankel dijo que mi padre trajo a maquinistas,
planchadores y costureras del gremio del vestido a la sala que alquilaron cerca
del Mercado de Abasto, y que los maquinistas, planchadores y costureras
trajeron a metalúrgicos, portuarios y gráficos y peones de los frigoríficos, y
que todos se sentaban en los bancos de la sala que alquilaron cerca del Mercado
de Abasto.
¿Qué palpitaba en
esos cuerpos silenciosos, qué universo emergía de la oscuridad, y en cada uno
de esos cuerpos silenciosos, cuando Chejov sugería, en alguno de sus textos, la
incierta crueldad de una repentina tala de árboles; o cuando se enumeraban, con
voces estentóreas y trémulas, los pesares de Sacco y Vanzetti? ¿Qué de sí
mismos encontraban en los personajes de Arlt, que gustaban de la expiación y de
la perversidad; o en la agonía de los negros de Scottsborro? No lo sé, dijo
Frankel, esa noche, la cara enjuta y tranquila y sin arrugas. El grupo de
teatro era joven, el local en el que actuaba era húmedo, la comida del grupo
era de pobres: eso es todo lo que sé, dijo Frankel, esa noche, la cara en paz y
sin arrugas. Nos interesaba el cerebro de la gente, si eso te dice algo.
Frankel contó, esa
noche, que durante un ensayo, Yasha, a quien nadie conocía, subió al escenario
y compuso un Hamlet que no era bello ni ágil ni dubitativo. El Hamlet de Yasha
era un glotón que premeditó su glotonería (con lo cual indicaba que podía
premeditar su ascetismo), más bien bajo, más bien gordo y repulsivo para una
mirada desprevenida. El Hamlet de Yasha desplegaba sus dotes de actor en
beneficio del Hamlet que aspiraba hacerse del poder, y que sabía que el poder
exige, a los príncipes, disimulo, dádivas, promesas y crimen. El príncipe de
Yasha usaba máscaras sensuales, inocentes, enfermas, corrompía y mataba.
Después de ese
ensayo, Frankel pensó que los hombres y las mujeres que asistían, los fines de
semana, al local que el grupo alquiló cerca del Mercado de Abasto, se
impusieron el Hamlet de Yasha como si evocasen, confusos y perplejos, jirones
de un sueño que padecieron y que habían olvidado.
Frankel me sirvió
coñac y me preguntó si estaba cansado. Le dije que el coñac era excelente y que
no estaba cansado. Frankel dijo, esa noche, que lo imposible se demora, y que
esa demora dispersó a los hombres y mujeres que se sentaban en los bancos del
local que alquilaron cerca del Mercado del Abasto, y también a Spartakus, y que explicar qué arrojó a
una desesperada soledad a hombres como mi padre, y aburguesó a quienes optaron
por lo posible, no era una cuestión que se pueda confiar a analistas,
comunicadores sociales u otros alquimistas de las palabras.
Escuché lo que
dijo Frankel, y le pregunté, circunspecto, si lo de desesperada soledad no era
una exageración. Un hombre que elige no ser burgués, dije, juega, la mayor
parte de su vida y a lo largo de casi toda su vida, contra un cubilete de dados
cargados. Lo demás –los infinitos nombres de la desesperación, el fracaso, la
vejez, la soledad– es patrimonio de los escritores que aceptan los dictámenes
del mercado. Persistí, sentado en el sillón de mimbre, en otras obstinaciones,
en otros desamparos, hasta que se me secó la boca.
Frankel alzó,
lentamente, el brazo izquierdo y miró en su muñeca, la esfera negra del reloj.
Luego, lentamente, bajó el brazo y, desde el lugar al que llegó, me llenó el
vaso con coñac, y dijo que Ruth y él no sabían de Yasha por meses y años. En
una hora cualquiera del día, Yasha empuja la puerta y se sienta en el sillón de
mimbre. Ruth, que le reprocha que no les hubiera puesto una línea en meses y
años, prepara las carnes, las papas, las pastas, el vino del almuerzo, de la
cena, de las primeras horas de la madrugada. Yasha cuenta, con una voz neutra y
rápida, que viajó al norte del país, y que una mujer le relató, con un fervor
admirable, el argumento de la última novela de un autor progresista y tropical,
mientras él se rebajaba a penetrarla. Tenía hambre, dice Yasha, y esa mujer
que, cuando yo la montaba, se complacía en memorizar fragmentos de novelas de
escritores que no temen revelar su adhesión a una izquierda comprensible y, por
fin, civilizada, esa mujer, repito, me alimentó dos meses. Ni en la Edad Media , con guerras
de treinta años y pestes y hambrunas, se vivía como vive Yasha, dice Ruth, sin
mirar a Yasha.
No les escribía; cuando
empujaba la puerta, en una hora cualquiera del día, y se sentaba en el sillón
de mimbre, callaba. Frankel le dijo a Yasha, en uno de sus regresos, que supo
que lo golpearon, a la salida de una fábrica, hasta darlo por muerto. ¿Yasha
quería probar la mano de los custodios una segunda vez?, preguntó Frankel.
Yasha dijo que quiso confrontar sus caracterizaciones de burócratas y matones
sindicales y simples obreros, los simples y sencillos obreros –la carne en
disputa, digamos, dijo Yasha, con una sonrisa breve y cortés– con los modelos
reales. Esa confrontación no le enseñó nada que no supiera, dijo Yasha. Y dijo
que olvidaría esas caracterizaciones y lo que vio, y que ese olvido sería otra cosa. Dijo que
intentaría explicarse. Dijo que conoció a una mujer que Borges amó o fingió
amar hasta que olvidó que la amaba o que fingía que la amaba. Y Borges , que olvidó que
amaba, o fingía amar a esa mujer, pulió, con ese olvido, una metáfora, que supuso perfecta, indemostrable y
fugazmente perfecta; que supuso dulcísima y perversa. La mujer que Yasha
conoció, y que Borges amó o fingió amar hasta que olvidó que la amaba o fingía
amarla, le dijo a Yasha que Borges creía que esos olvidos constituyen el arte de narrar.
Los artistas del
sistema venden a Sófocles en ritmo de rock; yo escenifico las fórmulas de
Einstein, dijo Yasha. Y sonrió. Y pidió que se aceptara esa sonrisa como
avergonzada: nunca en treinta años de actuación, arriba o abajo del escenario,
nadie le escuchó un discurso tan largo y tan, digamos, dijo Yasha, execrable.
Frankel dijo,
durante uno de los regresos de Yasha, que quienes consideraron que el nombre de
Spartakus impregnaba una labor
cultural, seria y digna, con las consignas anacrónicas de los años veinte, y
cambiaron el nombre de Spartakus por otro
más fácilmente legible, más fácilmente recordable y plural, importaron un
director norteamericano que, por lo que le dijeron a Frankel, se mostró
descontento e irritado con los actores que probó para el papel del Galileo de
Brecht.
Yasha, dijo Ruth.
Yasha se abrochó
el sacón que amortiguó la furia profesional de los custodios y, sin hablar,
acompañó a Frankel y a Ruth hasta una sala con calefacción y butacas afelpadas.
Frankel dijo que Yasha compuso un Galileo creíble. Simplemente eso: creíble.
Creíble el Galileo que cede antes de que lo encadenen a la mesa de tormentos, y
reniega de la audacia de sus hipótesis; creíble el Galileo hereje, que no
abjura de sus investigaciones y de los desasosiegos que ellas proponen. Y
Frankel, desde el lugar al que llegó, sonreía a algo, y la sonrisa era
compasiva, y era, también, un fino trazo de escarcha que se desvanecía como
tocado por el fuego.
No habían
terminado las cavilaciones del director norteamericano, y de quienes
rebautizaron a Spartakus, acerca de
los riesgos que afrontarían si contrataban a un tipo imprevisible como Yasha,
cuando Yasha, dijo Frankel, se abrochaba el sacón, y volvía a irse.
Ruth se prendió de
mi brazo, dijo Frankel, y los dos seguimos a Yasha. Yasha caminaba con el paso
de un hombre joven. Yasha cruzó una estación de ferrocarril. Ruth, dijo
Frankel, llamó a Yasha. Yasha, callado, cruzó la estación de ferrocarril, como
si la estación de ferrocarril, no fuese, de noche, un escenario desierto.
Yasha, lejos de las frías luces de la estación de ferrocarril, se acostó en las
vías del tren. Yasha, acostado en las vías del tren, tenía un cigarrillo en la boca. Frankel dijo
que le encendió el cigarrillo, y le deseó una actuación como nunca antes se le
conoció arriba o abajo de un escenario.
Frankel apretó,
con su brazo, el brazo de Ruth, y Ruth y Frankel caminaron hacia las frías
luces de la
estación. Frankel dijo que Ruth se soltó de su brazo y corrió
hacia las vías del tren.
Frankel mira las
piernas de Ruth que corren hacia las vías del tren, y a Ruth que se arrodilla
en las vías del tren, la cara de Ruth por encima de la brasa del cigarrillo que
fuma Yasha. Frankel gira sobre sí mismo y abandona el escenario. Y eso, creo,
es lo que mira Frankel desde el lugar al que llegó.
Frankel volvió a
servir coñac en nuestros vasos, y alzamos los vasos, y nos tomamos el coñac de
nuestros vasos. Frankel me dijo que bajara despacio la escalera y que cuidara
mi salud.
Caminé, despacio,
el largo pasillo iluminado por una lámpara que cuelga del techo, que cede a las
grietas y la humedad.
Frankel me dijo que a esa hora de la noche –la hora en que me
despedí de Frankel– volvía Ruth. O un poco más tarde.
Andrés Rivera. Cuentos
escogidos. Alfaguara, Buenos Aires, 2000.