Por Alfredo Zaiat
Publicado en PAGINA 12
El conflicto con la empresa española Rep sol asociada con el grupo argentino Eskenazi en la
conducción de la petrolera nacional YPF expone dos frentes vulnerables de la
política oficial. El primero, el manejo privado de áreas sensibles de la cadena
productiva, como la energética, incluyendo servicios públicos básicos para la población. El otro,
la apuesta a un comportamiento dinámico autónomo de la denominada burguesía
nacional.
Areas estratégicas
En sectores clave de la economía que
requieren montos de inversión importantes, para incrementar reservas y
producción de hidrocarburos o para ampliar el acceso y mejorar la provisión de
servicios públicos, entra en colisión el interés privado con el interés social.
La raíz del problema con el petróleo y el gas es que esa actividad manejada por
el interés privado registró inversiones escasas, y algunas de ellas fueron con
extraordinarios beneficios fiscales a través de los programas llamados Petróleo
Plus, Refinación Plus y Gas Plus. La explicación de los privados a la morosidad
de las inversiones es porque en estos años no pudieron tener tarifas liberadas,
vender a precios internacionales en el mercado local y que cuando exportaban le aplican
retenciones móviles fijadas en un valor de corte de 42 dólares el barril con
cotización internacional de 80
a 110 dólares. Aspiran a un modelo extractivo puro y precios
totalmente liberados.
Con legítima lógica empresarial, el
objetivo de una compañía privada es maximizar ganancias y tras ese objetivo
invertirá de acuerdo con una pretendida tasa de retorno económico-financiera.
Para ello exigirá un precio acorde con esa utilidad esperada, o reclamará un
subsidio estatal para alcanzarla si no hay ajuste de tarifas, o disminuirá
hasta dejar de invertir. En cada una de esas opciones hay efectos no deseados:
si se suben las tarifas, se afecta el poder adquisitivo de la población; si se
aumentan los subsidios, se pone en tensión el presupuesto nacional; y si decaen
las inversiones, se producen cuellos de botella, como en combustibles, o
deficiencias en el servicio a los usuarios, como en la distribución eléctrica.
Esas situaciones conflictivas quedan
amortiguadas cuando prevalece la concepción “bien estratégico”, con el petróleo
y el gas, y “beneficio social”, con los servicios públicos. Operando bajo esas
condiciones, el Estado es el encargado de administrar, controlar y expandir
esos sectores, en algunos casos asociados con el capital privado, para reducir
esas tensiones de tarifas, fiscales y productivas. En el kirchnerismo existen
antecedentes en ese sentido, cuando el Estado tomó el control del servicio de
aguas y desagües cloacales. En seis años invirtió en AySA unos 8000 millones de
pesos ampliando esa prestación. Esos fondos públicos fueron desembolsados sin
pretender un retorno financiero en determinada cantidad de años, sino que el
retorno esperado ha sido el social, con impacto positivo en la población. Lo mismo
sucedió con el Correo Argentino y desde hace un par de años con la recuperación
de Aerolíneas Argentinas, hoy tan vapuleada por los mismos que protegían a los
españoles de Marsans, que la
vaciaron. Es lo que el Gobierno puede hacer con los trenes
para mejorar la prestación del servicio, o el petróleo y gas si aspira a
recuperar el autoabastecimiento energético. El Estado invierte con el objetivo
de retorno social para beneficio de toda la población. Por
ejemplo, un grupo privado no hubiera invertido para realizar el gasoducto de
Comodoro Rivadavia-Buenos Aires inaugurado en 1949, en ese entonces el segundo
más largo del mundo luego del Transiberiano, porque no era rentable; el Estado
sí lo hizo.
Burguesía nacional
El kirchnerismo apostó a empresarios
nacionales para que desembarquen en el capital y en el manejo de empresas
privatizadas, desplazando a operadoras multinacionales, para modificar el
comportamiento de esas firmas. El objetivo fue “argentinizar” la administración
de servicios públicos y actividades estratégicas, en un contexto de tarifas
pesificadas y congeladas para impulsar el consumo doméstico y la industrialización. Grupos
locales, como Eskenazi en YPF, que aceptaron el convite, no tuvieron que
efectuar desembolsos relevantes para quedarse con las compañías.
La presencia de empresarios nacionales
aseguraría un mejor diálogo con el Gobierno, según el esquema kirchnerista. Eso
fue cierto en términos políticos, teniendo en cuenta que un CEO de una
multinacional responde a su casa matriz, lo que hace más trabado el intercambio
con los funcionarios. En cambio, en términos productivos el resultado no fue
alentador. Las inversiones no aumentaron, la filial local siguió dependiendo de
la estrategia de su casa central y se mantuvo la creciente distribución de
dividendos, retrayendo recursos a planes de expansión. En el caso YPF,
significó que Eskenazi no pudo o no quiso modificar la conducta empresaria de
los españoles.
¿Qué falló de la estrategia de
“argentinizar”? No ha sido sólo un tema cultural o de idiosincrasia de las
elites locales. Sobre este aspecto, Mario Rapoport explica que la debilidad de la
burguesía nacional tiene su raíz en componentes históricos cuando la elección
del librecambismo se concretó en el momento de la conformación de la Argentina
moderna, dejando una marca que aún conserva un considerable poder ideológico.
En ese entonces los intereses y grupos de poder hegemónicos durante la denominada
Organización Nacional impusieron al liberalismo económico
como la piedra angular del progreso argentino. Rapoport, economista e
historiador, precisa que “se desechó la posibilidad de un desarrollo económico
integral mediante la protección de la industria local y, de esta manera, las
clases dominantes argentinas rechazaron el camino proteccionista que, por el
contrario, fue adoptado por países como Estados Unidos y Australia, y
prefirieron un país para pocos ligado a la producción primaria”. Esto se
traduce en conductas rentísticas, ya sea proveniente del campo o de recursos
naturales no renovables.
Esa característica de la burguesía nacional
sólo se pudo consolidar con un Estado pasivo, subordinado a esos intereses.
Cuando se pone como referencia la pujanza de las burguesías brasileña o coreana
como sujetos importantes del desarrollo nacional de esos países no se destaca
que para que ello ocurriera fue necesario un Estado disciplinador. Al
economista y actual embajador en Francia Aldo Ferrer le gusta ilustrar, para reclamar
la necesidad de fortalecer lo que llama “densidad nacional”, que si ese
empresario asiático o brasileño pujante, inversor e innovador es trasladado a
la economía argentina sin un Estado activo disciplinador, rápidamente se
adaptará y absorberá los vicios de las conductas locales. ¿Por qué actuaría
diferente? Lo mismo vale para el grupo Eskenazi: ¿por qué se iba a comportar
diferente que los españoles de Rep sol
ante un Estado pasivo? Política extractiva de los recursos hidrocarburíferos,
inversiones moderadas y agresiva distribución de dividendos. A Eskenazi ese
reparto de utilidades le sirvió para pagar las acciones que compró de YPF; y a Rep sol, para expandir sus negocios en otros países,
en un contexto de una profunda crisis económica en España.
La conducta de la burguesía nacional, que
además es fugadora serial de capitales, no se modifica con voluntarismo
político. Sólo con un Estado activo, interviniendo y estableciendo límites, se
logra cambiarla. Así pasa en todos los países con una burguesía relativamente
consolidada, donde la elite local ha podido ser disciplinada por el Estado. Ese
disciplinamiento no tiene que ver con obediencia o subordinación a un gobierno,
como traduce el rústico análisis conservador fascinado con las muletillas
“capitalismo de amigos” o, más vulgar, “empresarios K o ultra K”. El Estado
debe recuperar su capacidad para disciplinar a las elites porque, además de dar
subsidios, los gobiernos deben poder reclamar que las empresas aumenten sus
exportaciones, innoven, impulsen el cambio tecnológico e inviertan para ampliar
la producción. Más
aún en sectores sensibles para el desarrollo, como el estratégico de
hidrocarburos, o en servicios públicos esenciales para la población. Si no
logra ese objetivo con los privados, el Estado tiene antecedentes, pasados y
recientes, para asumir esa tarea, como lo está insinuando ahora, y reparar la
fragilidad de la política oficial en esas actividades clave.