15/5/12

La dramaturgia de Jean-Paul Sartre: Muertos sin sepultura


Mijail Malishev y Manola Sepúlveda

En la dramaturgia del siglo XX destacan dos tipos de teatro: el que hace énfasis en la representación y el que lo hace en las vivencias. En el marco de esta clasificación, la dramaturgia de Jean-Paul Sartre puede ser denominada como teatro de reflexión, pues cada una de sus piezas es un encuentro de un Sartre pensador-existencialista con un Sartre dramaturgo-moralista. La parábola y el panfleto manifiestan dos polos de la expresión de sus ideas, pero en ambos casos el teatro del escritor francés tiene un carácter intelectual que causa en el espectador una combinación de vivencias inmediatas y espontáneas con una meditación profunda. En sus piezas, el público se ve obligado a pensar no sólo sobre las colisiones y desbarajustes de la vida cotidiana, sino sobre los problemas con que nos topamos en situaciones-límite y sobre los cuales tenemos que reflexionar frecuentemente desgarrados por las antinomias morales. La tortura por el pensar es un estado habitual en los personajes del escritor francés, quienes a menudo se encuentran al borde de tomar una elección fundamental para su vida, eligiendo entre ser o no ser. Al proferir “sí” a una de las posibilidades, no sólo conservan su vida o firman su condena mortal, sino que construyen el fundamento de su existencia y asumen las consecuencias que se desprenden de tal opción. Estando cara a cara con la vida, la historia, el Estado, y en situaciones en que todos los vínculos habituales se descomponen, el protagonista con su elección, a veces la única posible, define su propio destino, por lo que carga en sus hombros una responsabilidad enorme y frecuentemente superior a sus fuerzas. Escoger una línea de comportamiento y, por lo tanto, elegirse a sí mismo, significa para los personajes de las piezas de Sartre un intento de otorgarle sentido a su vida y a la de la gente que les rodea.

Desde luego que la marcha de la historia podría no sufrir ningún cambio resultante de esta elección y posiblemente borraría de su camino el grano de arena humano que se rebela contra el “férreo” trayecto del devenir. Pero ante la propia conciencia del protagonista –el último juez de sí mismo, ahí donde no existe la providencia divina ni sus sustitutos mundanos– sólo es digno de denominarse persona aquel quien, a pesar de su fragilidad y vulnerabilidad, defiende la “verdad” de su proyecto. En esto consiste su pasión, pero ésta no es simplemente una tempestad de emociones casuales que provienen no se sabe de dónde ni por qué, sino de una convicción madura cargada por una idea, realizada por decisión y convertida en vocación. La afirmación, resistencia y tensión aparecen sólo cuando el hombre es activo en sus diversas situaciones: algo desea, algo reclama, contra algo se resiste y se afirma a sí mismo pese a las circunstancias adversas. Para el sujeto destrozado por la desesperación o caído en la apatía, la realidad se convierte en algo muerto, estéril y carente de cualquier sentido. El hombre inclinado al fatalismo se lamenta de que la realidad se ha vuelto insulsa o cruel y por eso cae en la desesperación, mientras que, según Sartre, la verdad es la opuesta: el hombre que cae en la apatía o en la desesperación es precisamente aquel que hace que una situación sea apática o desesperada: el sujeto renace si se atreve a la autoafirmación o a la rebelión contra las circunstancias. Si no actúa así, si cede a la desesperación o a la apatía, muere culpable por no hacer lo que hubiera podido para cambiar su mundo y dotarlo de más justicia y valor. Según el pensador francés, el hombre es responsable tanto de elegir la fuente que pueda saciar su sed de autoafirmación como de encontrar el motivo al cual le concederá su preferencia. Si el hombre cede a la apatía, al egoísmo y a la desesperación significa que prefirió su miedo ante el dolor y ante la muerte, y con éste colmó su proyecto existencial que le estaba destinado para algo más noble y elevado. En esta sustitución radica su culpa metafísica y su desviación de la responsabilidad ante sí mismo.

Pero la elección de sí mismo no se lleva a cabo en el vacío, sino en situaciones concretas que, desde el inicio, presuponen un abanico de opciones existenciales. La situación, en el teatro de Sartre, está abierta a los espectadores y les invita insistentemente a mirarse en ella como en un espejo y a no percibirla como un cuadro inmóvil. El espejo está colocado de tal modo que el público, conmovido por los acontecimientos escénicos, no sea absorbido por ellos hasta el grado de olvidarse de sí, sino que está obligado a regresar a su interior y revisar sus sentimientos y comportamientos a partir de normas morales más responsables y exigentes. Por eso el espectáculo, en opinión de Sartre, es una especie de catalizador de energía mental (escondida detrás de los quehaceres cotidianos) destinado a despertar la conciencia de aquellos que por las noches van a verlo. La tarea del teatro, desde tal punto de vista, es sacudir, impulsar a un autoexamen riguroso y juntar esas conciencias aisladas alrededor de los problemas que atañen a cada cual. En esta co-meditación de los muchos, cuando el hilo mental se extiende de lo individual y lo cotidiano a lo que tiene significado universal, se evidencian elementos provenientes del viejo espectáculo griego. El “rito” del teatro sartreano no se reduce a la grandilocuencia ampulosa, ni a la intimidad de una simple conversación, ni a alusiones irónicas, cuando lo dicho es contrario a lo que se sobreentiende. Sartre siempre busca, y frecuentemente logra, la unión de los espectadores y su concentración en torno a los problemas existenciales tratados en sus piezas. La fuerza motriz del teatro del dramaturgo francés radica en la lucha entre los diferentes valores y las diversas “verdades” encarnadas en sus personajes; la elección de una línea de conducta de los protagonistas, que tiene que ver con su ubicación en el mundo y en la historia, es su culminación, y el análisis implacable, que no reconoce ningunas prohibiciones ni tabúes, es su método.

La trama de Muertos sin sepultura (pieza escrita por Sartre en 1946) describe un caso de la Resistencia francesa que tuvo lugar dos años antes. Cinco guerrilleros capturados están encerrados en un desván lleno de trastes y basura de una escuela pueblerina. Abajo, en una de las aulas, les torturan a cada uno por separado para conseguir la información sobre el paradero del jefe de su destacamento. A diferencia de sus compañeros asesinados poco antes, a ellos se les dejaron algunas horas para pensar sobre las próximas torturas e inminente ejecución, para reflexionar sobre sí mismos a la luz de una muerte inevitable. Recluidos en cuatro paredes, ya no pueden ser útiles a aquellos con quienes antes pelearon codo a codo. Ellos nada tienen que esconder, ya que en realidad no saben el paradero de su jefe, y es eso lo que los verdugos quieren saber a través de las torturas. Al ser prisioneros, salieron de la vida y se desvanecieron; se esfumaron sus preocupaciones que aún ayer les parecieron tan importantes: cada cual se encuentra con sus propios pensamientos sobre el fin inevitable. Este fin, quizá, hubiera sido más soportable, si hubieran tenido éxito o hubieran muerto en la acción. Sobre esto medita con amargura uno de los encarcelados, Henri: “Morimos porque nos han dado órdenes idiotas, porque las hemos ejecutado mal y nuestra muerte no es útil a nadie. La causa no necesitaba que atacaran esta aldea. No lo necesitaba porque el proyecto era irrealizable. La causa jamás da órdenes, jamás dice nada; somos nosotros los que decidimos sus necesidades” (Sartre, 1996: 18).1 Bienaventurado aquel quien cayó de repente en combate y no logró pensar sobre su muerte; bienaventurado, ya que estaba luchando por una causa sagrada que justificó su fin. Porque quien muere sin entregar todas sus fuerzas en aras de la causa para la cual valía la pena vivir, se convierte en un muerto injustificado.

Y, sin embargo, el desván no es una celda herméticamente cerrada. La vida irrumpe por diferentes medios: a través de la voz del interlocutor de la radio, situada en una de las aulas de la planta baja, que transmite noticias sobre los acontecimientos sucedidos en los frentes; a través de los recuerdos sobre recientes combates e imágenes de los parientes cercanos y también por medio de diversas conjeturas sobre el destino de sus compañeros que quizá sobrevivirán y festejarán la victoria que está cerca, muy cerca… Pero, y esto es lo principal, la vida les envía a su mensajero, el jefe de su destacamento, Jean, que por azar cayó en el enredo y no fue reconocido por los enemigos. Si no lo descubren, regresará a los suyos y traerá un destacamento quizá para salvarlos o, por lo menos, para vengar su muerte. En unas palabras, las víctimas, encerradas en su confrontación con la muerte inmanente, están obligadas a cambiar la escala de su irremediable “aquí” y “ahora” y conmensurarla según la escala del gran conflicto histórico en el que están involucradas. El paso de un sistema de referencias a otro y su confrontación constituye el nervio de la intriga en los Muertos sin sepultura. El cautiverio sigue siendo un lugar terrible, un infierno, pero en éste la vida continua: los detenidos a veces se impregnan de odio, resentimiento y envidia, y a veces de desesperación por la libertad perdida y el amor destrozado; pero de todos modos persiste una relación con el mundo de afuera. El cautiverio y la cercanía de la muerte ineludible no pueden extenuar esa relación. El sentenciado sigue siendo aquel que aspira a vivir a pesar de su condena, aún le queda esta posibilidad y rechazarla significaría su autocondena.

El bisturí del análisis realizado por el escritor francés es cruel hasta para una conciencia acostumbrada a los horrores de la guerra. Con la sangre fría de un cirujano anatomiza las cinco almas que están al borde de la muerte, y lo hace con tal agudeza que supera la vasta literatura dedicada a la autopsia sacrílega de la mente de los condenados a muerte en las mazmorras nazis. La cercanía de la tortura y de la última hora desvela todas las capas protectoras del cautivo, obligándole a descubrir sus verdaderas entrañas que ni siquiera sospechaba en las condiciones normales de su vida.

De los cinco, sólo el griego Canoris, viejo revolucionario y militante de la organización clandestina, no hace para sí ningún descubrimiento: las cárceles, las torturas y los encuentros con la muerte no eran algo nuevo para él. En cambio, la experiencia sagaz del veterano le permite expresar la situación de los cautivos con una dura claridad: “Nada de lo que pasa entre estas cuatro paredes tiene importancia. Espera o desespera: no resultará nada” (Ídem). Qué cada uno haga lo que pueda para sufrir menos. No tiene importancia ser cobarde ni valiente, orgulloso o humilde, genial u ordinario. La situación nivela todas las diferencias, y en esto radica la premisa de autenticidad que posee cada uno al entrar en la zona fronteriza con la muerte.

El arresto casual de Jean, también puesto en el desván, cambió radicalmente la situación inicial y puso en tela de juicio el valor de esta misma autenticidad. Ahora los encarcelados tienen algo que ocultar ante sus verdugos. Se estrecha el vínculo desvanecido con el mundo real y de nuevo se construye un cierto campo de operaciones desde donde puedan resistir a su enemigo. Soportar las torturas toma sentido no sólo por conservar el autorrespeto a la hora final, sino también para proteger a sesenta guerrilleros, compañeros de armas a quienes Jean –al salvarse y salir– les advertirá y traerá para vengarse del enemigo. El comportamiento que hace poco parecía no importar, ahora adquiere valor y ocasiona nuevas reflexiones y actitudes entre los encarcelados. El “débil” Sorbier (quien había resistido tenazmente los peligros de la vida guerrillera y quien ahora teme la debilidad traidora de su cuerpo) se da cuenta de su real valor en esta nueva situación y como héroe se arroja de la ventana antes de traicionar a sus compañeros. Henri, por su parte, reflexiona: “¡Escucha!”, le dice a Jean. “Si no hubieras venido, habríamos sufrido como animales sin saber por qué. Pero estás aquí y todo lo que va a pasar ahora tendrá un sentido. Vamos a luchar. No por ti solo; por todos los compañeros[…] Creí ser completamente inútil, pero ahora veo que hay algo para lo cual soy necesario; con un poco de suerte podré quizá decirme que no muero para nada” (Ibid.: 24). El “ser-para-la-vida”, el “ser-para-los-otros” resulta más valioso que el “ser-para-la-muerte”, el último no es auténtico, porque se parece al no-ser, esto es, a una sepultura aun cuando uno está vivo, no importa si ésta es obligada o voluntaria.

En adelante la situación se dramatiza más y se pone embrollada: entre Jean, a quien en el caso del silencio de los demás le tocaría vivir, y sus compañeros, quienes defienden la vida de su jefe, pero que están destinados a morir, se establece una solidaridad, pero preñada de enajenación. En esta cae todo: la amistad, el amor y hasta los lazos fraternos entre el hermano y la hermana. Todo se derrumba, excepto la preocupación sobre el asunto común, la idea de un éxito futuro en cuya luz las torturas sufridas no serán en vano, así como tampoco la misma muerte. Justificar las aflicciones del cuerpo, salvar su alma destrozada en aras de la salvación de su compañero es lo único que les queda a los encarcelados. Y para eso hacen el último paso más cruel y terrible: le toca a Henri estrangular a Francois, –joven de quince años, hermano de Lucie– ya que él mismo y los otros consideraron que no soportaría la tortura y que, involuntariamente, traicionaría a Jean. Los cautivos hacen perecer al muchacho no en un arrebato de ensañamiento o exasperación, sino deliberadamente, ya que no tienen otra salida, están conducidos al límite terrible donde la vida de los sesenta compañeros pesa más que una sola vida, y en esta situación otras consideraciones no valen nada.

Se puede, tanto como se quiera, reprocharle a Sartre su insensibilidad o crueldad, su vejación a las leyes de la misericordia, su traspaso del límite de lo admisible en el arte y, sin embargo, hay que reconocerle su derecho a explorar los casos más extremos, ya que la propia vida a veces nos acorrala en semejantes callejones sin salida. El escritor francés no tiene prisa de condenar o justificar lo acontecido, pues sólo una claridad sobre los motivos de los ejecutores pudiera establecer la base para una sentencia definitiva. Pero justamente en este aspecto todo está muy confuso. La brujería maligna de las torturas y las muertes de Sorbier y de Francois no dejaron intactas las almas de los encarcelados. Resistir en aras de una causa común significó para ellos una victoria sobre los verdugos, un triunfo extenuante que recobró sus fuerzas físicas y morales. Paulatinamente la tarea inmediata de la confrontación entre verdugos y encarcelados desplazaba la meta final, la eclipsaba y sustituía. Imperceptiblemente las víctimas se encerraron en su lucha contra los verdugos; están casi olvidadas todas las demás consideraciones: sólo se da una competencia pura, un juego mortal; los antagonistas quieren ganar, y el resto no tiene ningún significado. El jefe de los verdugos dice: “Quiero que hablen. Al cuerno con lo que merecen. Quiero que cedan. No se las darán de mártires delante de mí” (Ibid.: 49). Entre las víctimas y los carceleros se establece una especie de vínculo antagónico. Lucie, enamorada de Jean, que se encuentra entre los cautivos se aparta de él y admite: “Los odio pero estoy en sus manos. Y yo los tengo en las mías. Me siento más cerca de ellos que de ti” (Ibid.: 44). ¿Significa esto que de antemano triunfa la muerte? Y los que piensan que todavía sirven a la vida, en realidad ¿no son más que almas muertas, habitantes del reino de ultratumba? ¿A nombre de qué tipo de victoria fue sacrificado el muchacho, el hermano de Lucie? ¿El chico quizá fue un comodín en un juego monstruoso, para vencer la última apuesta del adversario antes de morir? ¿O el muchacho fue estrangulado realmente para salvar a los guerrilleros?

No hay respuesta a estas preguntas, ya que Sartre se rehúsa a juzgar a partir de intenciones. Los hechos son los únicos que pueden confirmar o rechazar las sospechas y derramar una luz definitiva a lo sucedido. Y para probar estas sospechas se da un viraje brusco de la intriga y otra vez les regresa a los tres sobrevivientes la libertad de acción: ante ellos se abre una puerta, por lo menos, una rendija de esperanza para salir con vida. Jean fue puesto en libertad, pero antes había prometido a sus compañeros colocar sus documentos de identidad en el cadáver de uno de los guerrilleros asesinados en vísperas, y podían denunciar que ese cuerpo era de Jean y así dirigir a los perseguidores por huellas falsas. En el último interrogatorio, Landrieu, jefe de los policías, prometió a todos el indulto, a condición de que le dieran la información necesaria. Ante esta nueva situación, los prisioneros tenían dos opciones: rechazar el indulto y con esto demostrar que de aquí en adelante por siempre pertenecen a la muerte; o fingir el titubeo y tratar de engañar a los verdugos y, quizá, obtener la vida. La elección debe otorgarle uno u otro sentido al asesinato del muchacho. De esta elección depende la resolución de la disputa sobre la modestia y el orgullo que estalló al principio de la pieza entre Henri y Canoris y luego, apagándose o encendiéndose, pasa a través de todas las peripecias de la tragedia.

Henri, ex-estudiante de medicina, se siente afligido por la conciencia de su insignificancia ontológica, de la casualidad de su nacimiento y de lo inminente de su desaparición. Ante la alteridad del mundo no encuentra ninguna “justificación” para su existencia; se siente “inútil” y “de sobra”: hubiera podido ser, hubiera podido no ser; es sustituible y desaparecerá sin dejar detrás de sí ninguna huella en el universo. Él eligió la guerrilla para sentirse útil entre sus semejantes, para liberarse del pesado sentimiento de su insignificancia en esta tierra. El fracaso, el arresto y la pronta ejecución, razona Henri consigo mismo, mostró la futilidad de estas esperanzas. Parece ser que Henri está cerca de encontrar la misma esencia del destino del hombre, poco consolable, pero, sin embargo, esencia. Y otra vez le apodera la angustia por alguna culpa ignota o por algún error irremediable, aunque no sabe si es su propio error o se trata de un defecto de la misma vida que produce una “caña pensante” sin preocuparse de otorgar una pequeña razón en su creación y en su existencia efímera. Canoris advierte irónicamente: quizá para el incrédulo Henri es necesario un confesor que le otorgue la salvación del alma. “Te ocupas demasiado de ti, Henri; quieres salvar tu vida […]. Sufres porque piensas mucho en ti, buscas algunas justificaciones para tu existencia, si no en la providencia divina, por lo menos en su sustituto terrenal, no menos sagrado” (Ibid.: 53). El mismo Canoris es más modesto. Siempre le importó poco su propia persona, vivió para una causa con la cual se identificó y se consideró muerto desde aquel momento cuando dejó de ser útil. La victoria en el combate histórico contra el fascismo, en que se había incorporado desde hace tiempo y fuera del cual no concebía su existencia, había sido para él una razón suficiente que justificaba su vida y su muerte. No era necesario ningún argumento complementario ya fuera religioso u ontológico. En la figura monolítica de este soldado de la clandestinidad, templado en la lucha contra el fascismo, que no sabe del miedo ni de las dudas, Sartre personifica al mismo pueblo que desde siempre sabe con quien está, contra quién y para qué luchar y en aras de qué vivir en esta tierra.

Al principio parece que la diferencia entre la modestia de Canoris y el orgullo de Henri no tiene gran significado: cuando la muerte es inminente, no importa cómo uno la encontrará. El asesinato de Francois había complicado la situación, aunque no a tal grado como para descubrir la raíz de la angustia de Henri. La muerte del muchacho engendró una perplejidad complementaria en su mente: no puede ignorar el reproche de Jean que le había acusado de haber estrangulado por orgullo y no tanto por una causa común ni por la defensa de sus compañeros, sino para sí mismo, para que la posible traición de Francois no le quitara la justificación de su muerte, para que pudiera rectificar su debilidad expresada durante el primer interrogatorio y salir victorioso en el combate contra los verdugos y antes del fusilamiento mirarlos con orgullo. Él mismo no puede establecer exactamente cuál fue el motivo que le hizo estrangular al muchacho. Al fin y al cabo, esto tampoco tiene gran importancia y Canoris le dice: “Era preciso que muriera; si hubiese estado más cerca de mí, habría sido yo el que hubiera apretado” (Ibid.: 42). Así que esa discusión todavía no tiene gran importancia, la adquiere cuando aparece la posibilidad de salir con vida. Henri no quiere vivir, él ganó la partida y ahora puede morir con orgullo, reconciliándose consigo mismo. Durante las torturas se ha persuadido, una vez más, que un mundo que engendra monstruos como sus torturadores es absurdo, abominable y repugnante. Y cuando se presenta el momento de abandonarlo sin tacha, sería demasiado estúpido no aprovechar la ocasión. La paz y la tranquilidad consiste, según esta lógica, en no perder por casualidad la autenticidad y la grandeza del espíritu alcanzadas en el encuentro con la muerte, pues no se excluye que mañana la vida lleve a otras trampas. ¿No es mejor morir a tiempo como un héroe? De esta manera la elección inicial revela su incógnita: el orgullo se mantiene por la preocupación de la “salvación del alma” puramente individual y está dispuesta a desatender la causa común. En este tipo de heroísmo se esconde el temor de tropezar en el siguiente paso, no tiene mucha confianza en su propia libertad y prefiere la muerte a una vida donde le esperan diferentes desilusiones. Para Henri destrozado por la desesperación y caído en la apatía, el mundo se convierte en algo muerto y estéril.

El fornido griego Canoris en apariencia es ajeno a los personajes predilectos de Sartre y, sin embargo, la verdad y la valentía se otorgan a él y no al intelectual agitado, Henri. Canoris es quince años mayor que éste, su cansancio se acumuló por la edad y lo torturaron más duramente que a los demás. Tampoco se aferra a la vida y le es fácil abandonarla. Pero la elige porque la muerte es inútil, estando vivo puede ayudar a una causa común: “nos han derrengado un poco, pero todavía somos perfectamente utilizables[…] No se pueden despilfarrar tres vidas[…] No tenemos derecho a morir para nada[…] Hay compañeros a quienes ayudar. Hay que trabajar; uno se salva de añadidura” (Ibid.: 52-53). Canoris considera que el hombre que cae en la apatía es precisamente quien abdica de la vida; ésta renace si se atreve a la autoafirmación, a la rebelión contra las circunstancias, por adversas que sean. El hombre es responsable no sólo de su vida, sino también de su muerte, pero sobre todo es responsable de elegir el motivo al cual concederá su preferencia. Tras cada argumento se revela tanto la firmeza individual como la madurez del pensamiento de este soldado de la Resistencia. El “ser-para-otros” es algo más digno y más auténtico que el deseo de morir de acuerdo consigo mismo que profesa Henri. El “ser-para-otros” exige del hombre la fidelidad a su deber, la templanza del alma, la resistencia y la sabiduría vital que son atributos propios sólo de las personas extraordinarias, a pesar de su modestia externa. El heroísmo humilde de servir a la gente es más difícil, pero más noble que el heroísmo de un gesto, preocupado en primer lugar por la salvación de su propia alma sin importar si ésta se piensa a la manera religiosa o laica.

Inicialmente, la confrontación entre Henri y Canoris es más bien especulativa, pero al final de la conversación tratan el episodio más morboso que sucedió en el desván: el asesinato de Francois. De su última elección depende la respuesta pendiente a la pregunta dolorosa: ¿en aras de qué fue sacrificado el muchacho? Si Henri prefiere la muerte, entonces él mismo firma su propia sentencia: la causa para él resulta menos importante que él mismo; él estranguló al hermano de Lucie no tanto para salvar a sesenta de sus compañeros, sino para no perder la esperanza de un final digno de triunfo y admiración. Por consiguiente, su decisión es una decisión individualista. “Escucha Henri”, enuncia su último argumento Canoris, “si mueres hoy queda trabada la línea; lo mataste por orgullo, está decidido para siempre. Si vives[…] entonces nada se ha detenido: por tu vida entera será juzgado cada uno de tus actos. Si te dejas matar cuando puedes seguir trabajando, no habrá nada más absurdo que tu muerte” (Ibid.: 53). Resulta que la “salvación” individual radica en la modestia, en el regreso, contrariamente a todos los obstáculos, a las filas de los combatientes. Sólo el trabajo para el bien colectivo puede, según Canoris, servir como justificación de la muerte del muchacho y de aquellos quienes por su silencio la sancionaron.

Pero la aceptación de Henri a los argumentos de Canoris no es todo, la última palabra pertenece a Lucie y con ella las cosas están más complicadas. Ella sufrió pruebas más duras y hasta cierto punto incomparables a las experimentadas por los demás: durante la tortura fue violada y con su consentimiento silencioso fue asesinado su hermano menor. Además, es más intuitiva y, en comparación con Henri, que en todo trata de buscar una razón, ella es menos susceptible a los argumentos de Canoris. Las conmociones anteriores le inculcaron aversión a su cuerpo violado y a su honor ultrajado, agotaron sus fuerzas y vaciaron su alma. Esta mujer, que antes se había destacado entre sus compañeros por su adhesión a los recuerdos sobre los instantes puros y alegres del pasado, ahora está enterrada en su deseo de desaparecer de la haz de la tierra. Les dice a Canoris y Henri: “cargué con todo el mal; es preciso que me supriman y todo ese mal conmigo. ¡Idos! Idos a vivir ya que podéis aceptaros. Yo me odio y deseo que después de mi muerte todo sea en la tierra como si nunca hubiese existido” (Ídem). La han envilecido tanto que anhela la muerte quizá sólo para poder humillar a sus violadores antes de ser fusilada, obligarlos a reconocer el triunfo de lo que le queda de su espíritu agotado. Ningún argumento es capaz de reconvencerla, ya que le parece que su sufrimiento escapa al tiempo y que su dolor sin fin es imposible de redimir, por lo que no existe recurso, salvo la muerte. Y aquí Sartre encuentra una salida, al “darle la palabra” a la propia naturaleza, el símbolo de la vida. Detrás de la ventana cae la lluvia, al principio ligera y espaciada, luego en gruesas gotas presurosas; esta lluvia generosa distensiona y trae la frescura que alivia el espíritu deprimido de los encarcelados. El chaparrón estival dispersa la pesadilla que agobió la razón agotada de Lucie y le regresa la capacidad de llorar y reír, resucita su voluntad apagada y le provoca el anhelo de vivir a pesar de los sufrimientos y hacer a un lado el atrayente deseo de descansar en la muerte. Un ímpetu espontáneo la impulsa a exclamar: “¡Me gusta vivir, me gusta vivir!”, y la esperanza, una esperanza tímida, eclipsada por la pesadilla de lo sucedido, empieza a brotar de su alma. Esto es un indicador de que ella no había estado más allá de la vida, y que el desierto de no ser aún no había devorado su corazón.

El capricho siniestro de uno de los verdugos que se atrevió, por vileza sádica o bribonada monstruosa, a desobedecer la orden del jefe y fusilar a los encarcelados, pone fin a este resurgimiento de la esperanza. Los muertos yacen sin sepultura en el patio escolar: perecieron no como mártires, sino como vencedores, ya que callaron durante las torturas, no traicionaron a sus compañeros y no cedieron ante sus verdugos. Hicieron incluso más: superaron la enajenación siniestra que entierra a los vivos destinados a la muerte, que los separa de sus compañeros y amigos y que los empuja a renunciar a todo aquello que consideraban su vocación en la tierra. Superaron también el deseo de encontrar en la muerte el último refugio. En lugar del autosacrificio ellos prefirieron el servicio a la causa común, a la lucha contra el fascismo. Sartre no cierra los ojos ante los principios destructivos que actúan en los seres humanos y que mutilan sus almas, convirtiéndolos en verdugos o víctimas, pero al mismo tiempo nos muestra la altura a que pueden llegar las almas animadas por la solidaridad y el humanismo. LC

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