El
27 de octubre de 1970, John Cage mantuvo un diálogo público con el investigador
Daniel Charles en el Museo de Arte Moderno de París. De esa charla, que luego
derivó en otras conversaciones hasta conformar un libro, reproducimos los
primeros tramos, en los que el incomparable artista estadounidense habla de su
trabajo con el sonido.
Empezaré por los conceptos que usted se
forjó en la época en que nacieron sus primeras obras, e intentaré ahondar, con
su ayuda, en lo que llegaron a ser. Me gustaría, pues, que definiera los
términos: estructura, método, forma, materiales, que para usted tuvieron, en cierta época,
muchísima importancia.
En
el tiempo en que estudiaba con Schönberg, me impresionó ante todo su concepción
de la estructura musical. La tonalidad constituía, a su juicio, el medio de
llegar a una estructura. Y esa estructura consistía en la división de una obra
en partes. Cuando se utiliza la tonalidad, la estructura depende de la
cadencia, puesto que sólo la cadencia permite delimitar las partes de una obra
musical.
¿Se atuvo usted a esa concepción de la
estructura?
No,
desde luego. Pero empecé por aceptarla. Con la condición, sin embargo, de no
estructurar ya según la tonalidad, sino según el tiempo.
¿Por qué?
Porque
quería incorporar el mundo de los ruidos a la obra musical.
¿Entonces usted rechazaba, en conjunto,
el sistema tonal?
Sí,
porque los ruidos no forman parte de las cadencias.
Y, al mismo tiempo, usted evitaba
quedarse en una definición “cultural” de la estructura.
Sí.
Eso me obligaba a reconsiderar el concepto de material musical.
¿Podría usted precisar cuál es el nexo
entre estructura y material?
Estructura
y materiales pueden estar unidos, u oponerse.
¿Son dos nociones que forman pareja?
Exactamente.
¿Qué entiende usted por método?
Observé
que Schönberg, cuando aplicaba la serie dodecafónica, se preocupaba por el
movimiento de un sonido a otro. Esto no es una cuestión de estructura, es lo
que yo llamo un método. El método consiste en caminar con el pie derecho, con
el pie izquierdo, y después con el derecho; también se puede caminar así con
los doce sonidos, ¿no es verdad? O bien con el contrapunto. El proceder de
Schönberg era esencialmente metódico. Y bien, hemos hablado del material, de la
estructura, del método…
Falta la forma.
En
aquella época, yo concebía la forma como el aire de misterio que rodea a veces
la vida de un organismo. Cuano uno se pone a organizarlo, ¡lo mata! Análogamente,
cuando se imita la forma de otro, se está un poco en la vida de ese otro. Un poco pero no del todo: no se posee verdaderamente esa vida.
La forma es única, no se repite.
Si
así sucede, es lo mejor.
Usted ha mencionado la posibilidad de
relaciones entre la estructura y el material. ¿Pueden establecerse otras
relaciones en el seno de la obra musical?
Me
parece que estructura y método pueden estar unidos por el amor a la
organización…
O desafiar ese amor a la organización…
…que
se nos atribuye. La elección del material, en cambio, y sobre todo de la forma,
deben y pueden ser libres. Me parecía evidente que pudiese organizar el
material, pero no la forma. Y que la estructura no era posible improvisarla.
Tales son, o más bien tales eran las ideas que profesaba en la década de 1940.
¿Hasta 1950?
Hacia
los años 1948-49, empecé a no creer más, a no interesarme más en ellas. Pero
hasta entonces estimé que, de los cuatro componentes, tres podían improvisarse:
la forma, el material y el método, y tres podían organizarse: la estructura, el
método y el material. Y los dos del medio, es decir, el material y el método,
podían ser ya organizados, ya improvisados.
Sin embargo, una obra musical puede no
contener uno de los cuatro componentes. Pongamos por caso Metamorphosis, una de sus piezas dodecafónicas para piano, que se
ajusta al rigor de cierto método: ¿puede hablarse de estructura en ese caso?
Por
cierto que no.
Con método, pero sin estructura,
¿hubiese podido ser una “música del corazón”?
Digamos,
simplemente, que es una música ¡sin
estructura!. En esa obra, dividí la serie dodecafónica en células
estáticas. Es posible escucharlas: tatata,
tatata, tatata... Y me serví de una serie, como base de la obra, para saber
a partir de qué nota podía empezar a repetir tal o cual célula.
La serie sólo era una cosa suya, del
compositor; no tenía más función que la mnemotécnica.
Lo
que se escucha no es la serie; pero la serie está en la base de lo que se
escucha.
De cualquier modo, la serie es lo que
permite a los sonidos brotar, sobrevenir.
Pero
sin ser ellos mismos.
Si los sonidos no son ellos mismos, es
porque dependen de alguna otra instancia… intelectual.
Estructura
no hay, y el método hay que buscarlo por el lado de la inteligencia.
¿Metamorphosis
sería, pues, una obra exageradamente intelectual? ¿Aceptaría usted reconocer en
ella lo que tiempo después usted mismo llamó un “monstruo de Frankenstein”?
¡Pero
sí! Y esas células repetidas, ¡qué aburrimiento! (Risas).
¿Podría usted, ahora, darnos algunas
precisiones sobre el material? Me gustaría que hablara de la Bacchanale,
porque es la primera obra suya donde interviene el piano preparado. Ha surgido
toda una leyenda en torno del piano preparado. Se ha llegado a decir que usted metía
allí tenedores, estilográficas…
(Riéndose) ¡E incluso nieve!
¿Recuerda usted en qué circunstancias
lo inventó?
El
escenario donde debía presentarse el ballet de Syvilla Fort no era lo bastante grande
para una orquesta de percusión…
¿Usted dirigía en aquella época no una
sino varias orquestas de percusionistas?
¡Sí,
y tenía problemas de sala! Aquella vez, la solución se presentó tres o cuatro
días antes del espectáculo.
Usted se dijo: lo que está en cuestión
no es la sala, ni yo; el culpable es el piano.
Sí.
¿Y entonces decidió poner dentro del
piano sustancias no pianísticas?
Sí,
a fin de dejar en manos de un solo pianista el equivalente de toda una orquesta
de percusión.
Es un principio de economía.
Un
solo músico puede hacer verdaderamente una inifinidad de cosas dentro de los
límites de un teclado, con la condición de que sea un teclado “estallado”.
¿Y su gusto por el material lo condujo
a hacer “estallar” no solamente el teclado, sino también, en beneficio de la
forma, todo lo que es estructura?
En
el caso particular de la Bacchanale, me limité
a seguir la estructura de la danza.
¿En qué sentido?
Tomé
un metrónomo y un cronómetro, y pedí a Syvilla Fort las medidas de la danza;
después de tomar las medidas, pude
escribir la música.
¿Directamente?
Sí,
a partir de la estructura de su propia danza. Los que componen músicas para las
películas de Hollywood proceden del mismo modo.
¿Y después de la Bacchanale?
Proseguí
con la ampliación del material.
Así fue como introdujo en el piano algo
más que madera. Metal…
Y
también goma. En The Perilous Night,
aparte de madera hay algo más; pero la madera que ejecuta, ¡es bambú!
¿Por qué?
¡A
mi madre se le ocurrió que obtendría mejores efectos si introducía en el piano
sustancias naturales! (Risas).
Vuelvo a su definición del material.
Para caracterizar su música, usted dijo alguna vez que se fundaba al mismo
tiempo –e igualmente– sobre los sonidos y los silencios.
Sí.
Mis solos de piano, sobre todo, toman el silencio en serio…
Al escucharlos, uno piensa en ciertas
piezas japonesas para koto, donde los
ataques instrumentales son aislados, están distribuidos cuidadosamente en el
silencio. ¿Llegaría usted a considerar que la secuencia
silencio-sonido-silencio constituye lo esencial de esa música?
Cada
vez que hay, como en las obras en que usted piensa, una estructuración del tiempo, es posible dividir ese tiempo e introducir en él a título de material,
silencio. He procurado hacer como Satie o como Webern: aclarar la estructura, fuese con sonidos o con silencios.
Usted se aleja, en ese punto, de la
concepción tradicional del silencio. Su silencio ya no es el del músico
clásico, que dice: “Reposemos en la meditación que sigue a la audición del
sonido”.
Yo
no veía por qué ese músico hubiese debido abstenerse de dar un sitio de
privilegio a los sonidos.
Usted invoca a Webern: siguió su
ejemplo.
Desde
luego, pero no a la manera de los “postwebernianos”.
¿Qué quiere decir?
Que
sólo buscaron en Webern lo que respondía al culto de la voluntad sustentado por
ellos.
En tanto que usted, por su parte, era
sensible a lo que el crítico alemán Heinz-Klaus Metzger ha descrito como “la
tos incontenible que se apodera del público cada vez que escucha un silencio en
la música de Webern”…
Sí,
me di cuenta de que soy bastante sensible a todas esas personas que tosen… (Risas). Es exacto.
Tomar en serio el silencio, no dar un
sitio de privilegio al sonido musical,
significa, en consecuencia, ampliar
también el sonido mismo.
Significa
rehusarse a verlo sometido a lo que se ha convenido en considerar como
“musical”.
Usted integra a los sonidos de su
música los sonidos de la gente que tose…
Es
decir, lo que los otros llaman “silencio”. Yo intercambio los sonidos y los
silencios.
Y al hacerlo, ¡usted pone la música cabeza
abajo!
La
“música”, como usted dice, no es más que una palabra.
¿Diría usted que lo que se sigue
llamando “silencio” pertenece en realidad a otro dominio? ¿O bien que el
silencio pertenece a ese mismo
dominio, la música?
Ya
es sonido, y de nuevo es sonido. O ruido. Se transforma en sonido en ese mismo
momento.
Su obra supone la musicalización de lo
que al principio no era musical y que se convierte en su música.
Sí,
pero tenga en cuenta que ese proceso ha durado años.
Usted toma como punto de partida una
crítica del lenguaje, porque el lenguaje habla de silencios y nunca hay
silencios. Si el silencio no existe, es imposible poseerlo. Si el sonido y el
silencio a la vez se oponen y son lo
mismo, ¿es posible poseer los sonidos? ¿Es precisamente esto lo que usted
sostiene?
Sí,
y por eso usted comprende cómo fui llevado a modificar la estructura. Si el
silencio no existe, sólo tenemos sonidos. Pero, en ese momento, uno empieza a
darse cuenta de que ya no tiene necesidad de estructura. Poco a poco, quebré
toda estructura.
¿Significa eso realizar lo que Suzuki,
que lo introdujo a usted en el Zen, llama la no-obstrucción?
Sí:
el sonido ya no es un obstáculo para el silencio, el silencio ya no sirve de
pantalla al sonido.
Entonces sería erróneo pensar que el
Zen se fija un término, una decisión, un objetivo… que sería por ejemplo el
estado de iluminación, en que todas las cosas se revelan como nada.
Esa
“nada” no es más que otra palabra.
Como el silencio, debe suprimirse a sí
misma…
Y
por allí se vuelve a lo que es, o sea, a los sonidos.
Pero, ¿no se pierde algo?
¿Qué?
El silencio, la nada…
¡Usted
ve muy bien que no pierdo nada! ¡En
todo esto, no es cuestión de perder
sino de ganar!
Volver a los sonidos, entonces, significa
volver, más acá de toda estructura, a
los sonidos “acompañados” por la nada.
Y
el retorno lleva a algo completamente natural: los hombres son de nuevo
hombres, y los sonidos, de nuevo sonidos.
¿Dejaron alguna vez de serlo?
¡Por
supuesto que no! Pero el Zen ha mostrado todo eso mejor que nosotros.
Su proceder, en consecuencia, parte del
Zen.
No,
no del todo. Hay algo más que el Zen.
De todas maneras, ¿no debe usted lo
esencial de esas ideas a su maestro Suzuki?
Desde
que empecé a estudiar filosofía oriental, la introduje en mi música. En aquella
época, siempre se pretendía que un compositor tuviera algo que decir. Y bien,
lo que yo decía no era más que lo que había comprendido, por entonces, de la
filosofía oriental, ante todo la de Shri Ramakrishna, la de la
India. El Zen sólo llegó más tarde. Tuve
efectivamente a Suzuki por maestro.
Al principio, ¿estaba usted preocupado,
en su música de mediados de los ‘40, por expresar algo?
Sí,
pensaba que la música debe “comunicar”. Por ejemplo, las Sonates and Interludes intentaban llevar a la música ciertas ideas
de Shri Ramakrishna y principios estéticos de la India.
¿Cómo pasó usted de allí a la no-obstrucción y a la interpenetración de la que habla Suzuki,
es decir, a intercambiar silencio y
sonido?
Escribí
un Concert for Prepared Piano and Chamber Orchestra. Compuse allí un drama
entre el piano, que sigue en un papel romántico, expresivo, y la orquesta que,
por su parte, se ajusta a los principios de la filosofía oriental. Y el tercer
movimiento significa el acuerdo entre las cosas que se habían opuesto en el
primero.
¿Reconcilia ese acuerdo el sonido y el
silencio?
Pero
todavía sin intercambiarlos. Tampoco
hay intercambio entre sonido y
silencio en otras obras, como el Quartet
for Strings. Sólo con las Sixteen
Dances entré –con confianza– en el dominio del azar. En efecto, Merce
Cunningham había preparado dieciséis danzas. Tenía, en aquel momento, ideas muy
similares a las que desarrollaban mis Sonates
and Interludes. Es decir, quería una música que expresara emociones.
Entonces, quise determinar si podía atender un pedido de música “expresiva”
sirviéndome de los recursos del azar.
¿Estaba preocupado por cumplir
cabalmente ese pedido?
Sí,
y si lograba hacerlo, significaría que podía seguir adelante con el azar, ¿no
es así?
¿Por qué el azar?
Hemos
hablado del silencio como totalidad de los sonidos no queridos. Intercambiar sonido y silencio significa recurrir al
azar.
Muy bien pero, en el fondo, eso sólo
podía ser obra suya. Usted pretendía zafarse del compromiso. A usted se le ha
reprochado a menudo eso: que dejara de ser el compositor propiamente dicho. Sin
embargo, ¿no había cierta mixtificación en esa petición de irresponsabilidad?
Si
el trabajo que yo hacía en ese estado de irresponsabilidad era aceptado por
otro, por el que lo había encargado y quería encargarlo, esto significaba, sin
duda alguna, que resultaba perfectamente posible, sin atentar contra la honra
de nadie, remitirse al azar. ¿No es así?
¿Existe, en su música, alguna relación
entre la idea del azar y su concepción del tiempo?
En
cuanto hay estructura, en cuanto hay método o, más bien, en cuanto estructura y
método existen porque se remiten a lo mental, a la inteligencia, hay posesión
del tiempo… o por lo menos uno se imagina que lo posee.
Y de la medida del tiempo es imposible
escapar.
Si
uno se libera de la medida del tiempo, ya no puede tomar en serio la
estructura.
Estructurar
o desestructurar, ¿siempre significa,
para usted, ordenar la música de acuerdo con el tiempo?
Sí,
creo que el tiempo constituye la medida radical de toda música.
¿Usted, entonces, renunció a
estructurar sólo para “poner en libertad” esa dimensión originaria, el tiempo?
Así
es.
Me gustaría entonces que nos hablara de
esa libertad del tiempo mediante los
procedimientos del azar, tales como usted los ha empleado.
Intervino
el libro de los oráculos chino, el I
Ching. Pero, antes del I Ching,
yo trabajaba con los cuadrados mágicos.
¿Cómo los utilizaba?
En
vez de nombres, ponía, en esos cuadrados, sonidos, o agregados de sonidos. Fue
así como escribí las Sixteen Dances,
y el Concert for Prepared Piano.
¿Y cómo empezó usted a consultar el I Ching?
Un
día se presentó Christian Wolff: quería estudiar composición conmigo. Era una
persona notable, y creo que yo aprendí más de él que él de mí. Yo no le cobraba las lecciones y, como su
padre era editor, en compensación, Christian me traía los libros editados por
su padre. Un día, entre ellos, estaba el I
Ching. Al ver los hexagramas, me impresionó inmediatamente su parecido con
los cuadrados mágicos. ¡Era mucho mejor! Desde entonces, no me separé del I Ching.
¿Lo utiliza al margen de la música, en
la vida cotidiana?
¡Por
supuesto! Cada vez que tengo problemas. Lo he utilizado con mucha frecuencia
para las cosas prácticas, para escribir mis artículos y mi música… Para todo.
Sin embargo, alguna vez le fue infiel
al I Ching; por ejemplo, cuando se
dedicó a observar las imperfecciones de una hoja de papel.
Sí,
para mis Music for Piano. ¡En Darmstadt,
uno de mis alumnos llegó incluso a preguntarme un día qué se debía hacer ante una
hoja de papel sin imperfecciones!
Pero, ¿por qué adoptó usted ese
procedimiento de los “accidentes del papel”?
Utilizar
el I Ching me exigía, cuando empecé,
una enormidad de tiempo. Para cada aspecto de cada sonido, para cada parámetro,
si usted lo prefiere, que decidía tirar a la suerte, debía consultar seis veces
los oráculos.
¿Por causa de los hexagramas?
Sí,
necesitaba un tiempo considerable, y una precisión consumada. Así fue cuando
compuse Williams Mix. Un día,
mientras trabajaba, sonó el teléfono: una bailarina me pedía que le compusiera
inmediatamente una música de ballet, para un espectáculo. Entonces me dije que
necesitaba dar con un modo de trabajar rápido, no tan excesivamente lento como
sucedía las más de las veces. Por cierto, en el caso de Williams Mix y de otras piezas, me proponía seguir, como hasta
entonces, consultando normalmente el I
Ching. Pero también quería contar con una forma rápida de componer una
obra. Los pintores, por ejemplo, trabajan lentamente con óleo y rápidamente con
colores al agua: de pronto vi que la música, toda la música, ya estaba allí (Risas).
Y perfeccionó el procedimiento.
Sí:
superponiendo papeles transparentes, revestidos de líneas y de puntos, podía
combinar las imperfecciones, multiplicarlas entre sí.
Eso explica la complejidad de ciertos
tipos de notación de su Concert for Piano
and Orchestra, de 1958.
Y
también de mis Variations.
La primera vez que alguien abre una
partitura de ese tipo no puede menos que sentirse impresionado no sólo por su
carácter insólito de muchas grafías, sino también por la proliferación de las
técnicas del azar que revelan esas grafías.
Y
sobre todo puede decirse que si se observa una hoja de papel vacío –la página
en blanco de Mallarmé– se la puede comparar con el silencio. Pero basta la
menor mancha o rasguño, el más pequeño agujero o defecto, o el punto negro más
insignificante, para ver que no hay silencio. ¡El “vértigo” de Mallarmé era en
vano!
¿Hay siempre , y en todas partes,
accidentes?
¡Por
cierto!
Y su Concert for Piano es un gigantesco repertorio de accidentes
posibles…
Ese
aspecto del descubrimiento de accidentes es preciso relacionarlo, también, con
mis estudios con Schönberg. Para él, sólo había repeticiones. Decía que el
principio de variación sólo representaba las repeticiones de algo idéntico.
¿De una célula, de una serie?
Sí.
Si hay variación, es inútil cambiar un elemento; siempre se puede cambiar algo,
pero el resto permanece. Y esto anula la variación. Pero en esa oposición yo he
introducido…
¿En la dualidad repetición-variación?
Sí,
yo introduje en esa idea schönbergiana de la pareja repetición-variación o, si
se quiere, junto a esa idea, otra noción, la de lo otro, que no se deja anular.
¿Qué es esa instancia, lo otro?
Ese
elemento que no puede presentarse ni en relación con la repetición ni con la
variación. Algo que no tiene cabida en la lucha entre estos dos términos, que
se resiste a ser puesto o restablecido en relación con otra cosa… Ese elemento
es el azar.
¿Es así como debe definirse el azar?
Puede
haber, tiene que haber, varios acontecimientos que se desarrollen al mismo
tiempo, o bien sucesivamente y sin ninguna relación. Si admitimos este punto de
vista, salimos de la repetición y de la variación.
Estamos en la desorganización.
¿Significa estar en el caos?
Me
di cuenta, al pasearme por los bosques en busca de hongos, de que ciertas
especies poseen, sin ninguna duda, una estructura. Cierta estructura… ¡o cierto
arte! A partir de allí, se puede considerar que la estructura y la organización
tienen suma importancia. Pero si se observa todo, toda la jornada, todas las experiencias,
¡ya no puede hablarse de organización! Entonces, el arte o la estructura se
esfuman…
En cierto nivel, puede haber
organización; pero, si se cambia de escala, ya no la hay.
Sí,
pero no sucede como en las ciencias: se puede modificar la distancia focal
pero, una vez hecho esto, se advierte que no se ha obtenido mayor exactitud. Se
puede elegir un nivel más acentuado de precisión: pero todavía es incierto.
Siempre es incierto. Es como si la escala se moviera sin cesar. ¡Mi Concert for Piano es eso! Un paseo por
el bosque… Y bien… usted comprenderá que con mi entrada en el azar y… el paso
de los años, todas esas ideas de las que hemos hablado, sobr estructura y
método, e incluso sobre material, se han desvanecido. Y usted puede entender
cómo.
Es una poética del vértigo.
Todo
desaparece, todo se va. Sí. Pero en el mismo instante en que todo se va,
también puede decirse que todo está allí.
(Tomado
de Para los pájaros. Conversaciones con
Daniel Charles. John Cage. Traducción de Luis Justo. Monte Ávila, Caracas,
1980)