24/4/12

Un largo pasillo iluminado

ilustración de Andi
Por Andrés Rivera

Leo Frankel vive en una vieja casa de la calle Cangallo, a pocas cuadras del Obelisco. Si uno abre la puerta de vidrios rajados, alta y estrecha, en la planta baja, y da tres pasos, encuentra una escalera que se alza en espiral, como una voluta de humo. O eso parece.
Y si uno sube veinte escalones, sucios y gastados, desemboca en un largo pasillo. De día, una penumbra frágil e inmóvil cubre el largo pasillo. Cuando anochece, la lámpara, que cuelga de un techo alto y descascarado, disipa esa penumbra e ilumina cuatro o cinco puertas a medio cerrar. Pasás delante de ellas y escuchás palabras que se quiebran en el aire, risas, el rasguido vacilante de unas cuerdas de guitarra.
La luz de la lámpara no llega al final del largo pasillo, pero sobre la madera cepillada de la última puerta brilla una pequeña chapa de cobre en la que se lee Frankel. Debajo de la chapa de cobre, tres palabras escritas con un lápiz de carpintero: No golpee. Entre.
Fue lo que hice: abrí la puerta y entré a una pieza cuadrada, de techo bajo. Junto a la única ventana de la pieza, una mesa. A los costados de la mesa, un taburete y un sillón de mimbre. En la mesa, una cafetera de metal.
Me gustan los sillones de mimbre: prefiero, sin embargo, los sillones hamaca. También prefiero a las mujeres rubias y, si es posible, malignas.
De la pieza contigua, llegó la voz clara y lenta de Frankel. Me senté en el sillón de mimbre, Frankel enseña algo –simbología, relajación– a sus ocasionales alumnos. Tal vez, por lo que sé o por lo que, hace tiempo, me dijeron del hombre que hablaba, con lentitud y claridad, en la pieza contigua, enseña, a sus ocasionales alumnos, a ser pacientes.
Al rato, salió de la pieza contigua un grupo de muchachos y muchachas, Miré las pantorrillas de las muchachas, cuando las muchachas pasaron frente a mí, con la serenidad de un tipo a quien el tiempo forzó a reconocer que su juventud fue –como escriben, aún, los poetas municipales– una fiebre pasajera. Miré las pantorrillas de las chicas, encendí un cigarrillo, y traté de imaginar qué pasaría si le pidiera a cualquiera de esas muchachas, que enroscara sus piernas en mi cuello.
Frankel atravesó el angosto hueco que comunica la pieza en la dicta –persuasivo, acaso; tenaz e incomprendido, seguramente– su lección de paciencia.
–¿Café? –preguntó Frankel, y su cara, enjuta y tranquila, me sonrió.
–Sí.
–El café lo preparo mejor que Ruth. Es lo único que preparo mejor que Ruth –dijo Frankel, como si, todavía, se pudiera dudar de su afirmación.
La luz cruda que venía de la pieza contigua resbaló en el cabello ralo y canoso de Frankel, en su saco grueso y oscuro, abotonado hasta el cuello. Frankel es flaco y, quizá, por eso, parece alto. Le ofrecí un cigarrillo.
–No, gracias –dijo Frankel–. Hace mucho que no fumo… ¿Tenés frío?
–No.
–¿No?
Le repetí que no se preocupara, y que, si llegaba a sentir frío, se lo diría.
–Ruth –dijo Frankel– compró una estufa a querosén. No me puedo explicar cómo se la vendieron tan barata. Esa mujer debería dedicarse a los negocios: siempre se lo digo. Le digo: “Ruth, tu ojo no perdona”. Y ella se ríe. Nunca termino de entender de qué se ríe.
Frankel se quedó pensativo. Frankel, por lo que conozco de él, se siente desvalido cuando no entiende algo. Si estuviera frente a un esquimal y no lograra descifrar su lenguaje, se vería sacudido por la misma perturbación que le produjo la risa de Ruth, cuando esa risa dijo algo que él no supo qué la originaba.
–¿Cuánto hace que no nos vernos? –preguntó Frankel.
Le dije cuánto hacía que no nos veíamos.
–Desde el entierro de tu padre, ¿eh? –dijo Frankel, sorprendido.
–Desde la tarde que lo cremaron –precisé.
–Sí –asintió Frankel–. Desde esa tarde. Ahora, tomá el café, por favor.
Tomé el café: era bueno, realmente, ese café. Y fuerte, y caliente. Frankel me pidió que lo tomara sin apuro. La gente apurada, dijo, siempre se atraganta.
–¿Cómo te sentís? –preguntó Frankel, la cara de quien va a alguna parte.
–Bien –le contesté, recostado en el sillón de mimbre. Pensé que su pregunta aludía a lo que recuperé de mí, después de abandonar el Instituto. Y no fui yo quien le contestó: contestó la memoria que mi cuerpo guarda de sus capitulaciones. Digo, entonces, que le contesté con un énfasis descreído; con la torpe, errática verborrea que paraliza la curiosidad de los otros.
–¿Eso es todo? –preguntó Frankel, que iba hacia alguna parte, y que me devolvió, llena, mi taza de café.
–Eso es todo –y sonreí–. Camino despacio, controlo la sal de mis comidas, vigilo el color de mi orina, cultivo manías.     
Deposité la taza vacía en la mesa, y me apoyé en los brazos del sillón para levantarme. Frankel, desde el lugar al que había llegado, me detuvo:
–No te vayas: Ruth no puede tardar mucho más. Sé que le alegrará verte.
Encendí otro cigarrillo y me recosté en el sillón de mimbre. Frankel dijo, desde el lugar al que había llegado, que lo visitó un individuo joven, un experto –dijo Frankel– en el arte de vender lo que vende. Me pidió que le contara las intimidades de un actor. Me pidió que le hablara de los secretos de la profesión. “Hábleme desde las orillas del teatro que no conoce la gloria. Hábleme de la privación y del hambre, si las hubo. Hábleme de la vejez de un actor de teatro. Y de cuándo, por qué y cómo se prostituye. Y del fracaso. Y del olvido. Dígame qué es el olvido para un actor de teatro.” No lo puse del otro lado de la puerta con su sonrisa de seductor de sirvientas provincianas, su perfume barato y su bigote mejicano: hablé para él. Tal vez me preguntes por qué no lo puse del otro lado de la puerta, y hablé para él. Tal vez no...
Frankel exhaló un ahhh fatigado, y yo apagué el cigarrillo.
–Fui el hijo de un hombre delicado y escéptico –dijo Frankel–, que sostenía que el respeto al prójimo se probaba en la calidad del desdén por la arrogancia de los trepadores... No, no lo puse en la puerta: le hablé. Él puso en marcha el grabador y yo hablé. Usted confía en las palabras, le dije. Él me contestó que confiaba en las palabras como un bebé en la dulzura de la leche materna. Entonces, le dije al grabador que los escritores exitosos y los actores improvisados creen en la palabra. El individuo de los bigotes mejicanos apagó el grabador y me mostró el impecable esmalte de sus dientes: mañana vuelvo. Volvió, encendió el grabador, y me pidió que hablara, que no olvidara nada importante. Hablé. Y cada palabra que dije era una mentira.
Los hombres delicados y escépticos mienten porque no saben cerrar, a tiempo, las puertas de sus casas, dije, recostado en el sillón. La cara tranquila y enjuta de Frankel sonrió.
Frankel, que aún sonreía, dijo, desde el lugar al que llegó, que no se mintieron Ruth, mi padre y él, y otros como Ruth, mi padre y él, para quienes la juventud no era una fiebre pasajera, cuando fundaron el grupo de teatro Spartakus. Frankel dijo que mi padre trajo a maquinistas, planchadores y costureras del gremio del vestido a la sala que alquilaron cerca del Mercado de Abasto, y que los maquinistas, planchadores y costureras trajeron a metalúrgicos, portuarios y gráficos y peones de los frigoríficos, y que todos se sentaban en los bancos de la sala que alquilaron cerca del Mercado de Abasto.
¿Qué palpitaba en esos cuerpos silenciosos, qué universo emergía de la oscuridad, y en cada uno de esos cuerpos silenciosos, cuando Chejov sugería, en alguno de sus textos, la incierta crueldad de una repentina tala de árboles; o cuando se enumeraban, con voces estentóreas y trémulas, los pesares de Sacco y Vanzetti? ¿Qué de sí mismos encontraban en los personajes de Arlt, que gustaban de la expiación y de la perversidad; o en la agonía de los negros de Scottsborro? No lo sé, dijo Frankel, esa noche, la cara enjuta y tranquila y sin arrugas. El grupo de teatro era joven, el local en el que actuaba era húmedo, la comida del grupo era de pobres: eso es todo lo que sé, dijo Frankel, esa noche, la cara en paz y sin arrugas. Nos interesaba el cerebro de la gente, si eso te dice algo.
Frankel contó, esa noche, que durante un ensayo, Yasha, a quien nadie conocía, subió al escenario y compuso un Hamlet que no era bello ni ágil ni dubitativo. El Hamlet de Yasha era un glotón que premeditó su glotonería (con lo cual indicaba que podía premeditar su ascetismo), más bien bajo, más bien gordo y repulsivo para una mirada desprevenida. El Hamlet de Yasha desplegaba sus dotes de actor en beneficio del Hamlet que aspiraba hacerse del poder, y que sabía que el poder exige, a los príncipes, disimulo, dádivas, promesas y crimen. El príncipe de Yasha usaba máscaras sensuales, inocentes, enfermas, corrompía y mataba.    
Después de ese ensayo, Frankel pensó que los hombres y las mujeres que asistían, los fines de semana, al local que el grupo alquiló cerca del Mercado de Abasto, se impusieron el Hamlet de Yasha como si evocasen, confusos y perplejos, jirones de un sueño que padecieron y que habían olvidado.
Frankel me sirvió coñac y me preguntó si estaba cansado. Le dije que el coñac era excelente y que no estaba cansado. Frankel dijo, esa noche, que lo imposible se demora, y que esa demora dispersó a los hombres y mujeres que se sentaban en los bancos del local que alquilaron cerca del Mercado del Abasto, y también a Spartakus, y que explicar qué arrojó a una desesperada soledad a hombres como mi padre, y aburguesó a quienes optaron por lo posible, no era una cuestión que se pueda confiar a analistas, comunicadores sociales u otros alquimistas de las palabras.
Escuché lo que dijo Frankel, y le pregunté, circunspecto, si lo de desesperada soledad no era una exageración. Un hombre que elige no ser burgués, dije, juega, la mayor parte de su vida y a lo largo de casi toda su vida, contra un cubilete de dados cargados. Lo demás –los infinitos nombres de la desesperación, el fracaso, la vejez, la soledad– es patrimonio de los escritores que aceptan los dictámenes del mercado. Persistí, sentado en el sillón de mimbre, en otras obstinaciones, en otros desamparos, hasta que se me secó la boca.
Frankel alzó, lentamente, el brazo izquierdo y miró en su muñeca, la esfera negra del reloj. Luego, lentamente, bajó el brazo y, desde el lugar al que llegó, me llenó el vaso con coñac, y dijo que Ruth y él no sabían de Yasha por meses y años. En una hora cualquiera del día, Yasha empuja la puerta y se sienta en el sillón de mimbre. Ruth, que le reprocha que no les hubiera puesto una línea en meses y años, prepara las carnes, las papas, las pastas, el vino del almuerzo, de la cena, de las primeras horas de la madrugada. Yasha cuenta, con una voz neutra y rápida, que viajó al norte del país, y que una mujer le relató, con un fervor admirable, el argumento de la última novela de un autor progresista y tropical, mientras él se rebajaba a penetrarla. Tenía hambre, dice Yasha, y esa mujer que, cuando yo la montaba, se complacía en memorizar fragmentos de novelas de escritores que no temen revelar su adhesión a una izquierda comprensible y, por fin, civilizada, esa mujer, repito, me alimentó dos meses. Ni en la Edad Media, con guerras de treinta años y pestes y hambrunas, se vivía como vive Yasha, dice Ruth, sin mirar a Yasha.
No les escribía; cuando empujaba la puerta, en una hora cualquiera del día, y se sentaba en el sillón de mimbre, callaba. Frankel le dijo a Yasha, en uno de sus regresos, que supo que lo golpearon, a la salida de una fábrica, hasta darlo por muerto. ¿Yasha quería probar la mano de los custodios una segunda vez?, preguntó Frankel. Yasha dijo que quiso confrontar sus caracterizaciones de burócratas y matones sindicales y simples obreros, los simples y sencillos obreros –la carne en disputa, digamos, dijo Yasha, con una sonrisa breve y cortés– con los modelos reales. Esa confrontación no le enseñó nada que no supiera, dijo Yasha. Y dijo que olvidaría esas caracterizaciones y lo que vio, y que ese olvido sería otra cosa. Dijo que intentaría explicarse. Dijo que conoció a una mujer que Borges amó o fingió amar hasta que olvidó que la amaba o que fingía que la amaba. Y Borges, que olvidó que amaba, o fingía amar a esa mujer, pulió, con ese olvido, una metáfora, que supuso perfecta, indemostrable y fugazmente perfecta; que supuso dulcísima y perversa. La mujer que Yasha conoció, y que Borges amó o fingió amar hasta que olvidó que la amaba o fingía amarla, le dijo a Yasha que Borges creía que esos olvidos constituyen el arte de narrar.
Los artistas del sistema venden a Sófocles en ritmo de rock; yo escenifico las fórmulas de Einstein, dijo Yasha. Y sonrió. Y pidió que se aceptara esa sonrisa como avergonzada: nunca en treinta años de actuación, arriba o abajo del escenario, nadie le escuchó un discurso tan largo y tan, digamos, dijo Yasha, execrable.
Frankel dijo, durante uno de los regresos de Yasha, que quienes consideraron que el nombre de Spartakus impregnaba una labor cultural, seria y digna, con las consignas anacrónicas de los años veinte, y cambiaron el nombre de Spartakus por otro más fácilmente legible, más fácilmente recordable y plural, importaron un director norteamericano que, por lo que le dijeron a Frankel, se mostró descontento e irritado con los actores que probó para el papel del Galileo de Brecht.
Yasha, dijo Ruth.
Yasha se abrochó el sacón que amortiguó la furia profesional de los custodios y, sin hablar, acompañó a Frankel y a Ruth hasta una sala con calefacción y butacas afelpadas. Frankel dijo que Yasha compuso un Galileo creíble. Simplemente eso: creíble. Creíble el Galileo que cede antes de que lo encadenen a la mesa de tormentos, y reniega de la audacia de sus hipótesis; creíble el Galileo hereje, que no abjura de sus investigaciones y de los desasosiegos que ellas proponen. Y Frankel, desde el lugar al que llegó, sonreía a algo, y la sonrisa era compasiva, y era, también, un fino trazo de escarcha que se desvanecía como tocado por el fuego.
No habían terminado las cavilaciones del director norteamericano, y de quienes rebautizaron a Spartakus, acerca de los riesgos que afrontarían si contrataban a un tipo imprevisible como Yasha, cuando Yasha, dijo Frankel, se abrochaba el sacón, y volvía a irse.
Ruth se prendió de mi brazo, dijo Frankel, y los dos seguimos a Yasha. Yasha caminaba con el paso de un hombre joven. Yasha cruzó una estación de ferrocarril. Ruth, dijo Frankel, llamó a Yasha. Yasha, callado, cruzó la estación de ferrocarril, como si la estación de ferrocarril, no fuese, de noche, un escenario desierto. Yasha, lejos de las frías luces de la estación de ferrocarril, se acostó en las vías del tren. Yasha, acostado en las vías del tren, tenía un cigarrillo en la boca. Frankel dijo que le encendió el cigarrillo, y le deseó una actuación como nunca antes se le conoció arriba o abajo de un escenario.
Frankel apretó, con su brazo, el brazo de Ruth, y Ruth y Frankel caminaron hacia las frías luces de la estación. Frankel dijo que Ruth se soltó de su brazo y corrió hacia las vías del tren.
Frankel mira las piernas de Ruth que corren hacia las vías del tren, y a Ruth que se arrodilla en las vías del tren, la cara de Ruth por encima de la brasa del cigarrillo que fuma Yasha. Frankel gira sobre sí mismo y abandona el escenario. Y eso, creo, es lo que mira Frankel desde el lugar al que llegó.
Frankel volvió a servir coñac en nuestros vasos, y alzamos los vasos, y nos tomamos el coñac de nuestros vasos. Frankel me dijo que bajara despacio la escalera y que cuidara mi salud.
Caminé, despacio, el largo pasillo iluminado por una lámpara que cuelga del techo, que cede a las grietas y la humedad. Frankel me dijo que a esa hora de la noche –la hora en que me despedí de Frankel– volvía Ruth. O un poco más tarde.

Andrés Rivera. Cuentos escogidos. Alfaguara, Buenos Aires, 2000. 

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