Por Thomas De Quincey
Publicado en THE LONDON MAGAZINE (1823)
Toda acción, en la dirección que fuere, es mejor expuesta,
medida y hecha aprehensible, por la reacción. Apliquemos
esto ahora al caso de Macbeth.
Aquí, habría que expresar y hacer sensible la retirada del corazón humano, y la
entrada del corazón diabólico. Otro mundo ha irrumpido; y los asesinos son expulsados
de la región de las cosas humanas, de los propósitos humanos, de los deseos
humanos. Ellos están transfigurados: Lady Macbeth es “asexuada”; Macbeth ha
olvidado que nació de una mujer. Ambos están conformados a imagen de los demonios;
y el mundo de los demonios se revela de repente. ¿Pero cómo se expresará esto y
se hará palpable? Con el objeto de que un nuevo mundo pueda hacer su irrupción,
este mundo debe desaparecer durante algún tiempo. Los asesinos y el asesinato
deben ser aislados —separados por un abismo inconmensurable del flujo y la
sucesión ordinaria de los asuntos humanos—, encerrados y secuestrados en algún oscuro
escondrijo; se nos debe hacer patente que el mundo de la vida ordinaria se ha
detenido repentinamente: ha quedado dormido, enajenado, hundido en un espantoso
armisticio; el tiempo debe ser aniquilado; la relación con las cosas
exteriores, abolida; y todo debe desvanecerse por sí mismo, en un profundo
desmayo y en una suspensión de las pasiones terrenas. Por eso es que, cuando el
hecho se ha consumado, cuando la obra de las tinieblas es perfecta, entonces el
mundo de las tinieblas se desvanece como una imagen ilusoria en las nubes: se
escuchan los golpes a la puerta; y se hace evidentemente audible que la
reacción ha comenzado: lo humano hace su reflujo sobre lo diabólico; los pulsos
de la vida comienzan a latir de nuevo; y el restablecimiento de la marcha del
mundo en el cual vivimos nos hace, ante todo, percibir profundamente el terrible
paréntesis que los había suspendido.