Mijail Malishev y Manola Sepúlveda
En la dramaturgia del siglo XX destacan dos
tipos de teatro: el que hace énfasis en la representación y el que lo hace en
las vivencias. En el marco de esta clasificación, la dramaturgia de Jean-Paul
Sartre puede ser denominada como teatro de reflexión, pues cada una de sus
piezas es un encuentro de un Sartre pensador-existencialista con un Sartre
dramaturgo-moralista. La parábola y el panfleto manifiestan dos polos de la
expresión de sus ideas, pero en ambos casos el teatro del escritor francés
tiene un carácter intelectual que causa en el espectador una combinación de
vivencias inmediatas y espontáneas con una meditación profunda. En sus piezas,
el público se ve obligado a pensar no sólo sobre las colisiones y desbarajustes
de la vida cotidiana, sino sobre los problemas con que nos topamos en
situaciones-límite y sobre los cuales tenemos que reflexionar frecuentemente
desgarrados por las antinomias morales. La tortura por el pensar es un estado
habitual en los personajes del escritor francés, quienes a menudo se encuentran
al borde de tomar una elección fundamental para su vida, eligiendo entre ser o
no ser. Al proferir “sí” a una de las posibilidades, no sólo conservan su vida
o firman su condena mortal, sino que construyen el fundamento de su existencia
y asumen las consecuencias que se desprenden de tal opción. Estando cara a cara
con la vida, la historia, el Estado, y en situaciones en que todos los vínculos
habituales se descomponen, el protagonista con su elección, a veces la única
posible, define su propio destino, por lo que carga en sus hombros una
responsabilidad enorme y frecuentemente superior a sus fuerzas. Escoger una
línea de comportamiento y, por lo tanto, elegirse a sí mismo, significa para
los personajes de las piezas de Sartre un intento de otorgarle sentido a su
vida y a la de la gente que les rodea.
Desde luego que la marcha de la historia
podría no sufrir ningún cambio resultante de esta elección y posiblemente
borraría de su camino el grano de arena humano que se rebela contra el “férreo”
trayecto del devenir. Pero ante la propia conciencia del protagonista –el
último juez de sí mismo, ahí donde no existe la providencia divina ni sus
sustitutos mundanos– sólo es digno de denominarse persona aquel quien, a pesar
de su fragilidad y vulnerabilidad, defiende la “verdad” de su proyecto. En esto
consiste su pasión, pero ésta no es simplemente una tempestad de emociones
casuales que provienen no se sabe de dónde ni por qué, sino de una convicción
madura cargada por una idea, realizada por decisión y convertida en vocación.
La afirmación, resistencia y tensión aparecen sólo cuando el hombre es activo
en sus diversas situaciones: algo desea, algo reclama, contra algo se resiste y
se afirma a sí mismo pese a las circunstancias adversas. Para el sujeto
destrozado por la desesperación o caído en la apatía, la realidad se convierte
en algo muerto, estéril y carente de cualquier sentido. El hombre inclinado al
fatalismo se lamenta de que la realidad se ha vuelto insulsa o cruel y por eso
cae en la desesperación, mientras que, según Sartre, la verdad es la opuesta:
el hombre que cae en la apatía o en la desesperación es precisamente aquel que
hace que una situación sea apática o desesperada: el sujeto renace si se atreve
a la autoafirmación o a la rebelión contra las circunstancias. Si no actúa así,
si cede a la desesperación o a la apatía, muere culpable por no hacer lo que
hubiera podido para cambiar su mundo y dotarlo de más justicia y valor. Según
el pensador francés, el hombre es responsable tanto de elegir la fuente que
pueda saciar su sed de autoafirmación como de encontrar el motivo al cual le
concederá su preferencia. Si el hombre cede a la apatía, al egoísmo y a la
desesperación significa que prefirió su miedo ante el dolor y ante la muerte, y
con éste colmó su proyecto existencial que le estaba destinado para algo más noble
y elevado. En esta sustitución radica su culpa metafísica y su desviación de la
responsabilidad ante sí mismo.
Pero la elección de sí mismo no se lleva a
cabo en el vacío, sino en situaciones concretas que, desde el inicio,
presuponen un abanico de opciones existenciales. La situación, en el teatro de
Sartre, está abierta a los espectadores y les invita insistentemente a mirarse
en ella como en un espejo y a no percibirla como un cuadro inmóvil. El espejo
está colocado de tal modo que el público, conmovido por los acontecimientos
escénicos, no sea absorbido por ellos hasta el grado de olvidarse de sí, sino
que está obligado a regresar a su interior y revisar sus sentimientos y
comportamientos a partir de normas morales más responsables y exigentes. Por
eso el espectáculo, en opinión de Sartre, es una especie de catalizador de
energía mental (escondida detrás de los quehaceres cotidianos) destinado a
despertar la conciencia de aquellos que por las noches van a verlo. La tarea
del teatro, desde tal punto de vista, es sacudir, impulsar a un autoexamen
riguroso y juntar esas conciencias aisladas alrededor de los problemas que
atañen a cada cual. En esta co-meditación de los muchos, cuando el hilo mental
se extiende de lo individual y lo cotidiano a lo que tiene significado
universal, se evidencian elementos provenientes del viejo espectáculo griego.
El “rito” del teatro sartreano no se reduce a la grandilocuencia ampulosa, ni a
la intimidad de una simple conversación, ni a alusiones irónicas, cuando lo
dicho es contrario a lo que se sobreentiende. Sartre siempre busca, y
frecuentemente logra, la unión de los espectadores y su concentración en torno
a los problemas existenciales tratados en sus piezas. La fuerza motriz del
teatro del dramaturgo francés radica en la lucha entre los diferentes valores y
las diversas “verdades” encarnadas en sus personajes; la elección de una línea
de conducta de los protagonistas, que tiene que ver con su ubicación en el
mundo y en la historia, es su culminación, y el análisis implacable, que no
reconoce ningunas prohibiciones ni tabúes, es su método.
La trama de Muertos sin sepultura (pieza
escrita por Sartre en 1946) describe un caso de la Resistencia francesa que
tuvo lugar dos años antes. Cinco guerrilleros capturados están encerrados en un
desván lleno de trastes y basura de una escuela pueblerina. Abajo, en una de
las aulas, les torturan a cada uno por separado para conseguir la información
sobre el paradero del jefe de su destacamento. A diferencia de sus compañeros
asesinados poco antes, a ellos se les dejaron algunas horas para pensar sobre
las próximas torturas e inminente ejecución, para reflexionar sobre sí mismos a
la luz de una muerte inevitable. Recluidos en cuatro paredes, ya no pueden ser
útiles a aquellos con quienes antes pelearon codo a codo. Ellos nada tienen que
esconder, ya que en realidad no saben el paradero de su jefe, y es eso lo que
los verdugos quieren saber a través de las torturas. Al ser prisioneros,
salieron de la vida y se desvanecieron; se esfumaron sus preocupaciones que aún
ayer les parecieron tan importantes: cada cual se encuentra con sus propios
pensamientos sobre el fin inevitable. Este fin, quizá, hubiera sido más
soportable, si hubieran tenido éxito o hubieran muerto en la acción. Sobre esto medita
con amargura uno de los encarcelados, Henri: “Morimos porque nos han dado
órdenes idiotas, porque las hemos ejecutado mal y nuestra muerte no es útil a
nadie. La causa no necesitaba que atacaran esta aldea. No lo necesitaba porque
el proyecto era irrealizable. La causa jamás da órdenes, jamás dice nada; somos
nosotros los que decidimos sus necesidades” (Sartre, 1996: 18).1 Bienaventurado
aquel quien cayó de repente en combate y no logró pensar sobre su muerte;
bienaventurado, ya que estaba luchando por una causa sagrada que justificó su
fin. Porque quien muere sin entregar todas sus fuerzas en aras de la causa para
la cual valía la pena vivir, se convierte en un muerto injustificado.
Y, sin embargo, el desván no es una celda
herméticamente cerrada. La vida irrumpe por diferentes medios: a través de la
voz del interlocutor de la radio, situada en una de las aulas de la planta
baja, que transmite noticias sobre los acontecimientos sucedidos en los
frentes; a través de los recuerdos sobre recientes combates e imágenes de los
parientes cercanos y también por medio de diversas conjeturas sobre el destino
de sus compañeros que quizá sobrevivirán y festejarán la victoria que está
cerca, muy cerca… Pero, y esto es lo principal, la vida les envía a su mensajero,
el jefe de su destacamento, Jean, que por azar cayó en el enredo y no fue
reconocido por los enemigos. Si no lo descubren, regresará a los suyos y traerá
un destacamento quizá para salvarlos o, por lo menos, para vengar su muerte. En
unas palabras, las víctimas, encerradas en su confrontación con la muerte
inmanente, están obligadas a cambiar la escala de su irremediable “aquí” y
“ahora” y conmensurarla según la escala del gran conflicto histórico en el que
están involucradas. El paso de un sistema de referencias a otro y su
confrontación constituye el nervio de la intriga en los Muertos sin sepultura.
El cautiverio sigue siendo un lugar terrible, un infierno, pero en éste la vida
continua: los detenidos a veces se impregnan de odio, resentimiento y envidia,
y a veces de desesperación por la libertad perdida y el amor destrozado; pero
de todos modos persiste una relación con el mundo de afuera. El cautiverio y la
cercanía de la muerte ineludible no pueden extenuar esa relación. El
sentenciado sigue siendo aquel que aspira a vivir a pesar de su condena, aún le
queda esta posibilidad y rechazarla significaría su autocondena.
El bisturí del análisis realizado por el
escritor francés es cruel hasta para una conciencia acostumbrada a los horrores
de la guerra. Con
la sangre fría de un cirujano anatomiza las cinco almas que están al borde de
la muerte, y lo hace con tal agudeza que supera la vasta literatura dedicada a
la autopsia sacrílega de la mente de los condenados a muerte en las mazmorras
nazis. La cercanía de la tortura y de la última hora desvela todas las capas
protectoras del cautivo, obligándole a descubrir sus verdaderas entrañas que ni
siquiera sospechaba en las condiciones normales de su vida.
De los cinco, sólo el griego Canoris, viejo
revolucionario y militante de la organización clandestina, no hace para sí
ningún descubrimiento: las cárceles, las torturas y los encuentros con la
muerte no eran algo nuevo para él. En cambio, la experiencia sagaz del veterano
le permite expresar la situación de los cautivos con una dura claridad: “Nada
de lo que pasa entre estas cuatro paredes tiene importancia. Espera o desespera:
no resultará nada” (Ídem). Qué cada uno haga lo que pueda para sufrir menos. No
tiene importancia ser cobarde ni valiente, orgulloso o humilde, genial u
ordinario. La situación nivela todas las diferencias, y en esto radica la
premisa de autenticidad que posee cada uno al entrar en la zona fronteriza con
la muerte.
El arresto casual de Jean, también puesto
en el desván, cambió radicalmente la situación inicial y puso en tela de juicio
el valor de esta misma autenticidad. Ahora los encarcelados tienen algo que
ocultar ante sus verdugos. Se estrecha el vínculo desvanecido con el mundo real
y de nuevo se construye un cierto campo de operaciones desde donde puedan
resistir a su enemigo. Soportar las torturas toma sentido no sólo por conservar
el autorrespeto a la hora final, sino también para proteger a sesenta
guerrilleros, compañeros de armas a quienes Jean –al salvarse y salir– les
advertirá y traerá para vengarse del enemigo. El comportamiento que hace poco
parecía no importar, ahora adquiere valor y ocasiona nuevas reflexiones y
actitudes entre los encarcelados. El “débil” Sorbier (quien había resistido
tenazmente los peligros de la vida guerrillera y quien ahora teme la debilidad
traidora de su cuerpo) se da cuenta de su real valor en esta nueva situación y
como héroe se arroja de la ventana antes de traicionar a sus compañeros. Henri,
por su parte, reflexiona: “¡Escucha!”, le dice a Jean. “Si no hubieras venido,
habríamos sufrido como animales sin saber por qué. Pero estás aquí y todo lo
que va a pasar ahora tendrá un sentido. Vamos a luchar. No por ti solo; por
todos los compañeros[…] Creí ser completamente inútil, pero ahora veo que hay
algo para lo cual soy necesario; con un poco de suerte podré quizá decirme que
no muero para nada” (Ibid.: 24). El “ser-para-la-vida”, el “ser-para-los-otros”
resulta más valioso que el “ser-para-la-muerte”, el último no es auténtico,
porque se parece al no-ser, esto es, a una sepultura aun cuando uno está vivo,
no importa si ésta es obligada o voluntaria.
En adelante la situación se dramatiza más y
se pone embrollada: entre Jean, a quien en el caso del silencio de los demás le
tocaría vivir, y sus compañeros, quienes defienden la vida de su jefe, pero que
están destinados a morir, se establece una solidaridad, pero preñada de
enajenación. En esta cae todo: la amistad, el amor y hasta los lazos fraternos
entre el hermano y la
hermana. Todo se derrumba, excepto la preocupación sobre el
asunto común, la idea de un éxito futuro en cuya luz las torturas sufridas no
serán en vano, así como tampoco la misma muerte. Justificar las aflicciones del
cuerpo, salvar su alma destrozada en aras de la salvación de su compañero es lo
único que les queda a los encarcelados. Y para eso hacen el último paso más
cruel y terrible: le toca a Henri estrangular a Francois, –joven de quince
años, hermano de Lucie– ya que él mismo y los otros consideraron que no
soportaría la tortura y que, involuntariamente, traicionaría a Jean. Los
cautivos hacen perecer al muchacho no en un arrebato de ensañamiento o
exasperación, sino deliberadamente, ya que no tienen otra salida, están
conducidos al límite terrible donde la vida de los sesenta compañeros pesa más
que una sola vida, y en esta situación otras consideraciones no valen nada.
Se puede, tanto como se quiera, reprocharle
a Sartre su insensibilidad o crueldad, su vejación a las leyes de la
misericordia, su traspaso del límite de lo admisible en el arte y, sin embargo,
hay que reconocerle su derecho a explorar los casos más extremos, ya que la
propia vida a veces nos acorrala en semejantes callejones sin salida. El
escritor francés no tiene prisa de condenar o justificar lo acontecido, pues
sólo una claridad sobre los motivos de los ejecutores pudiera establecer la
base para una sentencia definitiva. Pero justamente en este aspecto todo está
muy confuso. La brujería maligna de las torturas y las muertes de Sorbier y de
Francois no dejaron intactas las almas de los encarcelados. Resistir en aras de
una causa común significó para ellos una victoria sobre los verdugos, un
triunfo extenuante que recobró sus fuerzas físicas y morales. Paulatinamente la
tarea inmediata de la confrontación entre verdugos y encarcelados desplazaba la
meta final, la eclipsaba y sustituía. Imperceptiblemente las víctimas se
encerraron en su lucha contra los verdugos; están casi olvidadas todas las
demás consideraciones: sólo se da una competencia pura, un juego mortal; los
antagonistas quieren ganar, y el resto no tiene ningún significado. El jefe de
los verdugos dice: “Quiero que hablen. Al cuerno con lo que merecen. Quiero que
cedan. No se las darán de mártires delante de mí” (Ibid.: 49). Entre las
víctimas y los carceleros se establece una especie de vínculo antagónico.
Lucie, enamorada de Jean, que se encuentra entre los cautivos se aparta de él y
admite: “Los odio pero estoy en sus manos. Y yo los tengo en las mías. Me
siento más cerca de ellos que de ti” (Ibid.: 44). ¿Significa esto que de
antemano triunfa la muerte? Y los que piensan que todavía sirven a la vida, en
realidad ¿no son más que almas muertas, habitantes del reino de ultratumba? ¿A
nombre de qué tipo de victoria fue sacrificado el muchacho, el hermano de
Lucie? ¿El chico quizá fue un comodín en un juego monstruoso, para vencer la
última apuesta del adversario antes de morir? ¿O el muchacho fue estrangulado
realmente para salvar a los guerrilleros?
No hay respuesta a estas preguntas, ya que
Sartre se rehúsa a juzgar a partir de intenciones. Los hechos son los únicos
que pueden confirmar o rechazar las sospechas y derramar una luz definitiva a
lo sucedido. Y para probar estas sospechas se da un viraje brusco de la intriga
y otra vez les regresa a los tres sobrevivientes la libertad de acción: ante
ellos se abre una puerta, por lo menos, una rendija de esperanza para salir con
vida. Jean fue puesto en libertad, pero antes había prometido a sus compañeros
colocar sus documentos de identidad en el cadáver de uno de los guerrilleros
asesinados en vísperas, y podían denunciar que ese cuerpo era de Jean y así
dirigir a los perseguidores por huellas falsas. En el último interrogatorio,
Landrieu, jefe de los policías, prometió a todos el indulto, a condición de que
le dieran la información necesaria. Ante esta nueva situación, los prisioneros
tenían dos opciones: rechazar el indulto y con esto demostrar que de aquí en
adelante por siempre pertenecen a la muerte; o fingir el titubeo y tratar de
engañar a los verdugos y, quizá, obtener la vida. La elección debe otorgarle uno u otro
sentido al asesinato del muchacho. De esta elección depende la resolución de la
disputa sobre la modestia y el orgullo que estalló al principio de la pieza
entre Henri y Canoris y luego, apagándose o encendiéndose, pasa a través de
todas las peripecias de la tragedia.
Henri, ex-estudiante de medicina, se siente
afligido por la conciencia de su insignificancia ontológica, de la casualidad
de su nacimiento y de lo inminente de su desaparición. Ante la alteridad del
mundo no encuentra ninguna “justificación” para su existencia; se siente
“inútil” y “de sobra”: hubiera podido ser, hubiera podido no ser; es
sustituible y desaparecerá sin dejar detrás de sí ninguna huella en el
universo. Él eligió la guerrilla para sentirse útil entre sus semejantes, para
liberarse del pesado sentimiento de su insignificancia en esta tierra. El
fracaso, el arresto y la pronta ejecución, razona Henri consigo mismo, mostró
la futilidad de estas esperanzas. Parece ser que Henri está cerca de encontrar
la misma esencia del destino del hombre, poco consolable, pero, sin embargo,
esencia. Y otra vez le apodera la angustia por alguna culpa ignota o por algún
error irremediable, aunque no sabe si es su propio error o se trata de un
defecto de la misma vida que produce una “caña pensante” sin preocuparse de
otorgar una pequeña razón en su creación y en su existencia efímera. Canoris
advierte irónicamente: quizá para el incrédulo Henri es necesario un confesor
que le otorgue la salvación del alma. “Te ocupas demasiado de ti, Henri;
quieres salvar tu vida […]. Sufres porque piensas mucho en ti, buscas algunas
justificaciones para tu existencia, si no en la providencia divina, por lo
menos en su sustituto terrenal, no menos sagrado” (Ibid.: 53). El mismo Canoris
es más modesto. Siempre le importó poco su propia persona, vivió para una causa
con la cual se identificó y se consideró muerto desde aquel momento cuando dejó
de ser útil. La victoria en el combate histórico contra el fascismo, en que se
había incorporado desde hace tiempo y fuera del cual no concebía su existencia,
había sido para él una razón suficiente que justificaba su vida y su muerte. No
era necesario ningún argumento complementario ya fuera religioso u ontológico.
En la figura monolítica de este soldado de la clandestinidad, templado en la
lucha contra el fascismo, que no sabe del miedo ni de las dudas, Sartre
personifica al mismo pueblo que desde siempre sabe con quien está, contra quién
y para qué luchar y en aras de qué vivir en esta tierra.
Al principio parece que la diferencia entre
la modestia de Canoris y el orgullo de Henri no tiene gran significado: cuando
la muerte es inminente, no importa cómo uno la encontrará. El
asesinato de Francois había complicado la situación, aunque no a tal grado como
para descubrir la raíz de la angustia de Henri. La muerte del muchacho engendró
una perplejidad complementaria en su mente: no puede ignorar el reproche de
Jean que le había acusado de haber estrangulado por orgullo y no tanto por una
causa común ni por la defensa de sus compañeros, sino para sí mismo, para que
la posible traición de Francois no le quitara la justificación de su muerte,
para que pudiera rectificar su debilidad expresada durante el primer
interrogatorio y salir victorioso en el combate contra los verdugos y antes del
fusilamiento mirarlos con orgullo. Él mismo no puede establecer exactamente
cuál fue el motivo que le hizo estrangular al muchacho. Al fin y al cabo, esto
tampoco tiene gran importancia y Canoris le dice: “Era preciso que muriera; si
hubiese estado más cerca de mí, habría sido yo el que hubiera apretado” (Ibid.:
42). Así que esa discusión todavía no tiene gran importancia, la adquiere
cuando aparece la posibilidad de salir con vida. Henri no quiere vivir, él ganó
la partida y ahora puede morir con orgullo, reconciliándose consigo mismo.
Durante las torturas se ha persuadido, una vez más, que un mundo que engendra
monstruos como sus torturadores es absurdo, abominable y repugnante. Y cuando
se presenta el momento de abandonarlo sin tacha, sería demasiado estúpido no
aprovechar la ocasión. La
paz y la tranquilidad consiste, según esta lógica, en no perder por casualidad
la autenticidad y la grandeza del espíritu alcanzadas en el encuentro con la
muerte, pues no se excluye que mañana la vida lleve a otras trampas. ¿No es
mejor morir a tiempo como un héroe? De esta manera la elección inicial revela
su incógnita: el orgullo se mantiene por la preocupación de la “salvación del
alma” puramente individual y está dispuesta a desatender la causa común. En
este tipo de heroísmo se esconde el temor de tropezar en el siguiente paso, no
tiene mucha confianza en su propia libertad y prefiere la muerte a una vida
donde le esperan diferentes desilusiones. Para Henri destrozado por la
desesperación y caído en la apatía, el mundo se convierte en algo muerto y
estéril.
El fornido griego Canoris en apariencia es
ajeno a los personajes predilectos de Sartre y, sin embargo, la verdad y la
valentía se otorgan a él y no al intelectual agitado, Henri. Canoris es quince
años mayor que éste, su cansancio se acumuló por la edad y lo torturaron más
duramente que a los demás. Tampoco se aferra a la vida y le es fácil
abandonarla. Pero la elige porque la muerte es inútil, estando vivo puede
ayudar a una causa común: “nos han derrengado un poco, pero todavía somos
perfectamente utilizables[…] No se pueden despilfarrar tres vidas[…] No tenemos
derecho a morir para nada[…] Hay compañeros a quienes ayudar. Hay que trabajar;
uno se salva de añadidura” (Ibid.: 52-53). Canoris considera que el hombre que
cae en la apatía es precisamente quien abdica de la vida; ésta renace si se
atreve a la autoafirmación, a la rebelión contra las circunstancias, por
adversas que sean. El hombre es responsable no sólo de su vida, sino también de
su muerte, pero sobre todo es responsable de elegir el motivo al cual concederá
su preferencia. Tras cada argumento se revela tanto la firmeza individual como
la madurez del pensamiento de este soldado de la Resistencia. El
“ser-para-otros” es algo más digno y más auténtico que el deseo de morir de
acuerdo consigo mismo que profesa Henri. El “ser-para-otros” exige del hombre
la fidelidad a su deber, la templanza del alma, la resistencia y la sabiduría
vital que son atributos propios sólo de las personas extraordinarias, a pesar
de su modestia externa. El heroísmo humilde de servir a la gente es más
difícil, pero más noble que el heroísmo de un gesto, preocupado en primer lugar
por la salvación de su propia alma sin importar si ésta se piensa a la manera
religiosa o laica.
Inicialmente, la confrontación entre Henri
y Canoris es más bien especulativa, pero al final de la conversación tratan el
episodio más morboso que sucedió en el desván: el asesinato de Francois. De su
última elección depende la respuesta pendiente a la pregunta dolorosa: ¿en aras
de qué fue sacrificado el muchacho? Si Henri prefiere la muerte, entonces él
mismo firma su propia sentencia: la causa para él resulta menos importante que
él mismo; él estranguló al hermano de Lucie no tanto para salvar a sesenta de
sus compañeros, sino para no perder la esperanza de un final digno de triunfo y
admiración. Por consiguiente, su decisión es una decisión individualista.
“Escucha Henri”, enuncia su último argumento Canoris, “si mueres hoy queda
trabada la línea; lo mataste por orgullo, está decidido para siempre. Si
vives[…] entonces nada se ha detenido: por tu vida entera será juzgado cada uno
de tus actos. Si te dejas matar cuando puedes seguir trabajando, no habrá nada
más absurdo que tu muerte” (Ibid.: 53). Resulta que la “salvación” individual
radica en la modestia, en el regreso, contrariamente a todos los obstáculos, a
las filas de los combatientes. Sólo el trabajo para el bien colectivo puede,
según Canoris, servir como justificación de la muerte del muchacho y de
aquellos quienes por su silencio la sancionaron.
Pero la aceptación de Henri a los
argumentos de Canoris no es todo, la última palabra pertenece a Lucie y con
ella las cosas están más complicadas. Ella sufrió pruebas más duras y hasta
cierto punto incomparables a las experimentadas por los demás: durante la
tortura fue violada y con su consentimiento silencioso fue asesinado su hermano
menor. Además, es más intuitiva y, en comparación con Henri, que en todo trata
de buscar una razón, ella es menos susceptible a los argumentos de Canoris. Las
conmociones anteriores le inculcaron aversión a su cuerpo violado y a su honor
ultrajado, agotaron sus fuerzas y vaciaron su alma. Esta mujer, que antes se
había destacado entre sus compañeros por su adhesión a los recuerdos sobre los
instantes puros y alegres del pasado, ahora está enterrada en su deseo de
desaparecer de la haz de la
tierra. Les dice a Canoris y Henri: “cargué con todo el mal;
es preciso que me supriman y todo ese mal conmigo. ¡Idos! Idos a vivir ya que
podéis aceptaros. Yo me odio y deseo que después de mi muerte todo sea en la
tierra como si nunca hubiese existido” (Ídem). La han envilecido tanto que
anhela la muerte quizá sólo para poder humillar a sus violadores antes de ser
fusilada, obligarlos a reconocer el triunfo de lo que le queda de su espíritu
agotado. Ningún argumento es capaz de reconvencerla, ya que le parece que su
sufrimiento escapa al tiempo y que su dolor sin fin es imposible de redimir,
por lo que no existe recurso, salvo la muerte. Y aquí Sartre encuentra una salida, al
“darle la palabra” a la propia naturaleza, el símbolo de la vida. Detrás de la
ventana cae la lluvia, al principio ligera y espaciada, luego en gruesas gotas
presurosas; esta lluvia generosa distensiona y trae la frescura que alivia el
espíritu deprimido de los encarcelados. El chaparrón estival dispersa la
pesadilla que agobió la razón agotada de Lucie y le regresa la capacidad de
llorar y reír, resucita su voluntad apagada y le provoca el anhelo de vivir a
pesar de los sufrimientos y hacer a un lado el atrayente deseo de descansar en la muerte. Un ímpetu
espontáneo la impulsa a exclamar: “¡Me gusta vivir, me gusta vivir!”, y la
esperanza, una esperanza tímida, eclipsada por la pesadilla de lo sucedido,
empieza a brotar de su alma. Esto es un indicador de que ella no había estado más
allá de la vida, y que el desierto de no ser aún no había devorado su corazón.
El capricho siniestro de uno de los
verdugos que se atrevió, por vileza sádica o bribonada monstruosa, a
desobedecer la orden del jefe y fusilar a los encarcelados, pone fin a este
resurgimiento de la
esperanza. Los muertos yacen sin sepultura en el patio
escolar: perecieron no como mártires, sino como vencedores, ya que callaron
durante las torturas, no traicionaron a sus compañeros y no cedieron ante sus
verdugos. Hicieron incluso más: superaron la enajenación siniestra que entierra
a los vivos destinados a la muerte, que los separa de sus compañeros y amigos y
que los empuja a renunciar a todo aquello que consideraban su vocación en la tierra. Superaron
también el deseo de encontrar en la muerte el último refugio. En lugar del
autosacrificio ellos prefirieron el servicio a la causa común, a la lucha
contra el fascismo. Sartre no cierra los ojos ante los principios destructivos
que actúan en los seres humanos y que mutilan sus almas, convirtiéndolos en
verdugos o víctimas, pero al mismo tiempo nos muestra la altura a que pueden
llegar las almas animadas por la solidaridad y el humanismo. LC