29/8/12

John Cage: "Todo está allí"


El 27 de octubre de 1970, John Cage mantuvo un diálogo público con el investigador Daniel Charles en el Museo de Arte Moderno de París. De esa charla, que luego derivó en otras conversaciones hasta conformar un libro, reproducimos los primeros tramos, en los que el incomparable artista estadounidense habla de su trabajo con el sonido.

Empezaré por los conceptos que usted se forjó en la época en que nacieron sus primeras obras, e intentaré ahondar, con su ayuda, en lo que llegaron a ser. Me gustaría, pues, que definiera los términos: estructura, método, forma, materiales, que para usted tuvieron, en cierta época, muchísima importancia.
En el tiempo en que estudiaba con Schönberg, me impresionó ante todo su concepción de la estructura musical. La tonalidad constituía, a su juicio, el medio de llegar a una estructura. Y esa estructura consistía en la división de una obra en partes. Cuando se utiliza la tonalidad, la estructura depende de la cadencia, puesto que sólo la cadencia permite delimitar las partes de una obra musical.

¿Se atuvo usted a esa concepción de la estructura?
No, desde luego. Pero empecé por aceptarla. Con la condición, sin embargo, de no estructurar ya según la tonalidad, sino según el tiempo.

¿Por qué?
Porque quería incorporar el mundo de los ruidos a la obra musical.

¿Entonces usted rechazaba, en conjunto, el sistema tonal?
Sí, porque los ruidos no forman parte de las cadencias.

Y, al mismo tiempo, usted evitaba quedarse en una definición “cultural” de la estructura.
Sí. Eso me obligaba a reconsiderar el concepto de material musical.

¿Podría usted precisar cuál es el nexo entre estructura y material?
Estructura y materiales pueden estar unidos, u oponerse.

¿Son dos nociones que forman pareja?
Exactamente.

¿Qué entiende usted por método?
Observé que Schönberg, cuando aplicaba la serie dodecafónica, se preocupaba por el movimiento de un sonido a otro. Esto no es una cuestión de estructura, es lo que yo llamo un método. El método consiste en caminar con el pie derecho, con el pie izquierdo, y después con el derecho; también se puede caminar así con los doce sonidos, ¿no es verdad? O bien con el contrapunto. El proceder de Schönberg era esencialmente metódico. Y bien, hemos hablado del material, de la estructura, del método…

Falta la forma.
En aquella época, yo concebía la forma como el aire de misterio que rodea a veces la vida de un organismo. Cuano uno se pone a organizarlo, ¡lo mata! Análogamente, cuando se imita la forma de otro, se está un poco en la vida de ese otro. Un poco pero no del todo: no se posee verdaderamente esa vida.

La forma es única, no se repite.
Si así sucede, es lo mejor.

Usted ha mencionado la posibilidad de relaciones entre la estructura y el material. ¿Pueden establecerse otras relaciones en el seno de la obra musical?
Me parece que estructura y método pueden estar unidos por el amor a la organización…

O desafiar ese amor a la organización…
…que se nos atribuye. La elección del material, en cambio, y sobre todo de la forma, deben y pueden ser libres. Me parecía evidente que pudiese organizar el material, pero no la forma. Y que la estructura no era posible improvisarla. Tales son, o más bien tales eran las ideas que profesaba en la década de 1940.

¿Hasta 1950?
Hacia los años 1948-49, empecé a no creer más, a no interesarme más en ellas. Pero hasta entonces estimé que, de los cuatro componentes, tres podían improvisarse: la forma, el material y el método, y tres podían organizarse: la estructura, el método y el material. Y los dos del medio, es decir, el material y el método, podían ser ya organizados, ya improvisados.

Sin embargo, una obra musical puede no contener uno de los cuatro componentes. Pongamos por caso Metamorphosis, una de sus piezas dodecafónicas para piano, que se ajusta al rigor de cierto método: ¿puede hablarse de estructura en ese caso?
Por cierto que no.

Con método, pero sin estructura, ¿hubiese podido ser una “música del corazón”?
Digamos, simplemente, que es una música ¡sin estructura!. En esa obra, dividí la serie dodecafónica en células estáticas. Es posible escucharlas: tatata, tatata, tatata... Y me serví de una serie, como base de la obra, para saber a partir de qué nota podía empezar a repetir tal o cual célula.

La serie sólo era una cosa suya, del compositor; no tenía más función que la mnemotécnica.
Lo que se escucha no es la serie; pero la serie está en la base de lo que se escucha.

De cualquier modo, la serie es lo que permite a los sonidos brotar, sobrevenir.
Pero sin ser ellos mismos.

Si los sonidos no son ellos mismos, es porque dependen de alguna otra instancia… intelectual.
Estructura no hay, y el método hay que buscarlo por el lado de la inteligencia.

¿Metamorphosis sería, pues, una obra exageradamente intelectual? ¿Aceptaría usted reconocer en ella lo que tiempo después usted mismo llamó un “monstruo de Frankenstein”?
¡Pero sí! Y esas células repetidas, ¡qué aburrimiento! (Risas).

¿Podría usted, ahora, darnos algunas precisiones sobre el material? Me gustaría que hablara de la Bacchanale, porque es la primera obra suya donde interviene el piano preparado. Ha surgido toda una leyenda en torno del piano preparado. Se ha llegado a decir que usted metía allí tenedores, estilográficas…
(Riéndose) ¡E incluso nieve!

¿Recuerda usted en qué circunstancias lo inventó?
El escenario donde debía presentarse el ballet de Syvilla Fort no era lo bastante grande para una orquesta de percusión…

¿Usted dirigía en aquella época no una sino varias orquestas de percusionistas?
¡Sí, y tenía problemas de sala! Aquella vez, la solución se presentó tres o cuatro días antes del espectáculo.

Usted se dijo: lo que está en cuestión no es la sala, ni yo; el culpable es el piano.
Sí.

¿Y entonces decidió poner dentro del piano sustancias no pianísticas?
Sí, a fin de dejar en manos de un solo pianista el equivalente de toda una orquesta de percusión.

Es un principio de economía.
Un solo músico puede hacer verdaderamente una inifinidad de cosas dentro de los límites de un teclado, con la condición de que sea un teclado “estallado”.

¿Y su gusto por el material lo condujo a hacer “estallar” no solamente el teclado, sino también, en beneficio de la forma, todo lo que es estructura?
En el caso particular de la Bacchanale, me limité a seguir la estructura de la danza.

¿En qué sentido?
Tomé un metrónomo y un cronómetro, y pedí a Syvilla Fort las medidas de la danza; después de tomar las medidas, pude escribir la música.

¿Directamente?
Sí, a partir de la estructura de su propia danza. Los que componen músicas para las películas de Hollywood proceden del mismo modo.

¿Y después de la Bacchanale?
Proseguí con la ampliación del material.

Así fue como introdujo en el piano algo más que madera. Metal…
Y también goma. En The Perilous Night, aparte de madera hay algo más; pero la madera que ejecuta, ¡es bambú!

¿Por qué?
¡A mi madre se le ocurrió que obtendría mejores efectos si introducía en el piano sustancias naturales! (Risas).

Vuelvo a su definición del material. Para caracterizar su música, usted dijo alguna vez que se fundaba al mismo tiempo –e igualmente– sobre los sonidos y los silencios.
Sí. Mis solos de piano, sobre todo, toman el silencio en serio…

Al escucharlos, uno piensa en ciertas piezas japonesas para koto, donde los ataques instrumentales son aislados, están distribuidos cuidadosamente en el silencio. ¿Llegaría usted a considerar que la secuencia silencio-sonido-silencio constituye lo esencial de esa música?
Cada vez que hay, como en las obras en que usted piensa, una estructuración del tiempo, es posible dividir ese tiempo e introducir en él a título de material, silencio. He procurado hacer como Satie o como Webern: aclarar la estructura, fuese con sonidos o con silencios.

Usted se aleja, en ese punto, de la concepción tradicional del silencio. Su silencio ya no es el del músico clásico, que dice: “Reposemos en la meditación que sigue a la audición del sonido”.
Yo no veía por qué ese músico hubiese debido abstenerse de dar un sitio de privilegio a los sonidos.

Usted invoca a Webern: siguió su ejemplo.
Desde luego, pero no a la manera de los “postwebernianos”.

¿Qué quiere decir?
Que sólo buscaron en Webern lo que respondía al culto de la voluntad sustentado por ellos.

En tanto que usted, por su parte, era sensible a lo que el crítico alemán Heinz-Klaus Metzger ha descrito como “la tos incontenible que se apodera del público cada vez que escucha un silencio en la música de Webern”…
Sí, me di cuenta de que soy bastante sensible a todas esas personas que tosen… (Risas). Es exacto.

Tomar en serio el silencio, no dar un sitio de privilegio al sonido musical, significa, en consecuencia, ampliar también el sonido mismo.
Significa rehusarse a verlo sometido a lo que se ha convenido en considerar como “musical”.

Usted integra a los sonidos de su música los sonidos de la gente que tose…
Es decir, lo que los otros llaman “silencio”. Yo intercambio los sonidos y los silencios.

Y al hacerlo, ¡usted pone la música cabeza abajo!
La “música”, como usted dice, no es más que una palabra.

¿Diría usted que lo que se sigue llamando “silencio” pertenece en realidad a otro dominio? ¿O bien que el silencio pertenece a ese mismo dominio, la música?
Ya es sonido, y de nuevo es sonido. O ruido. Se transforma en sonido en ese mismo momento.

Su obra supone la musicalización de lo que al principio no era musical y que se convierte en su música.
Sí, pero tenga en cuenta que ese proceso ha durado años.

Usted toma como punto de partida una crítica del lenguaje, porque el lenguaje habla de silencios y nunca hay silencios. Si el silencio no existe, es imposible poseerlo. Si el sonido y el silencio a la vez se oponen y son lo mismo, ¿es posible poseer los sonidos? ¿Es precisamente esto lo que usted sostiene?
Sí, y por eso usted comprende cómo fui llevado a modificar la estructura. Si el silencio no existe, sólo tenemos sonidos. Pero, en ese momento, uno empieza a darse cuenta de que ya no tiene necesidad de estructura. Poco a poco, quebré toda estructura.

¿Significa eso realizar lo que Suzuki, que lo introdujo a usted en el Zen, llama la no-obstrucción?
Sí: el sonido ya no es un obstáculo para el silencio, el silencio ya no sirve de pantalla al sonido.

Entonces sería erróneo pensar que el Zen se fija un término, una decisión, un objetivo… que sería por ejemplo el estado de iluminación, en que todas las cosas se revelan como nada.
Esa “nada” no es más que otra palabra.

Como el silencio, debe suprimirse a sí misma…
Y por allí se vuelve a lo que es, o sea, a los sonidos.

Pero, ¿no se pierde algo?
¿Qué?

El silencio, la nada…
¡Usted ve muy bien que no pierdo nada! ¡En todo esto, no es cuestión de perder sino de ganar!

Volver a los sonidos, entonces, significa volver, más acá de toda estructura, a los sonidos “acompañados” por la nada.
Y el retorno lleva a algo completamente natural: los hombres son de nuevo hombres, y los sonidos, de nuevo sonidos.

¿Dejaron alguna vez de serlo?
¡Por supuesto que no! Pero el Zen ha mostrado todo eso mejor que nosotros.

Su proceder, en consecuencia, parte del Zen.
No, no del todo. Hay algo más que el Zen.

De todas maneras, ¿no debe usted lo esencial de esas ideas a su maestro Suzuki?
Desde que empecé a estudiar filosofía oriental, la introduje en mi música. En aquella época, siempre se pretendía que un compositor tuviera algo que decir. Y bien, lo que yo decía no era más que lo que había comprendido, por entonces, de la filosofía oriental, ante todo la de Shri Ramakrishna, la de la India. El Zen sólo llegó más tarde. Tuve efectivamente a Suzuki por maestro.

Al principio, ¿estaba usted preocupado, en su música de mediados de los ‘40, por expresar algo?
Sí, pensaba que la música debe “comunicar”. Por ejemplo, las Sonates and Interludes intentaban llevar a la música ciertas ideas de Shri Ramakrishna y principios estéticos de la India.

¿Cómo pasó usted de allí a la no-obstrucción y a la interpenetración de la que habla Suzuki, es decir, a intercambiar silencio y sonido?
Escribí un Concert for Prepared Piano and Chamber Orchestra. Compuse allí un drama entre el piano, que sigue en un papel romántico, expresivo, y la orquesta que, por su parte, se ajusta a los principios de la filosofía oriental. Y el tercer movimiento significa el acuerdo entre las cosas que se habían opuesto en el primero.

¿Reconcilia ese acuerdo el sonido y el silencio?
Pero todavía sin intercambiarlos. Tampoco hay intercambio entre sonido y silencio en otras obras, como el Quartet for Strings. Sólo con las Sixteen Dances entré –con confianza– en el dominio del azar. En efecto, Merce Cunningham había preparado dieciséis danzas. Tenía, en aquel momento, ideas muy similares a las que desarrollaban mis Sonates and Interludes. Es decir, quería una música que expresara emociones. Entonces, quise determinar si podía atender un pedido de música “expresiva” sirviéndome de los recursos del azar.

¿Estaba preocupado por cumplir cabalmente ese pedido?
Sí, y si lograba hacerlo, significaría que podía seguir adelante con el azar, ¿no es así?

¿Por qué el azar?
Hemos hablado del silencio como totalidad de los sonidos no queridos. Intercambiar sonido y silencio significa recurrir al azar.

Muy bien pero, en el fondo, eso sólo podía ser obra suya. Usted pretendía zafarse del compromiso. A usted se le ha reprochado a menudo eso: que dejara de ser el compositor propiamente dicho. Sin embargo, ¿no había cierta mixtificación en esa petición de irresponsabilidad?
Si el trabajo que yo hacía en ese estado de irresponsabilidad era aceptado por otro, por el que lo había encargado y quería encargarlo, esto significaba, sin duda alguna, que resultaba perfectamente posible, sin atentar contra la honra de nadie, remitirse al azar. ¿No es así?

¿Existe, en su música, alguna relación entre la idea del azar y su concepción del tiempo?
En cuanto hay estructura, en cuanto hay método o, más bien, en cuanto estructura y método existen porque se remiten a lo mental, a la inteligencia, hay posesión del tiempo… o por lo menos uno se imagina que lo posee.

Y de la medida del tiempo es imposible escapar.
Si uno se libera de la medida del tiempo, ya no puede tomar en serio la estructura.

Estructurar o desestructurar, ¿siempre significa, para usted, ordenar la música de acuerdo con el tiempo?
Sí, creo que el tiempo constituye la medida radical de toda música.

¿Usted, entonces, renunció a estructurar sólo para “poner en libertad” esa dimensión originaria, el tiempo?
Así es.

Me gustaría entonces que nos hablara de esa libertad del tiempo mediante los procedimientos del azar, tales como usted los ha empleado.
Intervino el libro de los oráculos chino, el I Ching. Pero, antes del I Ching, yo trabajaba con los cuadrados mágicos.

¿Cómo los utilizaba?
En vez de nombres, ponía, en esos cuadrados, sonidos, o agregados de sonidos. Fue así como escribí las Sixteen Dances, y el Concert for Prepared Piano.

¿Y cómo empezó usted a consultar el I Ching?
Un día se presentó Christian Wolff: quería estudiar composición conmigo. Era una persona notable, y creo que yo aprendí más de él que él de mí.  Yo no le cobraba las lecciones y, como su padre era editor, en compensación, Christian me traía los libros editados por su padre. Un día, entre ellos, estaba el I Ching. Al ver los hexagramas, me impresionó inmediatamente su parecido con los cuadrados mágicos. ¡Era mucho mejor! Desde entonces, no me separé del I Ching.

¿Lo utiliza al margen de la música, en la vida cotidiana?
¡Por supuesto! Cada vez que tengo problemas. Lo he utilizado con mucha frecuencia para las cosas prácticas, para escribir mis artículos y mi música… Para todo.

Sin embargo, alguna vez le fue infiel al I Ching; por ejemplo, cuando se dedicó a observar las imperfecciones de una hoja de papel.
Sí, para mis Music for Piano. ¡En Darmstadt, uno de mis alumnos llegó incluso a preguntarme un día qué se debía hacer ante una hoja de papel sin imperfecciones!

Pero, ¿por qué adoptó usted ese procedimiento de los “accidentes del papel”?
Utilizar el I Ching me exigía, cuando empecé, una enormidad de tiempo. Para cada aspecto de cada sonido, para cada parámetro, si usted lo prefiere, que decidía tirar a la suerte, debía consultar seis veces los oráculos.

¿Por causa de los hexagramas?
Sí, necesitaba un tiempo considerable, y una precisión consumada. Así fue cuando compuse Williams Mix. Un día, mientras trabajaba, sonó el teléfono: una bailarina me pedía que le compusiera inmediatamente una música de ballet, para un espectáculo. Entonces me dije que necesitaba dar con un modo de trabajar rápido, no tan excesivamente lento como sucedía las más de las veces. Por cierto, en el caso de Williams Mix y de otras piezas, me proponía seguir, como hasta entonces, consultando normalmente el I Ching. Pero también quería contar con una forma rápida de componer una obra. Los pintores, por ejemplo, trabajan lentamente con óleo y rápidamente con colores al agua: de pronto vi que la música, toda la música, ya estaba allí (Risas).

Y perfeccionó el procedimiento.
Sí: superponiendo papeles transparentes, revestidos de líneas y de puntos, podía combinar las imperfecciones, multiplicarlas entre sí.

Eso explica la complejidad de ciertos tipos de notación de su Concert for Piano and Orchestra, de 1958.
Y también de mis Variations.

La primera vez que alguien abre una partitura de ese tipo no puede menos que sentirse impresionado no sólo por su carácter insólito de muchas grafías, sino también por la proliferación de las técnicas del azar que revelan esas grafías.
Y sobre todo puede decirse que si se observa una hoja de papel vacío –la página en blanco de Mallarmé– se la puede comparar con el silencio. Pero basta la menor mancha o rasguño, el más pequeño agujero o defecto, o el punto negro más insignificante, para ver que no hay silencio. ¡El “vértigo” de Mallarmé era en vano!

¿Hay siempre , y en todas partes, accidentes?
¡Por cierto!

Y su Concert for Piano es un gigantesco repertorio de accidentes posibles…
Ese aspecto del descubrimiento de accidentes es preciso relacionarlo, también, con mis estudios con Schönberg. Para él, sólo había repeticiones. Decía que el principio de variación sólo representaba las repeticiones de algo idéntico.

¿De una célula, de una serie?
Sí. Si hay variación, es inútil cambiar un elemento; siempre se puede cambiar algo, pero el resto permanece. Y esto anula la variación. Pero en esa oposición yo he introducido…

¿En la dualidad repetición-variación?
Sí, yo introduje en esa idea schönbergiana de la pareja repetición-variación o, si se quiere, junto a esa idea, otra noción, la de lo otro, que no se deja anular.

¿Qué es esa instancia, lo otro?
Ese elemento que no puede presentarse ni en relación con la repetición ni con la variación. Algo que no tiene cabida en la lucha entre estos dos términos, que se resiste a ser puesto o restablecido en relación con otra cosa… Ese elemento es el azar.

¿Es así como debe definirse el azar?
Puede haber, tiene que haber, varios acontecimientos que se desarrollen al mismo tiempo, o bien sucesivamente y sin ninguna relación. Si admitimos este punto de vista, salimos de la repetición y de la variación.

Estamos en la desorganización. ¿Significa estar en el caos?
Me di cuenta, al pasearme por los bosques en busca de hongos, de que ciertas especies poseen, sin ninguna duda, una estructura. Cierta estructura… ¡o cierto arte! A partir de allí, se puede considerar que la estructura y la organización tienen suma importancia. Pero si se observa todo, toda la jornada, todas las experiencias, ¡ya no puede hablarse de organización! Entonces, el arte o la estructura se esfuman…

En cierto nivel, puede haber organización; pero, si se cambia de escala, ya no la hay.
Sí, pero no sucede como en las ciencias: se puede modificar la distancia focal pero, una vez hecho esto, se advierte que no se ha obtenido mayor exactitud. Se puede elegir un nivel más acentuado de precisión: pero todavía es incierto. Siempre es incierto. Es como si la escala se moviera sin cesar. ¡Mi Concert for Piano es eso! Un paseo por el bosque… Y bien… usted comprenderá que con mi entrada en el azar y… el paso de los años, todas esas ideas de las que hemos hablado, sobr estructura y método, e incluso sobre material, se han desvanecido. Y usted puede entender cómo.

Es una poética del vértigo.
Todo desaparece, todo se va. Sí. Pero en el mismo instante en que todo se va, también puede decirse que todo está allí.

(Tomado de Para los pájaros. Conversaciones con Daniel Charles. John Cage. Traducción de Luis Justo. Monte Ávila, Caracas, 1980)





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