Por Roland Barthes
“Querer nos
quema y poder nos destruye;
pero saber
deja nuestra débil organización
en un perpetuo estado de calma”.
Thibaudet ya había advertido que a menudo existe en la
producción de los grandes escritores una obra
límite, una obra singular, casi molesta, en la que depositan a un tiempo el
secreto y la caricatura de su creación, sin dejar de sugerir en ella la obra
aberrante que no escribieron y que tal vez hubiesen querido escribir; esta
especie de sueño donde se mezclan de una manera rara lo positivo y lo negativo
de un creador es la Vie de Rancé de Chateaubriand, es el Bouvard et
Pécuchet de Flaubert. Podríamos preguntarnos si, en el caso de Balzac, su
obra límite no es Le Faiseur.
En primer lugar, porque Le Faiseur es teatro,
es decir, un órgano aberrante que se introduce tardíamente en un organismo
poderosamente terminado, adulto, especializado, como es la novela balzaquiana.
Siempre hay que recordar que Balzac es la novela hecha hombre, la novela
llevada al extremo de su posible, de su vocación, es, en cierto modo, la novela
definitiva, la novela absoluta. ¿Qué viene hacer aquí ese hueso suplementario
(cuatro obras dramáticas frente a cien novelas), ese teatro por el que
discurren, desordenadamente mezclados, todos los fantasmas de la comedia
francesa, desde Molière a Labiche? Sin duda a dar testimonio de
una energía (hay que extender esta
palabra en el sentido balzaquiano de última fuerza creadora) en estado puro,
liberada de toda la opacidad, de toda la lentitud del relato novelesco. Le
Faiseur quizá sea una farsa, pero una farsa que quema: es fósforo de
creación; aquí la rapidez ya no es graciosa, ágil e insolente, como en la
comedia clásica, sino que es dura, implacable, eléctrica, ávida por arrastrar y
despreocupada por aclarar: es una prisa esencial. Las frases pasan sin reposo
de un actor a otro, como si por encima de los rebotes de la intriga, en una
zona de creación superior, los personajes se hallaran ligados entre sí por una
complicidad de ritmo: hay algo de ballet en Le Faiseur, y la misma
abundancia de los apartes, esa terrible arma del viejo arsenal del teatro,
añade a la carrera una especie de complicación intensa: aquí el diálogo tiene
siempre al menos dos dimensiones. El carácter oratorio del estilo novelesco
queda roto, reducido a una lengua metálica, admirablemente interpretada: éste es un gran estilo de teatro, el lenguaje mismo
del teatro en el teatro.
Le Faiseur data de los últimos años de Balzac. En 1848 la
burguesía francesa hará un movimiento de báscula: al hacendado o al industrial,
que administra ahorrativa y prudentemente la empresa familiar, al capitalista louis-philippard
que amasa bienes concretos, va a suceder el aventurero del dinero, el
especulador en estado puro, el capitán de la Bolsa, el hombre que de la nada
puede sacarlo todo. Ya se ha hecho notar cómo en muchos puntos de su obra
Balzac describe por anticipado la
sociedad del Segundo Imperio. Ello es cierto para Mercadet, hombre de la magia
capitalista, en la cual el dinero va a desprenderse milagrosamente de la
propiedad.
Mercadet es un alquimista (tema fáustico caro a
Balzac), trabaja para obtener algo de la nada, es un vacío positivo de dinero,
es el agujero que tiene todos los caracteres de la existencia: la deuda. La deuda es una
prisión (en la misma época en que existía la prisión por deudas, esa famosa
Clichy que aparece una y otra vez como una obsesión en el Faiseur); el
propio Balzac permaneció durante toda su vida encerrado en la Deuda, y podría
decirse que la obra balzaquiana es la huella concreta de una furiosa lucha por
salir de ella: escribir era, ante todo, extinguir la deuda, superarla. Del
mismo modo, Le Faiseur, como obra teatral, como duración dramática, es
una serie de frenéticos movimientos destinados a emerger de la deuda, a romper
la prisión infernal del vacío monetario. Mercadet es un hombre que pone en
juego todos sus recursos para escapar a la camisa de fuerza de sus deudas. En
modo alguno por moral; más bien por un ejercicio dionisíaco de la creación:
Mercadet no trabaja para pagar sus deudas, trabaja de un modo absoluto para
crear dinero de la nada. La
especulación es la forma sublimada, alquímica, del beneficio capitalista: como
hombre moderno, Mercadet no trabaja ya sobre bienes concretos, sino sobre ideas
de bienes, sobre Esencias de dinero. Su trabajo (concreto, como lo demuestra la
complicación de la intriga) se ejerce sobre objetos (abstractos). El papel
moneda es ya una primera espiritualización del oro; su valor es su último
estado impalpable: a la humanidad-metal (la de los usureros y la de los
avaros), va a suceder la humanidad-valor (la de los faiseurs, que hacen
algo con el vacío). Para Mercadet la especulación es una operación demiúrgica
destinada a encontrar la piedra filosofal moderna: el hombre que no lo es.
El gran tema del Faiseur es pues el vacío. Este
vacío está encarnado: es Godeau, el socio fantasma, a quien siempre se espera,
a quien nunca se ve, y quien termina por crear la fortuna partiendo de su solo
vacío. Godeau es una invención alucinante; Godeau no es un ser, es una
ausencia, pero esta ausencia existe, porque Godeau es una función; todo el nuevo mundo está quizá en este paso del ser al
acto, del objeto a la función: ya no es necesario que las cosas existan, basta
con que funcionen; o, mejor dicho, pueden funcionar sin existir. Balzac ha
visto la modernidad que se anunciaba, ya no como el mundo de los bienes y de
las personas (categorías del código napoleónico), sino como el de las funciones
y el de los valores: lo que existe ya no es lo que es, sino lo que se sostiene. En Le Faiseur todos
los personajes están vacíos (excepto las mujeres), pero existen porque,
precisamente, su vacío es contiguo: se sostienen los unos gracias a los otros.
Esta mecánica, ¿es triunfante? Mercadet, ¿encuentra su
piedra filosofal, crea dinero de la nada? De hecho hay dos desenlaces en Le
Faiseur; uno es moral: la alquimia prestigiosa de Mercadet se viene abajo
debido a los escrúpulos de su mujer, y Mercadet se arruinaría de no ser por la
llegada de Godeau (al que, a pesar de todo, no vemos), quien saca a flote a su
socio, lo cual no le impide enviarle a vivir modestamente a Turena, donde
terminará sus días como un gentleman-farmer casero, es decir, exactamente como
lo contrario de un especulador. Éste es el desenlace escrito, pero no es seguro
que sea el desenlace real. El verdadero, el virtual, es que Mercadet gana:
sabemos perfectamente que la verdad profunda de la creación reside en el hecho
de que Godeau no llega: Mercadet es un creador absoluto, no debe nada a nadie,
sólo a sí mismo y a su poder de alquimista.
El grupo de las mujeres (Madame Mercadet y su hija
Julia), al cual hay que añadir el pretendiente Minard, joven de buenos
sentimientos, queda decididamente fuera del circuito alquímico; representa el
orden antiguo, ese mundo de la propiedad restringida pero concreta, el mundo de
las rentas seguras, de las deudas pagadas, del ahorro; mundo si no aborrecido
(ya que no hay nada estético ni moral en la superenergética de Mercadet), al
menos carente de interés: mundo que
sólo puede expansionarse (al final de la obra) en la posesión más pesada que
pueda concebirse, la de la tierra (una propiedad en la Turena). Vemos pues
hasta qué punto este teatro tiene dos polos bien opuestos: de un lado, lo pesado,
el sentimiento, la moral, el objeto; del otro, lo ligero, lo galvánico, la función. Este es el
motivo de que Le Faiseur sea una obra límite: los temas están vaciados
de toda ambigüedad, separados en una luz cegadora, implacable.
Además en este caso Balzac quizá haya llevado a cabo
su mayor martirio de creador: trazar con Mercadet la figura de un padre
inaccesible a la
paternidad. Sabemos que el padre (Goriot es su plena
encarnación) es la persona cardinal de la creación balzaquiana, a un tiempo creador
absoluto y víctima teatral de sus criaturas. Mercadet, aligerado, sutilizado
por el vicio de la especulación, es un falso padre, sacrifica a su hija. Y el
impulso destructor de esta obra es tal, que a esta hija le ocurre algo
inaudito, audaz, que vemos muy raras veces en nuestros teatros: esta hija es fea, y su misma fealdad es objeto de
especulación. Especular con la belleza aún es fundar una contabilidad del ser;
especular con su fealdad es rizar el rizo de la nada: Mercadet, figura satánica
“del poder y del querer” en estado puro, quedaría completamente consumido,
destruido, si un último efecto teatral no le devolviese el peso de la familia y
de la tierra. Y
por otra parte sabemos perfectamente que en el fondo ya no queda nada del faiseur,
devorado, consumido a la vez por el movimiento de su pasión y el vértigo
infinito de su omnipotencia, el especulador manifiesta en su persona la gloria
y el castigo de todos esos prometeos balzaquianos, de esos ladrones de fuego
divino, de los que Mercadet es como la última fórmula algebraica, a la vez
grotesca y terrible.
Publicado originalmente en la revista Bref, del Théâtre Nacional e
Populaire, en 1957. Incluido en el volumen Ensayos críticos, Seix-Barral, 2003.
Traducción: Carlos Pujol.