22/5/12

Balzac y el teatro


Por Pablo Lettieri

Considerado el fundador de la novela moderna y una de figuras más relevantes de la literatura universal, Honoré de Balzac (Tours, 1799, París, 1850) tuvo una existencia difícil. 
Se dice que no fue querido por su madre y que su padre estaba siempre ausente, salvo para obligarlo a estudiar leyes cuando el joven Balzac ya había descubierto que su pasión era escribir. Sus primeras obras no tuvieron éxito y vivió un tiempo en la pobreza; probó fortuna como editor e impresor pero tuvo que abandonar el negocio en la bancarrota y endeudado por el resto de su vida. En 1832 se enamoró de Eveline Hanska, una condesa polaca que aceptó casarse con él tras la muerte de su propio marido, pero cuando finalmente pudo hacerlo, dos décadas después, el que se murió fue él. 
Trabajador infatigable, Balzac escribió cerca de 95 novelas, entre las que se destacan La piel de Zapa, Eugenia Grandet, Papá Goriot, La búsqueda del absoluto y Las ilusiones perdidas. Y concibió la idea de fundir todas sus novelas en una obra única, La comedia humana, que ofreciera un gran fresco de la sociedad francesa desde la Revolución hasta su época. 
En relación con su novelística, el teatro de Balzac reconoce apenas un puñado de piezas, creadas al parecer con la intención de paliar sus penurias económicas, aunque todas resultaron un fracaso. Salvo Le Faiseur (El especulador), que se estrenó el 23 de agosto de 1851, un año después de la muerte de Balzac, en el Théátre du Gymnase de París. 



Las revoluciones del sonido


Por José Heinz
Publicado en revista REPLICANTE

El influyente crítico británico Simon Reynolds habla de los orígenes del postpunk, la manía actual por la música retro y de qué forma los blogs han cambiado para siempre el escenario para el periodismo musical.

Simon Reynolds (1963) comenzó a escribir sus artículos a mediados de la década de los ochenta, una época muy próspera para la crítica musical británica. Revistas como Melody Maker, NME y Sounds tenían grandes tiradas y la influencia de sus firmas era verdaderamente significativa en las tiendas de discos. Por aquellos años Reynolds se ganó un nombre porque abordó escenas emergentes, que hasta entonces no habían tenido un trato serio en la prensa, y lo hizo con un método único, al relacionar la música con otras disciplinas humanísticas, donde cabían tanto las ideas de Derrida como las de Brian Eno.
Reynolds se metió con el sonido abrasivo del punk, la frialdad técnica del synthpop, el arrojo gangsta del hip hop, y fundamentalmente se volvió un referente de la escena postpunk y —ya en los noventa y mudado a Estados Unidos— la cultura dance, porque nadie como él ha diseccionado esas ramas de la música popular con tanto rigor y pasión.
Aun hoy, pese a que el reinado del periodismo musical gráfico se ha visto desplazado por Internet, varios de sus libros y ensayos continúan siendo material de consulta. Simon Reynolds no abandona su quijotada porque entiende que la crítica debe encender pasiones, ser “ridículamente polarizada” y no una mera trascripción de gacetillas de prensa. La edición de Después del rock [Buenos Aires: Caja Negra Editora, 2011], una antología de sus artículos más emblemáticos, es una viva muestra de ello, además de ser la primera traducción al castellano de sus textos.

—Una de tus ideas es que el disco Trans-Europe Express de Kraftwerk fue fundamental para los postpunks. ¿Fue algo así como suNever Mind the Bollocks?
—Bueno, no es tan así. Pero sin duda que fue importante: los músicos postpunk estaban muy interesados en la energía, la retórica y la convulsión social del punk, pero sentían que grupos como Sex Pistols o The Clash, a pesar de sus letras y actitud contestataria, era gente que tocaba rock agresivo de una forma bastante tradicional. Al escuchar a artistas como Kraftwerk o las producciones de Giorgio Moroder, y más adelante los primeros discos de Suicide, The Normal o Throbbing Gristle, pensaron que la electrónica era el medio para un “auténtico” futuro. Por aquellos tiempos, finales de los setenta, los sintetizadores se habían vuelto más accesibles tanto en lo económico como en su portabilidad, ya no eran esos mastodontes que se utilizaban en el rock progresivo. Y también se utilizaba al sintetizador de otra forma, más repetitiva, más orientada hacia la adrenalina e incluso como una extensión de la psicodelia. En 1978 eso se sentía como el futuro.

—A propósito de Kraftwerk, ¿oíste alguna vez la canción “Talk”, de Coldplay? Allí samplean un riff de los alemanes, el de la canción “Computer Love”, pero lo hacen ya no con sintetizadores, sino con instrumentos tradicionales. ¿Cuál piensas que fue su intención?
Los músicos postpunk estaban muy interesados en la energía, la retórica y la convulsión social del punk, pero sentían que grupos como Sex Pistols o The Clash, a pesar de sus letras y actitud contestataria, era gente que tocaba rock agresivo de una forma bastante tradicional.
—Me horroricé… primero, que Coldplay reciclase los acordes de otra banda. Encima ellos, un grupo que no me interesa ni respeto demasiado, lo hicieron con una de mis canciones favoritas de Kraftwerk. Pero luego me horroricé de nuevo cuando me enteré de que los mismos Kraftwerk le dieron permiso para usar los acordes. No tengo idea de qué pensó Coldplay al momento de hacer eso. Ellos parecen no tener problemas al momento de crear melodías; de hecho, es algo en lo que son bastante buenos. Entonces, ¿por qué habrían de usar la de otro artista? OK, ese riff es sublime, admirable, pero ¿por qué no dejarlo así? Hay muchísimos pasajes de escritores que admiro, ¡pero no voy a apropiármelos y reciclarlos!

—El año pasado Richie Hawtin editó un box set con todo el material que produjo bajo su alter ego Plastikman. Cuando se le consultó el porqué de esa recopilación dijo que quiso documentar un periodo de la música electrónica. Esa idea va un poco a contramano del espíritu de “presente continuo” de la música dance, al menos desde tu punto de vista.
—A esta altura, el espíritu archivista de la música popular es endémico, nada puede detenerlo. Si afectó tantas áreas de la música, ¿por qué no iba a llegar al dance? Además, si los artistas se niegan a hacerlo, lo harán los fans en blogs, páginas no oficiales o cargando videos a YouTube. Y es algo que sucede no sólo en la música, sino en todas las áreas de la cultura popular. Ese box set que mencionas no me sorprendió porque Hawtin se ve a sí mismo como un artista que hace cosas de permanente validez e interés para esa cultura. Incluso lo más experimental y duro del techno de los noventa está pasando por el mismo proceso, con la edición de compilados, reediciones y páginas en Internet. Por otra parte, soy ambivalente en relación con que afecte ese “aquí y ahora” de la música bailable, cuyo espíritu era perderse en el momento, en la discoteca. Sería un poco triste que la música quede en el olvido, así que me parece algo bueno que nuevas generaciones puedan descubrirla gracias a estos compilados. Yo cuelgo en mi blog antiguos tracks o flyers de viejos raves. Cualquier periodo de tu vida que fue especial se vuelve un hecho nostálgico si miras para atrás.

—Ese auge por la música del pasado es justamente lo que tienes planeado analizar en tu próximo libro, Retromanía. ¿A qué crees que se deben tantos regresos?
—Puedo ver por qué lo hacen los músicos. Probablemente necesitan el dinero, además pueden hacer una gira en condiciones que en su momento no, como tener un buen sonido y puesta en escena, además de que les pagan mejor. Y después de estar algunos años fuera del ojo público debe ser reconfortante volver a encontrarse con grandes audiencias. No se los puede culpar. En cuanto a los espectadores, quieren volver a vivir un buen periodo de sus vidas y reina esa sensación de que quizá sea el último chance de ver a ese artista en vivo. El negocio de la música puede ser un lugar muy cruel, un día estás en la cima y al poco tiempo la gente deposita su atención en otro artista. Eso repercute en los contratos con los sellos grandes. Es un trabajo exhaustivo y puede volverte loco, de ahí que muchas bandas se separen. Y de repente, lo retro se pone de moda y las bandas de ayer están de vuelta. Incluso algunos aún tienen mucho para decir en lo musical. En lo personal, me resulta un poco deprimente ver hoy en vivo a bandas que me fascinaron en su momento. Por eso no fui a ver a My Bloody Valentine cuando se reunieron, me quedo con los shows que me volaron la cabeza, hace ya bastante tiempo. En cambio, sí fui a ver el regreso en 2005 de Gang of Four, que nunca había podido ver en vivo. Puedo ir a otras reuniones de artistas por curiosidad o trabajo, pero no pagaría una entrada.

—¿Cuál es tu opinión acerca de los DJs superestrellas? Me refiero a gente como Tiësto o David Guetta, ¿acaso el pop absorbió a la música electrónica?
—Escuché a Tiësto, pero de alguna manera me las arreglé para nunca tener que oír nada de Guetta, o al menos de forma consciente. Ese tipo de música de club existió siempre y no tiene nada que ver con lo que yo encontré de interesante en la cultura rave durante los noventa. Puede que esa música, la de Guetta o Tiësto, ese estilo Ibiza, haya sido la verdadera historia de la música dance en aquellos años, porque siempre ha sido la más popular dentro de la electrónica. Pero a mi forma de ver, lo que realmente importaba eran escenas como eljungle, el hardcore rave o el techno americano, porque eran un fenómeno contracultural mucho más interesante. El sonido euroclub estilo Guetta —música para un mundo post-éxtasis— nunca me pareció que fuera interesante musicalmente ni que tampoco manifestara ningún interés político ni contracultural. La encuentro completamente aburrida.

—En una entrevista reciente comentaste que estabas interesado en la escena “chill wave”. ¿Qué piensas que tienen en común artistas como Ariel Pink, Washed Out y Neon Indian? ¿Por qué su música sería un progreso dentro del pop rock? A esta altura, el espíritu archivista de la música popular es endémico, nada puede detenerlo. Si afectó tantas áreas de la música, ¿por qué no iba a llegar al dance? Además, si los artistas se niegan a hacerlo, lo harán los fans en blogs, páginas no oficiales o cargando videos a YouTube.
—No me gusta la palabra “chill wave”, prefiero el término “glo-fi” porque me resulta más simpático y da una idea más acabada de esa música: una producción brillosa y un sonido áspero, de baja calidad. También me gusta el término “hypnagogic pop”, aunque parezca un trabalenguas. “Hypnagogic” es un estado entre medio de la vigilia y el sueño, que puede ser alucinatorio. Me gusta esa idea, que el escritor David Keenan la tomó de James Ferraro: el “hypnagogic pop” viene de parte de músicos que cuando eran niños, al momento de acostarse, escuchaban la música que ponían sus papás a través de las paredes. Entonces, eso que oyeron de pequeños fue una influencia inconsciente para sus composiciones. Neon Indian y Tory Y Moi, artistas que me gustan mucho, también tienen alguna influencia de Daft Punk, que fueron uno de los primeros en volver al soft rock de finales de los setenta y principios de los ochenta, con su álbum Discovery, de 2001. No sé si hablar de progreso. Pero aunque lo que actualmente realicen tenga relación con el pasado, lo exploran de una forma mucho más interesante que aquellos grupos que recrean un periodo específico del rock, periodos con un aura “cool”, como The Hives o White Stripes, que reproducen cierta época dorada (The Stooges, Velvet Underground, Led Zeppelin). Creo que músicos como Ariel Pink o James Ferraro tratan de escapar de esos lugares obvios para rescatar el rock, y toman vías alternativas, casi como un universo paralelo dentro de la historia del rock y el pop.

—Última pregunta: ¿qué te sugiere la famosa frase de Frank Zappa sobre el periodismo de rock? Esa que dice que “los periodistas de rock son gente que no sabe escribir, entrevistando a gente que no sabe hablar, para gente que no sabe leer”.
—Es uno de esos dichos que parecen ciertos por el ritmo de la frase, su “efecto de verdad” es causado por el lenguaje y la estructura que usó en la oración. Pero si la analizas bien, es una estupidez. Algunos de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo XX, tanto novelistas como pensadores, escribieron sobre música pop. Fue su prisma para hablar sobre la sociedad, la cultura, la condición humana, lo que sea. Como dijo Greil Marcus, con Lester Bangs tenías que aceptar la idea de que el mejor escritor de Estados Unidos era alguien que escribía mayormente reseñas de discos. El mismo Marcus era un gran prosista. De igual manera, algunos de los pensadores más agudos de la cultura resultan ser músicos. Gente increíblemente elocuente, lúcida e ingeniosa, como Bjork, Brian Eno o Morrisey. Ahora mismo hay muchos músicos conceptualistas, como Vampire Weekend, Dan Lopatin o los mencionados Pink y Ferraro. Hay “música de ideas” de igual forma que hay “literatura de ideas”. Por último, eso de Zappa de decir “gente que no sabe leer”, bueno… a juzgar por algunos comentaristas de la web, diría que es cierto (risas). Pero eso se debe a que en Internet la gente lee demasiado rápido porque generalmente está apurada. De cualquier forma, la existencia de la prensa musical demuestra que hay mucho interés en leer y reflexionar sobre lo que se está escuchando. ¿Qué es sino el auge de los blogs musicales? Todo un movimiento de lectores que se volvieron autores.

Una versión de esta entrevista fue publicada originalmente en Ciudad X, no. 9.

Elsa


Por Felisberto Hernández

I
Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.

II
Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás; no se imaginarán exactamente, cómo es lo malo que me pasa; pero el interés que yo tengo es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se imaginarán, lo malo que en realidad me pasa.

III
Elsa no es precisamente, una de las tantas muchachas que no me aman: ella no me amará dentro de poco tiempo, porque ahora ella me ama. Nos hemos visto muy pocas voces; ella está muy lejos; nuestro amor se mantiene por correspondencia; pero yo tengo la convicción, yo afirmo categóricamente, yo creo absolutamente -ya explicaré ampliamente por qué tengo esta fiebre de afirmar- yo vuelvo a afirmar que dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de amarme, porque ella no podrá resistir el amor por correspondencia. Yo sí, pero ella no.

IV
De lo que ya no existe, se habla con indiferencia o con frialdad; pero yo hablo con dolor, porque hablo antes de que deje de existir y sabiendo que dejará de existir: recuérdese cómo lo afirmé.
Cuando espero algo, siento como si alguien -llámese Dios, destino o como quiera- tratara de demostrarme que la cosa que espero no llega o no ocurre como yo esperaba. Entonces, cuando yo tengo interés en que una cosa no ocurra, empiezo a pensar que ocurrirá, para burlarme de ese alguien si la cosa llega u ocurre, para hacerle ver que yo la preveía; y él por no dar su brazo a torcer no me da ese gusto y la cosa ocurre; pero he aquí que al final triunfo yo, porque precisamente lo que más deseaba era que no ocurriera. También debo decir que ese alguien suele sorprenderme dejándose burlar, y que yo triunfe aparentemente y quede derrotado íntimamente: pero esto ocurre las menos de las veces.
Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme, puesto que yo afirmo que ocurrirá. Así mismo tengo temor de que ese alguien se deje vencer y la cosa ocurra como en las menos veces: pero yo tengo más esperanza del otro modo: al revés que al derecho. Tendría esperanza aun cuando viera que estoy a punto de que ella no me ame; pues con más razón tengo esperanza ahora que ella me ama normalmente.
Bueno, en total quiero dejar constancia de que tengo la convicción, de que afirmo categóricamente, y que creo absolutamente, que Elsa se diferencia de las demás muchachas, en que ninguna de las otras me ama, y que ella dejará muy pronto de amarme.

21/5/12

Antropofagia


El 11 de enero de 1928, la pintora Tarsila do Amaral le ofreció a Oswald de Andrade, como regalo de cumpleaños, una de sus recientes obras, sin saber que sería la propulsora de una de las más originales formulaciones teóricas acerca de la naturaleza específica del arte moderno brasileño. Mientras contemplaba aquel extraño hombre pintado por Tarsila, de enormes pies hincados en la tierra, cuya pequeña cabeza parece apoyarse melancólicamente en una de sus manos, rodeado por un ambiente seco y bochornoso, teniendo como testigo tan solo el cielo azul, el sol y un misterioso cacto verde, su amigo y escritor Raul Bopp, que le acompañaba en la contemplación, le preguntó a Oswald de Andrade: "¿Vamos a hacer un movimiento en torno a ese cuadro?". Abaporu, 1928, que en tupí-guaraní significa "antropófago", fue el nombre elegido para aquella figura salvaje y solitaria.

Se funda enseguida el Club de Antropofagia junto con la Revista de Antropofagia, en la que se publica el Manifesto Antropófago [Manifiesto Antropófago], escrito por Oswald de Andrade, como eje teórico del movimiento naciente que se disolvió con su separación de Tarsila en 1929. Con frases impactantes, el texto reelabora el concepto eurocéntrico y negativo de antropofagia como metáfora de un proceso crítico de formación de la cultura brasileña. Si para el europeo civilizado el hombre americano era salvaje, es decir, inferior porque practicaba el canibalismo, en la visión positiva e innovadora de Andrade, justamente nuestra índole caníbal permitiría, en la esfera de la cultura, la asimilación crítica de las ideas y modelos europeos. Como antropófagos somos capaces de digerir las formas importadas para producir algo genuinamente nacional, sin caer en la antigua relación modelo/copia que dominó una parcela del arte del periodo colonial y el arte académico brasileño de los siglos XIX y XX. "Solo interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago", clamó el autor en 1928.

Por lo general, el Modernismo de la Semana de 22 [Semana del 22] se caracteriza por una doble vocación: actualizar el ambiente artístico brasileño poniéndolo en contacto con los diversos lenguajes de las vanguardias europeas y, a la vez, volverse a la percepción de Brasil, en un proyecto consciente de creación de un arte brasileño autónomo. Una propuesta de equilibrio entre las dos inclinaciones (internacionalista y nacionalista) ya se encuentra en el centro del Manifesto Pau-Brasil [Manifiesto Palo Brasil], 1924, de Oswald de Andrade, en el que el autor resuelve el problema de la tensión entre la cultura civilizada e intelectual del colonizador y la nativa y primitiva del colonizado, mediante un "acuerdo armonioso que se produciría en la realidad gracias a un proceso de asimilación espontánea entre 'la selva y la escuela' ", como notó Benedito Nunes.

Si en 1928 el escritor no abandona completamente ese ideal utópico de síntesis entre el modelo europeo y la experiencia de lo primitivo, le añade, sin embargo, el primitivismo como arma crítica selectiva, en la imagen del salvaje que devora y asimila sólo lo que le interesa, destruyendo todo lo demás. Proclama - contra todas las "catequesis", todos los importadores de conciencia enlatada, el Padre Vieira, las elites vegetales, la verdad de los pueblos misionarios, el indio de tocheiro [indio de antorchero], Anchieta, Goethe, la corte de don João VI y, por fin, la realidad social, vestida y opresora - la "realidad sin complejos, sin locura, sin prostitución y sin penitenciarías del matriarcado de Pindorama".1 Pues, si es inevitable la asimilación de las conquistas de la civilización moderna, es necesario que el brasileño se eleve a la cultura "siempre que conserve las cualidades bárbaras de las orígenes salvaje y africana", como observó Mário Pedrosa.

Se nota que Oswald de Andrade ejerce ese mismo procedimiento antropofágico al convertir el estigma de caníbal en cualidad, afirmándolo positivamente como constituyente de la esencia brasileña sin represión. Naturalmente no es el primero en utilizar la imagen del antropófago. Ésta es corriente en la literatura europea de los años 1920, valorizada sobre el telón de fondo del redescubrimiento de las culturas primitivas de África, América y Oceanía por las vanguardias artísticas. La temática del canibalismo está presente en autores tan diversos como el poeta futurista Filippo Marinetti, el pintor surrealista Francis Picabia, que edita su revista Cannibale en 1920, el poeta Blaise Cendrars, entre otros. Seguramente el autor dialoga con el movimiento europeo, pero confiere originalidad a la imagen cuando la convierte en metáfora de un procedimiento creativo, activo y crítico, generador de un arte brasileño moderno y autónomo.

En el caso de Tarsila do Amaral, el procedimiento poético y su pintura, nombrada antropofágica (1928 - ca.1929) - que además de Abaporu [Antropófago], comprende también O Ovo [Urutu], 1928 [especie de serpiente], A Lua, 1928 [La Luna], Floresta, 1929 [Selva], Sol Poente, 1929 [Sol Poniente], Antropofagia, 1929, entre otras, y de la que A Negra, 1923 [La Negra] es considerada precursora -, se caracteriza por la "desarticulación de la forma constructiva" mediante el sumergimiento en la "materialidad cultural" brasileña. Sin olvidarse del aprendizaje moderno de reducción formal y planificación del espacio pictórico, la artista crea, mediante el uso estilizado de formas redondeadas y colores emblemáticos (sobre todo tonos fuertes de amarillo, verde, azul, naranja y morado), un alegre universo "salvaje" que se conecta con un mundo onírico, mágico (de las leyendas indígenas y africanas), primitivo, profundamente arraigado en la cultura popular brasileña. Sin embargo, vale recordar, siguiendo la argumentación de Sônia Salztein, que la fase "antropofágica" de Tarsila no debe considerarse como simple ilustración de una teoría. Su propio desarrollo artístico la habría conducido a ese momento de relación crítica con el aprendizaje francés, de cierta manera anteviendo plásticamente la plataforma antropofágica de Oswald de Andrade.

A partir de los años 1930, con el agravamiento de la situación económica y social debido a la quiebra de la Bolsa de Nueva York en 1929 - de la que Oswald de Andrade es una de las víctimas - y la instauración del periodo de gobierno de Getúlio Vargas (1930-1945), la cuestión de lo "moderno" como tensión entre nacional e internacional toma otros rumbos, siendo discutida en términos diversos, al menos hasta fines de los años 1960. Oswald reniega el "sarampión antropofágico" durante los años 1930, volviendo a él sólo a finales de la década de 1940. La idea de antropofagia como procedimiento estético sólo es conscientemente retomada a mediados de los años 1960, con el montaje de la pieza O Rei da Vela [El Rey de la Vela], por el Teatro Oficina, y por el movimiento tropicalista de 1967-1968. La institucionalización de ese concepto se da en 1998, cuando la 24ª Bienal Internacional de São Paulo es organizada, de manera discutible, según el tema "Antropofagia e Historias de Canibalismo", proponiendo la construcción de otra historia mundial del arte, es decir, una historia que adoptara un punto de vista no-eurocéntrico. Se propone, entonces, la actualización y, curiosamente, la internacionalización de la antropofagia de Oswald de Andrade.

15/5/12

La dramaturgia de Jean-Paul Sartre: Muertos sin sepultura


Mijail Malishev y Manola Sepúlveda

En la dramaturgia del siglo XX destacan dos tipos de teatro: el que hace énfasis en la representación y el que lo hace en las vivencias. En el marco de esta clasificación, la dramaturgia de Jean-Paul Sartre puede ser denominada como teatro de reflexión, pues cada una de sus piezas es un encuentro de un Sartre pensador-existencialista con un Sartre dramaturgo-moralista. La parábola y el panfleto manifiestan dos polos de la expresión de sus ideas, pero en ambos casos el teatro del escritor francés tiene un carácter intelectual que causa en el espectador una combinación de vivencias inmediatas y espontáneas con una meditación profunda. En sus piezas, el público se ve obligado a pensar no sólo sobre las colisiones y desbarajustes de la vida cotidiana, sino sobre los problemas con que nos topamos en situaciones-límite y sobre los cuales tenemos que reflexionar frecuentemente desgarrados por las antinomias morales. La tortura por el pensar es un estado habitual en los personajes del escritor francés, quienes a menudo se encuentran al borde de tomar una elección fundamental para su vida, eligiendo entre ser o no ser. Al proferir “sí” a una de las posibilidades, no sólo conservan su vida o firman su condena mortal, sino que construyen el fundamento de su existencia y asumen las consecuencias que se desprenden de tal opción. Estando cara a cara con la vida, la historia, el Estado, y en situaciones en que todos los vínculos habituales se descomponen, el protagonista con su elección, a veces la única posible, define su propio destino, por lo que carga en sus hombros una responsabilidad enorme y frecuentemente superior a sus fuerzas. Escoger una línea de comportamiento y, por lo tanto, elegirse a sí mismo, significa para los personajes de las piezas de Sartre un intento de otorgarle sentido a su vida y a la de la gente que les rodea.

Desde luego que la marcha de la historia podría no sufrir ningún cambio resultante de esta elección y posiblemente borraría de su camino el grano de arena humano que se rebela contra el “férreo” trayecto del devenir. Pero ante la propia conciencia del protagonista –el último juez de sí mismo, ahí donde no existe la providencia divina ni sus sustitutos mundanos– sólo es digno de denominarse persona aquel quien, a pesar de su fragilidad y vulnerabilidad, defiende la “verdad” de su proyecto. En esto consiste su pasión, pero ésta no es simplemente una tempestad de emociones casuales que provienen no se sabe de dónde ni por qué, sino de una convicción madura cargada por una idea, realizada por decisión y convertida en vocación. La afirmación, resistencia y tensión aparecen sólo cuando el hombre es activo en sus diversas situaciones: algo desea, algo reclama, contra algo se resiste y se afirma a sí mismo pese a las circunstancias adversas. Para el sujeto destrozado por la desesperación o caído en la apatía, la realidad se convierte en algo muerto, estéril y carente de cualquier sentido. El hombre inclinado al fatalismo se lamenta de que la realidad se ha vuelto insulsa o cruel y por eso cae en la desesperación, mientras que, según Sartre, la verdad es la opuesta: el hombre que cae en la apatía o en la desesperación es precisamente aquel que hace que una situación sea apática o desesperada: el sujeto renace si se atreve a la autoafirmación o a la rebelión contra las circunstancias. Si no actúa así, si cede a la desesperación o a la apatía, muere culpable por no hacer lo que hubiera podido para cambiar su mundo y dotarlo de más justicia y valor. Según el pensador francés, el hombre es responsable tanto de elegir la fuente que pueda saciar su sed de autoafirmación como de encontrar el motivo al cual le concederá su preferencia. Si el hombre cede a la apatía, al egoísmo y a la desesperación significa que prefirió su miedo ante el dolor y ante la muerte, y con éste colmó su proyecto existencial que le estaba destinado para algo más noble y elevado. En esta sustitución radica su culpa metafísica y su desviación de la responsabilidad ante sí mismo.

Pero la elección de sí mismo no se lleva a cabo en el vacío, sino en situaciones concretas que, desde el inicio, presuponen un abanico de opciones existenciales. La situación, en el teatro de Sartre, está abierta a los espectadores y les invita insistentemente a mirarse en ella como en un espejo y a no percibirla como un cuadro inmóvil. El espejo está colocado de tal modo que el público, conmovido por los acontecimientos escénicos, no sea absorbido por ellos hasta el grado de olvidarse de sí, sino que está obligado a regresar a su interior y revisar sus sentimientos y comportamientos a partir de normas morales más responsables y exigentes. Por eso el espectáculo, en opinión de Sartre, es una especie de catalizador de energía mental (escondida detrás de los quehaceres cotidianos) destinado a despertar la conciencia de aquellos que por las noches van a verlo. La tarea del teatro, desde tal punto de vista, es sacudir, impulsar a un autoexamen riguroso y juntar esas conciencias aisladas alrededor de los problemas que atañen a cada cual. En esta co-meditación de los muchos, cuando el hilo mental se extiende de lo individual y lo cotidiano a lo que tiene significado universal, se evidencian elementos provenientes del viejo espectáculo griego. El “rito” del teatro sartreano no se reduce a la grandilocuencia ampulosa, ni a la intimidad de una simple conversación, ni a alusiones irónicas, cuando lo dicho es contrario a lo que se sobreentiende. Sartre siempre busca, y frecuentemente logra, la unión de los espectadores y su concentración en torno a los problemas existenciales tratados en sus piezas. La fuerza motriz del teatro del dramaturgo francés radica en la lucha entre los diferentes valores y las diversas “verdades” encarnadas en sus personajes; la elección de una línea de conducta de los protagonistas, que tiene que ver con su ubicación en el mundo y en la historia, es su culminación, y el análisis implacable, que no reconoce ningunas prohibiciones ni tabúes, es su método.

La trama de Muertos sin sepultura (pieza escrita por Sartre en 1946) describe un caso de la Resistencia francesa que tuvo lugar dos años antes. Cinco guerrilleros capturados están encerrados en un desván lleno de trastes y basura de una escuela pueblerina. Abajo, en una de las aulas, les torturan a cada uno por separado para conseguir la información sobre el paradero del jefe de su destacamento. A diferencia de sus compañeros asesinados poco antes, a ellos se les dejaron algunas horas para pensar sobre las próximas torturas e inminente ejecución, para reflexionar sobre sí mismos a la luz de una muerte inevitable. Recluidos en cuatro paredes, ya no pueden ser útiles a aquellos con quienes antes pelearon codo a codo. Ellos nada tienen que esconder, ya que en realidad no saben el paradero de su jefe, y es eso lo que los verdugos quieren saber a través de las torturas. Al ser prisioneros, salieron de la vida y se desvanecieron; se esfumaron sus preocupaciones que aún ayer les parecieron tan importantes: cada cual se encuentra con sus propios pensamientos sobre el fin inevitable. Este fin, quizá, hubiera sido más soportable, si hubieran tenido éxito o hubieran muerto en la acción. Sobre esto medita con amargura uno de los encarcelados, Henri: “Morimos porque nos han dado órdenes idiotas, porque las hemos ejecutado mal y nuestra muerte no es útil a nadie. La causa no necesitaba que atacaran esta aldea. No lo necesitaba porque el proyecto era irrealizable. La causa jamás da órdenes, jamás dice nada; somos nosotros los que decidimos sus necesidades” (Sartre, 1996: 18).1 Bienaventurado aquel quien cayó de repente en combate y no logró pensar sobre su muerte; bienaventurado, ya que estaba luchando por una causa sagrada que justificó su fin. Porque quien muere sin entregar todas sus fuerzas en aras de la causa para la cual valía la pena vivir, se convierte en un muerto injustificado.

Y, sin embargo, el desván no es una celda herméticamente cerrada. La vida irrumpe por diferentes medios: a través de la voz del interlocutor de la radio, situada en una de las aulas de la planta baja, que transmite noticias sobre los acontecimientos sucedidos en los frentes; a través de los recuerdos sobre recientes combates e imágenes de los parientes cercanos y también por medio de diversas conjeturas sobre el destino de sus compañeros que quizá sobrevivirán y festejarán la victoria que está cerca, muy cerca… Pero, y esto es lo principal, la vida les envía a su mensajero, el jefe de su destacamento, Jean, que por azar cayó en el enredo y no fue reconocido por los enemigos. Si no lo descubren, regresará a los suyos y traerá un destacamento quizá para salvarlos o, por lo menos, para vengar su muerte. En unas palabras, las víctimas, encerradas en su confrontación con la muerte inmanente, están obligadas a cambiar la escala de su irremediable “aquí” y “ahora” y conmensurarla según la escala del gran conflicto histórico en el que están involucradas. El paso de un sistema de referencias a otro y su confrontación constituye el nervio de la intriga en los Muertos sin sepultura. El cautiverio sigue siendo un lugar terrible, un infierno, pero en éste la vida continua: los detenidos a veces se impregnan de odio, resentimiento y envidia, y a veces de desesperación por la libertad perdida y el amor destrozado; pero de todos modos persiste una relación con el mundo de afuera. El cautiverio y la cercanía de la muerte ineludible no pueden extenuar esa relación. El sentenciado sigue siendo aquel que aspira a vivir a pesar de su condena, aún le queda esta posibilidad y rechazarla significaría su autocondena.

El bisturí del análisis realizado por el escritor francés es cruel hasta para una conciencia acostumbrada a los horrores de la guerra. Con la sangre fría de un cirujano anatomiza las cinco almas que están al borde de la muerte, y lo hace con tal agudeza que supera la vasta literatura dedicada a la autopsia sacrílega de la mente de los condenados a muerte en las mazmorras nazis. La cercanía de la tortura y de la última hora desvela todas las capas protectoras del cautivo, obligándole a descubrir sus verdaderas entrañas que ni siquiera sospechaba en las condiciones normales de su vida.

De los cinco, sólo el griego Canoris, viejo revolucionario y militante de la organización clandestina, no hace para sí ningún descubrimiento: las cárceles, las torturas y los encuentros con la muerte no eran algo nuevo para él. En cambio, la experiencia sagaz del veterano le permite expresar la situación de los cautivos con una dura claridad: “Nada de lo que pasa entre estas cuatro paredes tiene importancia. Espera o desespera: no resultará nada” (Ídem). Qué cada uno haga lo que pueda para sufrir menos. No tiene importancia ser cobarde ni valiente, orgulloso o humilde, genial u ordinario. La situación nivela todas las diferencias, y en esto radica la premisa de autenticidad que posee cada uno al entrar en la zona fronteriza con la muerte.

El arresto casual de Jean, también puesto en el desván, cambió radicalmente la situación inicial y puso en tela de juicio el valor de esta misma autenticidad. Ahora los encarcelados tienen algo que ocultar ante sus verdugos. Se estrecha el vínculo desvanecido con el mundo real y de nuevo se construye un cierto campo de operaciones desde donde puedan resistir a su enemigo. Soportar las torturas toma sentido no sólo por conservar el autorrespeto a la hora final, sino también para proteger a sesenta guerrilleros, compañeros de armas a quienes Jean –al salvarse y salir– les advertirá y traerá para vengarse del enemigo. El comportamiento que hace poco parecía no importar, ahora adquiere valor y ocasiona nuevas reflexiones y actitudes entre los encarcelados. El “débil” Sorbier (quien había resistido tenazmente los peligros de la vida guerrillera y quien ahora teme la debilidad traidora de su cuerpo) se da cuenta de su real valor en esta nueva situación y como héroe se arroja de la ventana antes de traicionar a sus compañeros. Henri, por su parte, reflexiona: “¡Escucha!”, le dice a Jean. “Si no hubieras venido, habríamos sufrido como animales sin saber por qué. Pero estás aquí y todo lo que va a pasar ahora tendrá un sentido. Vamos a luchar. No por ti solo; por todos los compañeros[…] Creí ser completamente inútil, pero ahora veo que hay algo para lo cual soy necesario; con un poco de suerte podré quizá decirme que no muero para nada” (Ibid.: 24). El “ser-para-la-vida”, el “ser-para-los-otros” resulta más valioso que el “ser-para-la-muerte”, el último no es auténtico, porque se parece al no-ser, esto es, a una sepultura aun cuando uno está vivo, no importa si ésta es obligada o voluntaria.

En adelante la situación se dramatiza más y se pone embrollada: entre Jean, a quien en el caso del silencio de los demás le tocaría vivir, y sus compañeros, quienes defienden la vida de su jefe, pero que están destinados a morir, se establece una solidaridad, pero preñada de enajenación. En esta cae todo: la amistad, el amor y hasta los lazos fraternos entre el hermano y la hermana. Todo se derrumba, excepto la preocupación sobre el asunto común, la idea de un éxito futuro en cuya luz las torturas sufridas no serán en vano, así como tampoco la misma muerte. Justificar las aflicciones del cuerpo, salvar su alma destrozada en aras de la salvación de su compañero es lo único que les queda a los encarcelados. Y para eso hacen el último paso más cruel y terrible: le toca a Henri estrangular a Francois, –joven de quince años, hermano de Lucie– ya que él mismo y los otros consideraron que no soportaría la tortura y que, involuntariamente, traicionaría a Jean. Los cautivos hacen perecer al muchacho no en un arrebato de ensañamiento o exasperación, sino deliberadamente, ya que no tienen otra salida, están conducidos al límite terrible donde la vida de los sesenta compañeros pesa más que una sola vida, y en esta situación otras consideraciones no valen nada.

Se puede, tanto como se quiera, reprocharle a Sartre su insensibilidad o crueldad, su vejación a las leyes de la misericordia, su traspaso del límite de lo admisible en el arte y, sin embargo, hay que reconocerle su derecho a explorar los casos más extremos, ya que la propia vida a veces nos acorrala en semejantes callejones sin salida. El escritor francés no tiene prisa de condenar o justificar lo acontecido, pues sólo una claridad sobre los motivos de los ejecutores pudiera establecer la base para una sentencia definitiva. Pero justamente en este aspecto todo está muy confuso. La brujería maligna de las torturas y las muertes de Sorbier y de Francois no dejaron intactas las almas de los encarcelados. Resistir en aras de una causa común significó para ellos una victoria sobre los verdugos, un triunfo extenuante que recobró sus fuerzas físicas y morales. Paulatinamente la tarea inmediata de la confrontación entre verdugos y encarcelados desplazaba la meta final, la eclipsaba y sustituía. Imperceptiblemente las víctimas se encerraron en su lucha contra los verdugos; están casi olvidadas todas las demás consideraciones: sólo se da una competencia pura, un juego mortal; los antagonistas quieren ganar, y el resto no tiene ningún significado. El jefe de los verdugos dice: “Quiero que hablen. Al cuerno con lo que merecen. Quiero que cedan. No se las darán de mártires delante de mí” (Ibid.: 49). Entre las víctimas y los carceleros se establece una especie de vínculo antagónico. Lucie, enamorada de Jean, que se encuentra entre los cautivos se aparta de él y admite: “Los odio pero estoy en sus manos. Y yo los tengo en las mías. Me siento más cerca de ellos que de ti” (Ibid.: 44). ¿Significa esto que de antemano triunfa la muerte? Y los que piensan que todavía sirven a la vida, en realidad ¿no son más que almas muertas, habitantes del reino de ultratumba? ¿A nombre de qué tipo de victoria fue sacrificado el muchacho, el hermano de Lucie? ¿El chico quizá fue un comodín en un juego monstruoso, para vencer la última apuesta del adversario antes de morir? ¿O el muchacho fue estrangulado realmente para salvar a los guerrilleros?

No hay respuesta a estas preguntas, ya que Sartre se rehúsa a juzgar a partir de intenciones. Los hechos son los únicos que pueden confirmar o rechazar las sospechas y derramar una luz definitiva a lo sucedido. Y para probar estas sospechas se da un viraje brusco de la intriga y otra vez les regresa a los tres sobrevivientes la libertad de acción: ante ellos se abre una puerta, por lo menos, una rendija de esperanza para salir con vida. Jean fue puesto en libertad, pero antes había prometido a sus compañeros colocar sus documentos de identidad en el cadáver de uno de los guerrilleros asesinados en vísperas, y podían denunciar que ese cuerpo era de Jean y así dirigir a los perseguidores por huellas falsas. En el último interrogatorio, Landrieu, jefe de los policías, prometió a todos el indulto, a condición de que le dieran la información necesaria. Ante esta nueva situación, los prisioneros tenían dos opciones: rechazar el indulto y con esto demostrar que de aquí en adelante por siempre pertenecen a la muerte; o fingir el titubeo y tratar de engañar a los verdugos y, quizá, obtener la vida. La elección debe otorgarle uno u otro sentido al asesinato del muchacho. De esta elección depende la resolución de la disputa sobre la modestia y el orgullo que estalló al principio de la pieza entre Henri y Canoris y luego, apagándose o encendiéndose, pasa a través de todas las peripecias de la tragedia.

Henri, ex-estudiante de medicina, se siente afligido por la conciencia de su insignificancia ontológica, de la casualidad de su nacimiento y de lo inminente de su desaparición. Ante la alteridad del mundo no encuentra ninguna “justificación” para su existencia; se siente “inútil” y “de sobra”: hubiera podido ser, hubiera podido no ser; es sustituible y desaparecerá sin dejar detrás de sí ninguna huella en el universo. Él eligió la guerrilla para sentirse útil entre sus semejantes, para liberarse del pesado sentimiento de su insignificancia en esta tierra. El fracaso, el arresto y la pronta ejecución, razona Henri consigo mismo, mostró la futilidad de estas esperanzas. Parece ser que Henri está cerca de encontrar la misma esencia del destino del hombre, poco consolable, pero, sin embargo, esencia. Y otra vez le apodera la angustia por alguna culpa ignota o por algún error irremediable, aunque no sabe si es su propio error o se trata de un defecto de la misma vida que produce una “caña pensante” sin preocuparse de otorgar una pequeña razón en su creación y en su existencia efímera. Canoris advierte irónicamente: quizá para el incrédulo Henri es necesario un confesor que le otorgue la salvación del alma. “Te ocupas demasiado de ti, Henri; quieres salvar tu vida […]. Sufres porque piensas mucho en ti, buscas algunas justificaciones para tu existencia, si no en la providencia divina, por lo menos en su sustituto terrenal, no menos sagrado” (Ibid.: 53). El mismo Canoris es más modesto. Siempre le importó poco su propia persona, vivió para una causa con la cual se identificó y se consideró muerto desde aquel momento cuando dejó de ser útil. La victoria en el combate histórico contra el fascismo, en que se había incorporado desde hace tiempo y fuera del cual no concebía su existencia, había sido para él una razón suficiente que justificaba su vida y su muerte. No era necesario ningún argumento complementario ya fuera religioso u ontológico. En la figura monolítica de este soldado de la clandestinidad, templado en la lucha contra el fascismo, que no sabe del miedo ni de las dudas, Sartre personifica al mismo pueblo que desde siempre sabe con quien está, contra quién y para qué luchar y en aras de qué vivir en esta tierra.

Al principio parece que la diferencia entre la modestia de Canoris y el orgullo de Henri no tiene gran significado: cuando la muerte es inminente, no importa cómo uno la encontrará. El asesinato de Francois había complicado la situación, aunque no a tal grado como para descubrir la raíz de la angustia de Henri. La muerte del muchacho engendró una perplejidad complementaria en su mente: no puede ignorar el reproche de Jean que le había acusado de haber estrangulado por orgullo y no tanto por una causa común ni por la defensa de sus compañeros, sino para sí mismo, para que la posible traición de Francois no le quitara la justificación de su muerte, para que pudiera rectificar su debilidad expresada durante el primer interrogatorio y salir victorioso en el combate contra los verdugos y antes del fusilamiento mirarlos con orgullo. Él mismo no puede establecer exactamente cuál fue el motivo que le hizo estrangular al muchacho. Al fin y al cabo, esto tampoco tiene gran importancia y Canoris le dice: “Era preciso que muriera; si hubiese estado más cerca de mí, habría sido yo el que hubiera apretado” (Ibid.: 42). Así que esa discusión todavía no tiene gran importancia, la adquiere cuando aparece la posibilidad de salir con vida. Henri no quiere vivir, él ganó la partida y ahora puede morir con orgullo, reconciliándose consigo mismo. Durante las torturas se ha persuadido, una vez más, que un mundo que engendra monstruos como sus torturadores es absurdo, abominable y repugnante. Y cuando se presenta el momento de abandonarlo sin tacha, sería demasiado estúpido no aprovechar la ocasión. La paz y la tranquilidad consiste, según esta lógica, en no perder por casualidad la autenticidad y la grandeza del espíritu alcanzadas en el encuentro con la muerte, pues no se excluye que mañana la vida lleve a otras trampas. ¿No es mejor morir a tiempo como un héroe? De esta manera la elección inicial revela su incógnita: el orgullo se mantiene por la preocupación de la “salvación del alma” puramente individual y está dispuesta a desatender la causa común. En este tipo de heroísmo se esconde el temor de tropezar en el siguiente paso, no tiene mucha confianza en su propia libertad y prefiere la muerte a una vida donde le esperan diferentes desilusiones. Para Henri destrozado por la desesperación y caído en la apatía, el mundo se convierte en algo muerto y estéril.

El fornido griego Canoris en apariencia es ajeno a los personajes predilectos de Sartre y, sin embargo, la verdad y la valentía se otorgan a él y no al intelectual agitado, Henri. Canoris es quince años mayor que éste, su cansancio se acumuló por la edad y lo torturaron más duramente que a los demás. Tampoco se aferra a la vida y le es fácil abandonarla. Pero la elige porque la muerte es inútil, estando vivo puede ayudar a una causa común: “nos han derrengado un poco, pero todavía somos perfectamente utilizables[…] No se pueden despilfarrar tres vidas[…] No tenemos derecho a morir para nada[…] Hay compañeros a quienes ayudar. Hay que trabajar; uno se salva de añadidura” (Ibid.: 52-53). Canoris considera que el hombre que cae en la apatía es precisamente quien abdica de la vida; ésta renace si se atreve a la autoafirmación, a la rebelión contra las circunstancias, por adversas que sean. El hombre es responsable no sólo de su vida, sino también de su muerte, pero sobre todo es responsable de elegir el motivo al cual concederá su preferencia. Tras cada argumento se revela tanto la firmeza individual como la madurez del pensamiento de este soldado de la Resistencia. El “ser-para-otros” es algo más digno y más auténtico que el deseo de morir de acuerdo consigo mismo que profesa Henri. El “ser-para-otros” exige del hombre la fidelidad a su deber, la templanza del alma, la resistencia y la sabiduría vital que son atributos propios sólo de las personas extraordinarias, a pesar de su modestia externa. El heroísmo humilde de servir a la gente es más difícil, pero más noble que el heroísmo de un gesto, preocupado en primer lugar por la salvación de su propia alma sin importar si ésta se piensa a la manera religiosa o laica.

Inicialmente, la confrontación entre Henri y Canoris es más bien especulativa, pero al final de la conversación tratan el episodio más morboso que sucedió en el desván: el asesinato de Francois. De su última elección depende la respuesta pendiente a la pregunta dolorosa: ¿en aras de qué fue sacrificado el muchacho? Si Henri prefiere la muerte, entonces él mismo firma su propia sentencia: la causa para él resulta menos importante que él mismo; él estranguló al hermano de Lucie no tanto para salvar a sesenta de sus compañeros, sino para no perder la esperanza de un final digno de triunfo y admiración. Por consiguiente, su decisión es una decisión individualista. “Escucha Henri”, enuncia su último argumento Canoris, “si mueres hoy queda trabada la línea; lo mataste por orgullo, está decidido para siempre. Si vives[…] entonces nada se ha detenido: por tu vida entera será juzgado cada uno de tus actos. Si te dejas matar cuando puedes seguir trabajando, no habrá nada más absurdo que tu muerte” (Ibid.: 53). Resulta que la “salvación” individual radica en la modestia, en el regreso, contrariamente a todos los obstáculos, a las filas de los combatientes. Sólo el trabajo para el bien colectivo puede, según Canoris, servir como justificación de la muerte del muchacho y de aquellos quienes por su silencio la sancionaron.

Pero la aceptación de Henri a los argumentos de Canoris no es todo, la última palabra pertenece a Lucie y con ella las cosas están más complicadas. Ella sufrió pruebas más duras y hasta cierto punto incomparables a las experimentadas por los demás: durante la tortura fue violada y con su consentimiento silencioso fue asesinado su hermano menor. Además, es más intuitiva y, en comparación con Henri, que en todo trata de buscar una razón, ella es menos susceptible a los argumentos de Canoris. Las conmociones anteriores le inculcaron aversión a su cuerpo violado y a su honor ultrajado, agotaron sus fuerzas y vaciaron su alma. Esta mujer, que antes se había destacado entre sus compañeros por su adhesión a los recuerdos sobre los instantes puros y alegres del pasado, ahora está enterrada en su deseo de desaparecer de la haz de la tierra. Les dice a Canoris y Henri: “cargué con todo el mal; es preciso que me supriman y todo ese mal conmigo. ¡Idos! Idos a vivir ya que podéis aceptaros. Yo me odio y deseo que después de mi muerte todo sea en la tierra como si nunca hubiese existido” (Ídem). La han envilecido tanto que anhela la muerte quizá sólo para poder humillar a sus violadores antes de ser fusilada, obligarlos a reconocer el triunfo de lo que le queda de su espíritu agotado. Ningún argumento es capaz de reconvencerla, ya que le parece que su sufrimiento escapa al tiempo y que su dolor sin fin es imposible de redimir, por lo que no existe recurso, salvo la muerte. Y aquí Sartre encuentra una salida, al “darle la palabra” a la propia naturaleza, el símbolo de la vida. Detrás de la ventana cae la lluvia, al principio ligera y espaciada, luego en gruesas gotas presurosas; esta lluvia generosa distensiona y trae la frescura que alivia el espíritu deprimido de los encarcelados. El chaparrón estival dispersa la pesadilla que agobió la razón agotada de Lucie y le regresa la capacidad de llorar y reír, resucita su voluntad apagada y le provoca el anhelo de vivir a pesar de los sufrimientos y hacer a un lado el atrayente deseo de descansar en la muerte. Un ímpetu espontáneo la impulsa a exclamar: “¡Me gusta vivir, me gusta vivir!”, y la esperanza, una esperanza tímida, eclipsada por la pesadilla de lo sucedido, empieza a brotar de su alma. Esto es un indicador de que ella no había estado más allá de la vida, y que el desierto de no ser aún no había devorado su corazón.

El capricho siniestro de uno de los verdugos que se atrevió, por vileza sádica o bribonada monstruosa, a desobedecer la orden del jefe y fusilar a los encarcelados, pone fin a este resurgimiento de la esperanza. Los muertos yacen sin sepultura en el patio escolar: perecieron no como mártires, sino como vencedores, ya que callaron durante las torturas, no traicionaron a sus compañeros y no cedieron ante sus verdugos. Hicieron incluso más: superaron la enajenación siniestra que entierra a los vivos destinados a la muerte, que los separa de sus compañeros y amigos y que los empuja a renunciar a todo aquello que consideraban su vocación en la tierra. Superaron también el deseo de encontrar en la muerte el último refugio. En lugar del autosacrificio ellos prefirieron el servicio a la causa común, a la lucha contra el fascismo. Sartre no cierra los ojos ante los principios destructivos que actúan en los seres humanos y que mutilan sus almas, convirtiéndolos en verdugos o víctimas, pero al mismo tiempo nos muestra la altura a que pueden llegar las almas animadas por la solidaridad y el humanismo. LC

9/5/12

Ella inventó la Chocotorta


Por Hernán Firpo
Publicado en CLARIN

Para que quede claro que este diario marca agenda, ahora mismo Rodríguez Larreta duda como un Hamlet adicto al casual day. Lee sobre la inventora de la Chocotorta, a 30 años del hallazgo, y no sabe si Ciudadana Ilustre o Personalidad Destacada. ¿Más argumentos, Larreta?: Marité Mabragaña fue la primera jefa creativa de Ricardo De Luca, agencia insignia, y la semana pasada la Asociación Argentina de Publicidad (AAP) le hizo un homenaje porque “algunas ideas ya son parte de la cultura de los argentinos”.

Once upon a time. Un buen cuento empieza así: la imagen se desvanece y se inicia el flashback. 1982, Marité es una mujer de 37 años que usa el pelo muy largo y está casada con un compañero de oficina. Tiene dos hijos, aún no usa anteojos, le gusta el color azul marino y se desempeña como directora creativa de una agencia de publicidad que por ese entonces tiene 150 empelados.

“Yo integré la primera generación de mujeres que llegaron a tener cargos jerárquicos en este país. Entre otras, teníamos las cuentas de Mendizábal, que era Mendricim, y de Bagley, que era Chocolinas. Al manejar esas dos empresas y además ser una ama de casa que cocinaba mucho, y bien, sabía que el dulce de leche con queso crema era lo más rico del mundo. En esa época, Medicrim era el paradigma de los quesos crema, no había otras marcas, y como en casa teníamos el antecedente del postre de vainillas bañadas en oporto, supongo que el hilo de la historia debería ir por ahí: si pudiera humedecer las galletitas chocolinas, me dije, ponerles queso crema, dulce de leche y hacer pilitas ¿cómo quedará?”.

Otro flashback. Oficina céntrica, el sol metiéndose a través de la persiana americana y Marité picando la pelota de tenis. En las agencias de publicidad, y en “Mad Men” también, las pelotas de tenis son como pequeños cerebros saltarines. Del intercomunicador la llama su jefe y palabras más, palabras menos, le dice que el pedazo de torta que trajo –gentileza de la Marité ama de casa– era “una delicia” y que deberían hacer algo.

“Yo me sentaba con mi equipo y agarraba la máquina de escribir. Siempre sostuve que las buenas ideas surgen de casualidad. No me acuerdo bien de la secuencia, pero calculo que hablé con Furgi –Alberto Furgiuele, diseñador gráfico y marido de Marité– y con Hugo Sendón, que era el temerario Director de Cuentas de la agencia, y así se decidió que había que llevarle la receta a los clientes. Hice otra torta y, pensando en bautizarla, se me ocurrió lo de Chocotorta”.

Receta original: se moja la galletita con oporto, se mezcla dulce de leche con queso crema, se untan las galletitas y así otra capa y otra capa. “Muy fácil. Lo que me interesaba de la Chocotorta es que no se tenía que poner al horno y era como un juego que metía al hombre y a los chicos en la cocina. Lo llame a Sendón y estuvimos como un año para lograr que las empresas quisieran ser parte de un comercial diferente”.

La receta de la Chocotorta iba a convertirse en el primer aviso compartido por dos marcas a la vez. El dulce de leche Ronda, que ya no existe, era como un actor invitado y no pagaba porque era una cuenta muy chiquita. “Finalmente aceptaron. Eso hoy se llama co-branding... ¡qué finoli! Es gracioso contarlo, pero en aquel momento la agencia tuvo serios problemas para que la TV mandara la publicidad al aire: no entendían qué cliente lo pagaba”.

El aviso que Marité tiene debidamente digitalizado en su casa –¡en YouTube no se consigue!– arranca con un fundido a negro donde se lee el neologismo Chocotorta.

“Entré en De Luca a los 18 años. Gracias a Dios, no existían las pasantías. Eras bueno, quedabas… Pero te decía, un año estuvimos para convencer a los clientes. Lo primero que logramos, antes del comercial, fue que en el envase de las galletitas pusieran la receta que yo había inventado. En el envase había una viñetita con los pasos a seguir. Con los potes de Mendicrim conseguimos lo mismo”.

Después de eso, el asunto se les fue de las manos. “Y no nos dimos cuenta con un estudio de mercado, sino que yendo a buscar a mis hijos a cumpleaños infantiles decía uy, mirá, ésa es la torta que yo inventé (…) ¡No, no me hice rica ni ahí! La gente me pregunta si estoy forrada y yo siempre contesto: lo que hacía para la agencia era de la agencia. ¿Te paso un dato divertido? La Chocotorta fue la torta de bodas de Florencia Peña y de Wanda Nara. Aparte hay varias heladerías que incorporaron el postre como un nuevo gusto y en Facebook tiene miles de fanáticos que quieren que sea la torta oficial de los cumpleaños argentinos. Veremos como sigue toda esta locura”. Veremos.

Fuckland

Por Ezequiel Fernández Moores
Publicado en CANCHA LLENA (LA NACIÓN)

La última vez que fue anfitriona de Juegos Olímpicos, en 1948, Londres no invitó a la competencia a Alemania y a Japón, las potencias derrotadas en la Segunda Guerra Mundial. El presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), el sueco Sigfrid Edstrom, escribió enojado a Lord Burghley, sexto marqués de Exeter, secretario general del Comité Organizador de los Juegos del 48: "Me sorprende vuestra actitud. La guerra terminó hace tres años y nosotros, gente del deporte, deberíamos mostrarle el camino a la diplomacia". Londres no se conmovió. Al conde Michimasa Soyesima, miembro japonés del COI, le recordaron que ningún ciudadano podía abandonar Japón bajo las reglas de la Ocupación. Tampoco hubo perdón para Alemania. Miles de soldados nazis permanecían en Londres como prisioneros de guerra. Fueron mano de obra en la construcción de rutas. Al prisionero Helmut Bantz, que ganaría el oro olímpico en Melbourne 56, le tocó una tarea más agradable: entrenó al equipo británico de gimnasia. El duque de Mecklenburg, miembro alemán del COI, recibió en cambio un no rotundo. Sucedió hace 64 años. Londres, que será otra vez sede olímpica a partir de julio próximo, dice ahora junto con el COI que "la política no debe intervenir en los Juegos". 

La política, es obvio, jamás estuvo fuera de los Juegos. Astilo de Crotona, campeón en las carreras de carros en los años 484 y 480 a.C., era publicidad para el tirano Gelón, de Siracusa, que lo había contratado. Un estadista más democrático como Alcibíades usó sus triunfos para ganarse la confianza de los atenienses. Los primeros Juegos de la era moderna, en Atenas 1896, que Francia amenazó boicotear, sólo pudieron realizarse gracias a un oportuno cambio de gobierno en la empobrecida Grecia y a las ambiciones políticas del príncipe Constantino. El primer conflicto netamente político estalló en los Juegos de Estocolmo 1912, cuando las monarquías aliadas del imperio austrohúngaro por un lado y Rusia por el otro impusieron sus banderas ante triunfos de atletas de las anexionadas Bohemia y Finlandia. En la siguiente edición de Amberes 1920, a pedido británico, no fueron invitadas las potencias derrotadas en la Primera Guerra Mundial: Alemania, Austria, Bulgaria, Hungría, Turquía, Rumania y Polonia. París, por orden del Barón de Coubertin, organizó otra vez los Juegos en 1924. No invitó a Alemania. La edición de Los Angeles 1932 impuso la ejecución de los himnos para los atletas vencedores. Y la de Berlín 36, se sabe, fue un festival ario. El COI atribuyó a "maniobras de judíos y comunistas" las primeras denuncias sobre el nazismo y los reclamos para sacarle la sede a Berlín. Jamás se arrepintió del regalo que hizo a Hitler. 

Los Juegos de Londres 48, los primeros en paz tras la Segunda Guerra Mundial, mantuvieron el recorrido de la antorcha olímpica, pese a que el rito había sido iniciado por la Alemania nazi. No fue fácil. Grecia, punto de salida de la antorcha, estaba en guerra civil. El gobierno inglés, que iniciaba la nacionalización del ferrocarril, gas, electricidad, carbón y acero y creaba el Servicio Nacional de Salud, impuso unos Juegos austeros. Delegaciones extranjeras llevaron sus comidas y hasta sus toallas. Los Juegos tuvieron un presupuesto, a dinero de hoy, de 2,2 millones de libras. La BBC pagó 1000 libras por derechos de transmisión. Cada patrocinador, de Coca-Cola a Guinness, aportó 250 libras. La prensa era crítica. El cricket y las carreras de perros recibían casi más atención que la preparación de los Juegos. "Lo importante en los Juegos -decía una inscripción en Wembley el día de la inauguración- no es ganar sino competir. Lo esencial en la vida no es conquistar, sino pelear bien." El rey Jorge VI no tartamudeó al pronunciar el breve discurso de apertura, ante más de 80.000 personas. Estaba rodeado de varios de los mismos dirigentes del COI que doce años antes compartían palco con Hitler, incluido el estadounidense Avery Brundage, que, según cuenta Janie Hampton en el libro The Austerity Olympics, seguía enviándoles comida a los jerarcas nazis condenados en Nuremberg. Ese mismo estadio de Wembley saludó el 7 de agosto al ganador del maratón, el argentino Delfo Cabrera, un humilde bombero del pueblo santafecino de Armstrong, a quien Juan Domingo Perón premió con una casa en Sarandí. El regalo equivalía a "profesionalismo". No lo dijo el COI de Brundage. Sí los golpistas de la Revolución Libertadora de 1955. 

Los boicots iniciados en los Juegos de Melbourne 56 y agudizados en Moscú 80 y Los Angeles 84, la matanza de atletas israelíes en Munich 72 y la sede asignada a Pekín en 2008 fueron episodios políticos que también marcaron al deporte olímpico. Pero hay una imagen que prevalece por sobre todas: el podio del Black Power de México 68 que costó la expulsión de por vida a los atletas estadounidenses John Carlos y Tommie Smith. El mismo COI que nada había dicho sobre los saludos nazis y fascistas de Juegos previos sí consideró "político" el puño enguantado del "Poder Negro". Seis meses antes había sido asesinado Martin Luther King. ¿Temerá el deporte olímpico una rebeldía similar para Londres 2012? La Argentina provocó problemas al COI desde su mismo origen. Los dos primeros miembros expulsados del COI son argentinos. A José Benjamín Zubiaur, un notable educador y abogado, miembro fundador en 1894, el COI de aristócratas lo echó en 1907 porque el entrerriano, sin fortuna personal, no viajaba a las reuniones en Europa. Su sucesor, Manuel Quintana, hijo del presidente homónimo y residente en París, duró apenas tres años. El COI lo echó porque la Argentina desoyó advertencias y organizó en 1910 los "Juegos del Centenario", una marca que el olimpismo ya consideraba exclusiva. El COI que estos días advirtió a la Argentina por el spot de Malvinas ya no tiene a los condes y príncipes de los orígenes. Tampoco al ex ministro franquista Juan Antonio Samaranch. Cuenta, sí, con un único "miembro de honor": Henry Kissinger. 

El comercial de Malvinas difundido por el gobierno argentino, "manipulación nazi", según dramatizaron algunos críticos locales, tiene su complejidad. Fue hecho por una agencia (Young & Rubicam) cuya casa central (WPP) es inglesa y cuyo titular (Martin Sorrell) es un Sir que trabajó para Margaret Thatcher y ahora defiende a Rupert Murdoch, uno de sus principales clientes. La filmación, sin permiso oficial, fue realizada por la misma gente que produjo en 1999 una película polémica. Un porteño mago y comediante, obviamente canchero, viaja a Malvinas con una cámara oculta, dispuesto a embarazar kelpers para que al menos en veinte años la mitad de la población de las islas tenga ascendencia argentina. La infantil sátira se llamó Fuckland, Tierra del sexo, traduce Wikipedia, con excesiva ingenuidad. Fernando Zylberberg, veterano del seleccionado masculino de hockey sobre césped que cobró dinero y reivindicó el comercial en el que corre tipo Rocky por Puerto Stanley, trabaja a su vez en estructuras del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. 

Ciudadanos ingleses se indignaron porque Zylberberg pisó en su carrera un monumento homenaje a los soldados ingleses fallecidos en la Primera Guerra Mundial. Piden por las redes sociales que la Argentina sea excluida de los Juegos. O que no se le conceda la visa a Zylberberg, sin saber que el jugador, en realidad, dista de tener confirmada su convocatoria a un tercer Juego Olímpico. Sí tiene boleto confirmado la taekwondista Carola Malvina López, que lleva ese nombre porque nació en plena guerra de 1982. En 1948, los ingleses se sorprendieron por los besos que se daban los argentinos tras el triunfo del boxeador Pascual Pérez. "Se dieron más besos que un musical de Hollywood", escribió un diario. Más que besos, ahora temen un podio con reclamo malvinense. Pero Inglaterra, a la que la Argentina ya no sabe cómo pedirle que acepte la resolución de las Naciones Unidas y dialogue sobre las Malvinas, no sabe que ese podio es una posibilidad bastante lejana. Los atletas viven los Juegos, sean en Londres o Praga, como un punto culminante para el que llevan años preparándose. Son actores centrales del juego olímpico. Pero actores de reparto en el juego político. Viajarán cargados de ilusiones. Con una inversión económica récord para el deporte olímpico argentino en las últimas décadas. Pero, paradójicamente, irán también con la dolorosa certeza de que, esta vez, ganar alguna medalla en Londres será casi milagroso. 

1/5/12

Un topless de protesta en Ucrania por la Euro


La organización ucraniana “Femen” se manifestó ante las autoridades locales por la ley que busca que los balcones de Kiev, la capital del país, estén libres de ropa durante la Eurocopa de 2012. En topless y con -5º grados,  las mujeres defendieron su derecho a usar los balcones de la forma que se les de la gana. 

Alejandro Dolina: “Uno escribe porque tiene miedo”


Por María Daniela Yaccar
Publicado en PAGINA 12

Dolina junto al periodista Nino Ramella, quien le hizo una entrevista que ambos calificaron como “ficcional”.
El día estaba especial para escucharlo. Goteaba levemente, hacía mucho frío y la noche comenzaba a anunciarse en un cielo violáceo. Esa voz, compañera de soledades cuando la ciudad y todos duermen, volvió a ser un refugio, cuando se apagó la de la Negra Sosa reviviendo en una canción. “No escribí este libro para contestar preguntas que yo mismo no me hacía”, bromeó Alejandro Dolina al presentar Cartas marcadas, su primera novela, en la Sala José Hernández de la Feria del Libro. Se lo dijo al periodista Nino Ramella, quien le hizo una entrevista que ambos calificaron como “ficcional”. La sala, con capacidad para 850 personas, estaba el sábado colmada de cuerpos abrigados. Como pasa siempre que este hombre agarra un micrófono, todos querían escucharlo, aun cuando la excusa sea la otra palabra, la que le cuesta más, la escrita. Y aun cuando se dedique durante una hora a responder preguntas que nunca se hizo, porque lo hace cautivantemente bien.

El formato de la presentación parecía un poco forzado: son raras las entrevistas convencionales delante de tanta gente. Fue el mismo Dolina el que usó este calificativo. “Pero es menos raro que la soledad del tipo que se larga a soltar confidencias como ‘hace diez años que vengo pensando en libros de caballería’”, se consoló. Luego avisó que “la respuesta es un género limitado por otro”. La charla con Ramella recorrió diversos aspectos de la novela editada por Planeta, pero también se salió de ese eje y hubo reflexiones sobre la literatura en general, autores fetiche de Dolina –como Borges–, el erotismo y el amor y el sentido de la existencia, ni más ni menos. Todas las respuestas fueron bien dolinescas, con iguales dosis de profundidad y de humor, de formalidad e informalidad, de saber académico y observaciones que parecen efectos del consumo de marihuana. En esa mezcla algunos ven alta cultura y cultura popular, pero él dijo no estar de acuerdo con esa mirada.

Los temas fueron muchos, pero uno que volvió cual espectro lacaniano fue el porqué del escritor. De hecho, esa misma idea dio comienzo a la charla y le puso fin. “Amén de los resortes psicológicos o vivenciales hay una serie secundaria pero importantísima de elementos, como el cansancio. Es una fuerza enorme que hace nacer cosas, avanza y no se discute. Uno se cansa de las ideas de los demás y de las de uno repitiendo una danza interminable. El hombre cansado de lo anterior, de unas tristezas que no puede compartir con nadie y de preguntas y discusiones ya dadas escribe libros”, se explayó el autor de Crónicas del ángel gris, de traje negro, casi como siempre. Algunos de los personajes de Cartas marcadas ya vivieron en ese y otros de sus textos. “Me cansé de que la gente dijera que eran sensibles, sentimentales, enamorados. Eso nunca fue verdad. Decidí escribirlo bien para que se entendiera. Estos tipos piensan que el mundo no tiene sentido. Eso pienso yo. En charlas y libros está lo que unos llaman vitalidad militante: estar en contra de la muerte. Esa es otra razón para escribir.”

En la presentación, Planeta le entregó un Libro de Oro por los 90 mil ejemplares vendidos de Bar del infierno, anterior a Cartas marcadas. Debutante en la novela, Dolina reflexionó sobre este terreno. “Es un género más peligroso. Si hay que tirar un cuento tiramos una o como mucho diez tardes de trabajo. Uno se da cuenta de la inviabilidad de una novela en la página 700”, comparó. Antes marcó una diferencia respecto de su otro oficio, el de conductor-narrador radial. “La literatura es un género más exigente. Uno dice voy a escribir un libro de 500 páginas y a los 20 segundos exclama: ‘¡imposible!’”, definió, en un pasaje que lo condecoró con aplausos. Sostuvo que se dio cuenta de que le interesa más el cómo que el qué: “Al principio no sabía nada de lo que quería contar. Hasta el final me daba lo mismo, pero me importaba la forma. Un poeta escribe, pero siempre reflexiona acerca de la condición humana. Eso interesa mucho más que la moneda en el aire, las cartas marcadas”. Son otros tiempos, dio a entender: antes el lector se salteaba páginas. Hoy el goce está en los detalles.

Y a cada rato llegaban esas verdades de melancolía tanguera, esos pedacitos de filosofía de la cotidianidad que emocionan a tantos corazones. Con algunas de estas reflexiones, claro, valdría la pena otro libro. “Es una noticia triste darse cuenta de que nada importa mucho”, remarcó cuando habló sobre el (no) sentido de la existencia. “¿Qué se puede hacer ante un montón de sucesos que no importan? Construir importancias. Eso es lo que hace (Gabriel) Rolón. A él todo le importa, incluso si las papas son con perejil o no.” Se cebó explorando el erotismo y el amor, presentes en su obra. “Me gusta lo que ha dicho Octavio Paz: el comienzo es la visión de un cuerpo hermoso. Ahí se produce una atracción, pero no es irremplazable. Si no es Fulana, mal no estará Sutana. El problema es cuando ese cuerpo se convierte patológicamente en algo irreemplazable”, reflexionó.

Los autores más descontracturados, aquellos de los que la cultura popular se quiere adueñar, parecen no terminar de llevarse bien con esto de subirse a la cima del saber y dar a conocer su último trabajo. Es el caso de Dolina, que al final retomó el tema. “Había traído un texto sobre eso, porque es un género en sí mismo. Pero me di cuenta de que era la presentación de un libro de Pacho O’Donnell. Me pareció que no era pertinente”, canchereó. Finalmente, de nuevo, ahondó en las razones para escribir: “Uno escribe porque tiene miedo. En el infierno nadie lo siente, porque el miedo tiene que ver con el futuro. ‘Jaja’, dice el condenado mientras arde.” Pero si está presente Dolina el infierno puede ser un bar y la presentación de un libro puede no ser un infierno.

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