Por María Moreno
Publicado por RADAR
Prologar un libro de Copi es impacientar. El lector no quiere saber nada de preámbulos, sólo ir cuanto antes a chapotear, de género en género, en ese único relato infinito que es, en realidad, la totalidad de su obra y en donde todo es posible menos la identidad y la naturaleza, a menos que sean una identidad potpourri y una naturaleza de viva la Pepa. A ese lector, si por razones de prestigio cultural no se anima a convertirse en lector salteado, dejando de lado el prólogo para tirarse directo en las novelas, puedo proponerle una transacción: hacer como le sugiere el narrador de El uruguayo a su corresponsal francés, que a medida que lea vaya tachando las líneas con su estilográfica; así olvidará más rápido. Prometo no llamarlo boludo a cada línea, como sucede en ese relato, a pesar de que, al ser yo argentina, es la palabra que me sale con más naturalidad y frecuencia. Otra posibilidad es que el lector lea el libro en invierno, aprovechando para alimentar con sus primeras páginas el fuego de la chimenea como, según el mito, hacían los formalistas rusos: las usaban todas luego de leerlas, si antes no habían tenido que comérselas.
Encima, para redactar este prólogo se me ha impuesto la restricción de no valerme de la vida del autor, ya que forma parte del libro un texto titulado Río de la Plata, hasta ahora inédito en español, en el que Copi pretende contar su autobiografía. A su modo, claro, lo mismo que lo hace a través de las variadas peripecias que adjudica a su personaje Copi en cualquiera de sus variantes, René Pico, Darío Copi o Kopisky, por nombrar las más recurrentes.
Lo único que quiero decir es que Copi nació en Buenos Aires, aunque –al igual que Michel Cournot en el prólogo de El uruguayo– muchas veces insistí en que era uruguayo, pero precisamente para garantizar que era argentino. Como Julio Cortázar es belga y Gardel, francés.
El Uruguay fue para Copi más que otro país, el fuera del país. Es que desde siempre el Río de la Plata es el lugar por donde ciertos argentinos han salido corridos por los gobiernos y hasta los gobiernos mismos; la ballenera debería formar parte de nuestro escudo nacional.
Pero el Uruguay es también la tierra de la familia materna de Copi, los Botana-Espárrago, entroncada tanto con Bolívar como con los indios charrúas. Basta leer Río de la Plata para saber que el árbol ginecológico de Copi no transmite herencias sino variables, es una especie de genealogía de únicos únicos. Su padre, Raúl Damonte Taborda, inaugura la tradición progresista del siglo XX del padre peligroso que, en lugar de encarnar la ley, le quita lugar al hijo rebelde, transgrediéndola él primero. (...) El abuelo materno de Copi fue Natalio Botana, inventor del periodismo moderno argentino, patrón de varias luminarias nacionales como Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, una especie de William Randolph Hearst al que le hubiera sucedido el peronismo. Fue fundador del periódico Crítica, cuyos avatares político-mafiosos y el carácter de empresa familiar constituyeron el primer teatro de Copi, artísticamente desfigurado en La vida es un tango.
No tenés abuela es una expresión argentina que se usa para señalar que alguien no tiene límites, pero a Copi esta frase podría decírsele con esa ironía que suele encubrir la admiración.
Según Copi, doña Salvadora Medina Onrubia de Botana, novelista (Acasha) y autora teatral (Las descentradas, Lo que estaba escrito, Un hombre y su vida), amén de militante anarquista, fue su primera lectora y la primera argentina que se atrevió a poner como personajes a mujeres capaces de pecar doblemente: como lesbianas y como adúlteras. Y aunque él se suela sacar de encima todas las influencias, sacudiéndose como el perro Lambetta luego de salir del mar (El uruguayo) hasta fingir no haber leído nada de teatro, ni siquiera a Artaud, debe tener algún sentido que haya elegido como seudónimo el apodo que ella le puso: Copi. Un apodo capado cuyo origen sería Copito (al parecer era muy blanco) y que capa, a su vez, el doble peso del Damonte-Botana. Cuando él le leía sus primeras obras de teatro, ha contado Copi, ella se reía a más no poder. “Seguramente advertía en esas obras una malignidad que le era propia”, aclaraba, y la aclaración no necesariamente admite un legado sino que lo inventa: en literatura no conviene llevar ni el nombre del padre ni el que nos pone el padre, sino el que nos pone el primer lector.
Salvadora Medina Onrubia era madre soltera de un varón llamado Carlos cuando se cruzó con Natalio Botana, quien lo reconoció y le puso su apellido. La pareja se casó luego de tener a su último hijo (una mujer, Georgina, la madre de Copi; los otros fueron Jaime y Helvio).
Como buena militante, Salvadora prefería los vínculos entre camaradas a los de la propia sangre. Y a pesar del dogma freudiano que santifica el amor de las madres por sus hijos, ella sometió a los suyos a un amor lleno de bromas pesadas y de gritos que llegaban al techo.
Su hijo Helvio la describe en sus memorias, Tras los dientes del perro, como una furia de pelo rojo y ánimo beligerante, una especie de Medea criolla. Anarquista, espiritista, eterómana, Salvadora solía afirmar que descendía de una aristócrata que había sido seducida por un tataranieto de los indios que se comieron a Solís, pero, en verdad, su madre era una maestra de provincia que había sido écuyère del circo Brasitas de Fuego, una intriga muy Copi, al igual que esta muestra de su prosa. “Todas somos raras. Amamos la literatura, el kummel y los cigarrillos turcos. Hablamos de cosas extraordinarias para mujeres. Tenemos opiniones filosóficas. Se hace música y se leen versos; se habla lo mismo de la filosofía de Patanjali que del último figurín”, parlamento que bien pudo haber sido pronunciado tanto por la Mafalda Malvinas de La Internacional Argentina como por la Daphnée de La torre de la defensa, todos ejemplares de la mujer moderna, a la que Copi consideraba un invento norteamericano. De puro envidioso y adicto de la religión del padre, como sugiere César Aira, Helvio Botana hace en Tras los dientes del perro un retrato de Salvadora que la convierte en la asesina indirecta de su hijo mayor Carlos, apodado Pitón. Un día, el 17 de enero de 1928, se desencadenó la tragedia. Pitón veneraba a su padre y no le escatimaba loas. Salvadora estaba celosa y decidió decirle que él no era hijo de Botana sino de otro hombre. Luego se marchó en su automóvil. Pitón tomó un revólver y se pegó un tiro en la cabeza. Esta es la versión de Helvio.
Para los diarios se trató de un accidente: Pitón habría estado jugando con un arma, una pequeña pistola con cachas de nácar. La escritora Emma Barrandeguy da una versión más conspirativa: durante el juego violento habrían estado presentes todos los hermanos, Helvio habría sido el autor del disparo, lo que convierte a gran parte de Tras los dientes del perro en falso testimonio.
En esa escena se condensa toda la leyenda negra que rodea a la mujer moderna: un hijo “natural” a lo Alfonsina Storni, un automóvil y una celebridad con precio alto a lo Isadora Duncan.
Si me copio de Copi, de alguna de sus lógicas, para proponerme como prueba de que los medios argentinos están manejados por los psicoanalistas, como afirma el protagonista de La Internacional Argentina, debo advertir que, de este mito familiar que convierte a la abuela Salvadora en una asesina involuntaria, cabe reconocerse un efecto en la obra de Copi: el saber sobre una identidad, en este caso la del origen, sería mortífero, lo que volvería peligrosa cualquier identidad. Y la pistola de cachas de nácar que mata a Pitón, ¿no será la misma que mata a Kopisky hacia el final de La Internacional Argentina?
Como anarquista militante, la abuelita colaboró para que Simón Radowitzky –el joven ácrata que había asesinado al comisario Ramón Falcón, jefe de la Policía Federal Argentina y responsable de la represión de las movilizaciones obreras de principios del siglo XX– se fugara del penal de Ushuaia donde cumplía su condena; es decir, era una activista, pero su fuerte era la carta política de cuño narcisista extrapartidario. En 1947, en medio de las pujas entre los sucesores de Natalio Botana –había muerto en un accidente en agosto de 1941– por quedarse con Crítica y las presiones gubernamentales para convertirlo en un diario oficialista, fue el turno de Salvadora en la dirección. Corría el mes de junio. Los “contreras” se despachaban a gusto contra la gira europea de Evita, a quien no se le perdonaba el “roce” en palacios y salones, y cuyas anécdotas circulaban bajo una forma que no medía distancia entre el juicio político y la infamia. Entonces, de Casa de Gobierno llegó la orden inequívoca de intervenir. Salvadora debía redactar una defensa. Lo hizo: redactó y publicó una carta de dos páginas, la primera hasta tal punto dedicada al autoelogio que cuando escribía sobre ella misma parecía que estuviera haciéndolo, como le encargaron, sobre Evita (“A un ideal social consagré mi fe de niña y mi larga lucha de mujer. Aprendí en carne propia lo duro y caro del peaje que debe pagar todo el que a servir a sus compañeros humanos se consagra, peaje que se centuplica si el servidor social es una mujer”). También se declaraba una defensora consecuente de las reivindicaciones femeninas, de las que, precisaba, “el voto es su aspecto menor y externo”, cuando el peronismo en el poder estaba a punto de concederlo; y, por último, deslizaba una defensa muy híbrida en donde el tono de condescendencia se amparaba en la diferencia de edad: “Pero hoy que estás lejos, hoy que alguna voz de mujer debe alzarse en tu homenaje y en tu defensa, ten la mía, que por ensueños, trabajos e ideales, y también por tiempo, lucha y dolor, puede ser para ti una voz maternal”. El último párrafo, en donde simplemente aconsejaba a Evita que no se gastara mirando el suelo, tibia metáfora para la bajeza de los agravios que circulaban, contiene siete variantes del verbo “servir” (¿una bastarda como Evita no leería en esa defensa de último momento la palabra “sirvienta”?). Pero la mayor provocación era que toda la carta le peleaba al peronismo, desde Crítica, ese Santo Grial: el pueblo: “... no en vano Crítica abrió para el pueblo, para el trabajador explotado, para el ser desvalido, para la joven madre desamparada, para el enfermo y anciano abandonados, para todos los sacrificados y triturados por la enorme máquina de la gran ciudad, el camino de su reivindicación. No en vano Crítica fue la zapadora diaria de un camino de porvenir cerrado por la enmarañada selva de prejuicios y de egoísmos ancestrales”.
Cuando en 1969 Copi estrenaba en París su obra de teatro Eva Perón, el personaje, como Crítica, era un tema familiar.
En Wikipedia se puede recordar que Copi había pertenecido al movimiento de teatro Pánico con Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal, que parecen nombres salidos de una de sus obras, el primero por contener el verbo “jodo”, el segundo por eludir el lugar en donde los compadritos imaginarios andan en tacos altos, bailan abrazados en el barro y se tatúan la cara con el puñal. De esa pertenencia le queda un cierto orgullo de perseguido, de escupidor del trono y del altar con castigo, ya que la transgresión no es nada sin la sanción de la ley, y es por eso que en Río de la Plata casi se vanagloria: “Creo haber ahogado todos mis tangos en las arenas movedizas del olvido en el curso de los quince años, durante los cuales fui muy mal visto en los medios intelectuales, por una parte, a causa de una obra de teatro representada en París en 1969 y en la que la prensa argentina creyó ver un insulto a la memoria de la señora Eva Perón; por otra parte mal visto también por el poder de turno...”.
En las obras de Copi, un personaje que lleva su nombre puede ignorar que es judío, puesto que nunca ha visto el pene de otro hombre (La Internacional Argentina), los pollos reproducirse en pollos al spiedo, los huevos en huevos fritos (El uruguayo), los padres ser mujeres de un clítoris decapitado (La guerra de las mariquitas) y las ratas cultivar géneros íntimos como la correspondencia (La Cité des Rats). Todo está trastrocado, los sexos, las patrias, los reinos (animal, vegetal, mineral). Incluso, en una revolución, la única muerte es por accidente, luego de que se ha desmoronado un telón de teatro y no el teatro de la Revolución sino el Odeón de París (La vida es un tango). Pero hay algo en lo que Copi no es trans. Es antiperonista –y aquí no jode ni con la familia ni con la patria–. Describe como infierno la Argentina con Perón en el poder, en donde los Damonte-Botana tuvieron que partir al exilio (“Nos fuimos al Uruguay. ¡Cómo no me voy a acordar de la Argentina! ¡Cualquiera se acuerda del infierno, es de lo que uno más se acuerda!”); él, que es ateo de declamación y burla. Pero, ¿es gorila? Gran parte de la intelectualidad argentina contemporánea del primer gobierno peronista ha sido antiperonista, pero no necesariamente gorila. El gorilismo es artísticamente estéril: mientras el peronismo estético ha producido un kitsch y un camp de diversas suertes, el gorilismo, al basarse en un entre nos previo a cualquier enunciación, puesto que habría una antítesis absoluta entre peronismo y producción artística e intelectual, se detiene ante cualquier exigencia retórica. Su única fecundidad radica en la mera enunciación de un sentimiento que certifica per se la pertenencia a la razón (justicia), libertad (antiperonista), educación (decencia): la indignación, algo que se expresa como irreprimible, incapaz de sosegarse aun –y por eso sería más valioso– en las maneras flemáticas propias de un sentido de discreción asociado a la clase media.
Es cierto que hubo gorilas geniales, pero en quienes es precisamente el rasgo gorila el que detiene toda creación. Basta recordar al Borges que, en la dedicatoria del primer tomo de sus Obras completas, le escribe a su madre estas frases del zonzo esencialismo (gorila): “Me has dado tantas cosas (...) tu memoria y en ella la memoria de los mayores, los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú, y el oprobio de Rosas, tu prisión valerosa cuando tantos hombres callábamos” (doña Leonor había pasado quince días presa en la cárcel del Buen Pastor, acusada de escándalo en la vía pública). Hay un gorilismo autobiográfico en donde la desgracia de la Patria se asimila a la desgracia de la familia, un gorilismo que enfatiza, si no la denuncia de algo, la denuncia de que algo no se puede decir, y un gorilismo de empate que pretende una equidistancia apolítica de los bandos en pugna y concede, por ejemplo, que el bombardeo a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 fue una masacre, pero jamás lo hace espontáneamente. Tienta descubrir en Copi rasgos de los dos primeros, sobre todo luego de leer Río de la Plata. Pero, ¿cómo diferenciar allí las declaraciones serias y las paródicas, las sobreactuaciones del testimonio? Sobre todo porque la originalidad de Copi radica en que no sólo es una excepción sino que es una excepción que cambia de excepcionalidad. Bajo el nombre “Copi” puede nombrar al hijo de un nazi y de una judía, a un heterosexual que no conoce los penes, a un militante gay.
La primera pregunta que despierta el escándalo provocado por Eva Perón en los medios argentinos es: ¿por qué los mismos que decían a través del mito que Evita era el verdadero macho de la pareja Perón-Evita, gritan “¡blasfemia!” cuando es representada por un hombre? Encima un hombre que tiene el mismo nombre que un libro clave de la literatura argentina, Facundo, de Domingo F. Sarmiento, biografía de Facundo Quiroga, el caudillo llamado a representar la prehistoria clínica de la barbarie, y el mismo apellido que el mayor cineasta del camp peronista: Armando Bo. ¿No les pareció suficiente que Copi salvara a Eva de la muerte? Porque la Eva de Copi vive, y quien la ve representada por un hombre sabe entonces que esa Eva no puede morir enferma de un órgano que no tiene: la matriz.
En su libro dedicado a Copi, César Aira cuenta, de acuerdo con la versión de Helvio Botana, que Salvadora Medina comenzó a alucinar que su hijo Pitón estaba vivo: “Ya muy anciana y senil (era eterómana), la madre, que había vivido con el remordimiento, empezó a alucinar que Pitón estaba vivo, y que no la visitaba por castigarla. Entonces Poroto (Helvio) puso en escena a un falso Pitón, un amigo suyo corpulento y moreno de la edad que tendría su hermano si viviera: era muy parecido a Perón. Le dio instrucciones y su amigo fue a abrazar a la anciana haciéndose pasar por Pitón. Ella quedó totalmente convencida. El parecido con Perón le da una dimensión histórica a todo el cuento. Todas las filiaciones fantásticas y o funambulescas de Copi tienden a esa constitución de lo novelesco que trasciende la anécdota”.
Pero si se trata de inventar una escena mítica, yo prefiero la que Copi le cuenta a José Tcherkaski en Habla Copi, homosexualidad y creación.
“Tenía cinco años y tengo una conciencia viva del 17 de octubre, absolutamente viva. Allanaron mi casa; mi madre me dio un papel así de grande para que se lo diera al portero para que no lo agarraran a mi padre; mi hermano acababa de nacer; había diecisiete mujeres en la casa, yo caminé por un balconcito, lo llamé al portero y le tiré el papel. El portero recibió el papel, después fue a esperarlo a mi padre a la esquina a que llegara en un auto. Nos fuimos al Uruguay.”
Copi niño porta un mensaje que debe llegar a destino a través de un personaje secundario, el portero, para salvar al padre, toda una intriga literaria. En la escena él no está ni afuera ni adentro de la casa sino en tránsito, que podría ser la divisa de Copi.
Copi es considerado un autor de elite. Habrá que escucharlo recitar las marcas populares que declara: Oski, cronista de una fantástica fundación de Buenos Aires dibujada; Carlos Warnes, el irreverente autor de otro autor; César Bruto, a su vez autor de textos como Esplicasiones de una Señora que sescapa con otro (“¡Adiós negro, no mechés la culpa de nada y pensá que todo lo hago para que triunfés con una canción en contra mía... !¡Ha, y apurate que te van a desalojar antes del 30!”) y donde la incorrección ortográfica es sólo la forma de una incorrección de sentido. Como humorista, Copi trabajó en Tía Vicenta, revista de humor político, pero divulgadora de una jerarquía de clases fantástica (los gordis y las pirujas, la gente aut y la gente in, Mirna Delma y su novio Aldo Rubén, María Belén y Alejandra fueron personajes literarios más que categorías sociales). El director de Tía Vicenta era Landrú (Ignacio Colombres), dibujante y escritor cuya herencia era el humor absurdo de la revista La Codorniz, dirigida por Miguel Mihura, el célebre autor de El caso de la mujer asesinadita. Copi viene de ahí, pero no porque esas marcas configuren un origen siquiera mítico, ya que cada línea de Copi, ya sea en su teatro y en sus historietas como en sus novelas y cuentos, parece venir de la anterior. Porque es el arte de la réplica lo que más fascina en Copi, esa imaginación que hace que la réplica nunca sea utilitaria, que rara vez informe sino por añadidura. (¿Cuándo nos cansaremos de citar, como en La torre de la defensa, la expresión excelsa de ese arte?)
Publicado por RADAR
Prologar un libro de Copi es impacientar. El lector no quiere saber nada de preámbulos, sólo ir cuanto antes a chapotear, de género en género, en ese único relato infinito que es, en realidad, la totalidad de su obra y en donde todo es posible menos la identidad y la naturaleza, a menos que sean una identidad potpourri y una naturaleza de viva la Pepa. A ese lector, si por razones de prestigio cultural no se anima a convertirse en lector salteado, dejando de lado el prólogo para tirarse directo en las novelas, puedo proponerle una transacción: hacer como le sugiere el narrador de El uruguayo a su corresponsal francés, que a medida que lea vaya tachando las líneas con su estilográfica; así olvidará más rápido. Prometo no llamarlo boludo a cada línea, como sucede en ese relato, a pesar de que, al ser yo argentina, es la palabra que me sale con más naturalidad y frecuencia. Otra posibilidad es que el lector lea el libro en invierno, aprovechando para alimentar con sus primeras páginas el fuego de la chimenea como, según el mito, hacían los formalistas rusos: las usaban todas luego de leerlas, si antes no habían tenido que comérselas.
Encima, para redactar este prólogo se me ha impuesto la restricción de no valerme de la vida del autor, ya que forma parte del libro un texto titulado Río de la Plata, hasta ahora inédito en español, en el que Copi pretende contar su autobiografía. A su modo, claro, lo mismo que lo hace a través de las variadas peripecias que adjudica a su personaje Copi en cualquiera de sus variantes, René Pico, Darío Copi o Kopisky, por nombrar las más recurrentes.
Lo único que quiero decir es que Copi nació en Buenos Aires, aunque –al igual que Michel Cournot en el prólogo de El uruguayo– muchas veces insistí en que era uruguayo, pero precisamente para garantizar que era argentino. Como Julio Cortázar es belga y Gardel, francés.
El Uruguay fue para Copi más que otro país, el fuera del país. Es que desde siempre el Río de la Plata es el lugar por donde ciertos argentinos han salido corridos por los gobiernos y hasta los gobiernos mismos; la ballenera debería formar parte de nuestro escudo nacional.
Pero el Uruguay es también la tierra de la familia materna de Copi, los Botana-Espárrago, entroncada tanto con Bolívar como con los indios charrúas. Basta leer Río de la Plata para saber que el árbol ginecológico de Copi no transmite herencias sino variables, es una especie de genealogía de únicos únicos. Su padre, Raúl Damonte Taborda, inaugura la tradición progresista del siglo XX del padre peligroso que, en lugar de encarnar la ley, le quita lugar al hijo rebelde, transgrediéndola él primero. (...) El abuelo materno de Copi fue Natalio Botana, inventor del periodismo moderno argentino, patrón de varias luminarias nacionales como Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, una especie de William Randolph Hearst al que le hubiera sucedido el peronismo. Fue fundador del periódico Crítica, cuyos avatares político-mafiosos y el carácter de empresa familiar constituyeron el primer teatro de Copi, artísticamente desfigurado en La vida es un tango.
No tenés abuela es una expresión argentina que se usa para señalar que alguien no tiene límites, pero a Copi esta frase podría decírsele con esa ironía que suele encubrir la admiración.
Según Copi, doña Salvadora Medina Onrubia de Botana, novelista (Acasha) y autora teatral (Las descentradas, Lo que estaba escrito, Un hombre y su vida), amén de militante anarquista, fue su primera lectora y la primera argentina que se atrevió a poner como personajes a mujeres capaces de pecar doblemente: como lesbianas y como adúlteras. Y aunque él se suela sacar de encima todas las influencias, sacudiéndose como el perro Lambetta luego de salir del mar (El uruguayo) hasta fingir no haber leído nada de teatro, ni siquiera a Artaud, debe tener algún sentido que haya elegido como seudónimo el apodo que ella le puso: Copi. Un apodo capado cuyo origen sería Copito (al parecer era muy blanco) y que capa, a su vez, el doble peso del Damonte-Botana. Cuando él le leía sus primeras obras de teatro, ha contado Copi, ella se reía a más no poder. “Seguramente advertía en esas obras una malignidad que le era propia”, aclaraba, y la aclaración no necesariamente admite un legado sino que lo inventa: en literatura no conviene llevar ni el nombre del padre ni el que nos pone el padre, sino el que nos pone el primer lector.
Salvadora Medina Onrubia era madre soltera de un varón llamado Carlos cuando se cruzó con Natalio Botana, quien lo reconoció y le puso su apellido. La pareja se casó luego de tener a su último hijo (una mujer, Georgina, la madre de Copi; los otros fueron Jaime y Helvio).
Como buena militante, Salvadora prefería los vínculos entre camaradas a los de la propia sangre. Y a pesar del dogma freudiano que santifica el amor de las madres por sus hijos, ella sometió a los suyos a un amor lleno de bromas pesadas y de gritos que llegaban al techo.
Su hijo Helvio la describe en sus memorias, Tras los dientes del perro, como una furia de pelo rojo y ánimo beligerante, una especie de Medea criolla. Anarquista, espiritista, eterómana, Salvadora solía afirmar que descendía de una aristócrata que había sido seducida por un tataranieto de los indios que se comieron a Solís, pero, en verdad, su madre era una maestra de provincia que había sido écuyère del circo Brasitas de Fuego, una intriga muy Copi, al igual que esta muestra de su prosa. “Todas somos raras. Amamos la literatura, el kummel y los cigarrillos turcos. Hablamos de cosas extraordinarias para mujeres. Tenemos opiniones filosóficas. Se hace música y se leen versos; se habla lo mismo de la filosofía de Patanjali que del último figurín”, parlamento que bien pudo haber sido pronunciado tanto por la Mafalda Malvinas de La Internacional Argentina como por la Daphnée de La torre de la defensa, todos ejemplares de la mujer moderna, a la que Copi consideraba un invento norteamericano. De puro envidioso y adicto de la religión del padre, como sugiere César Aira, Helvio Botana hace en Tras los dientes del perro un retrato de Salvadora que la convierte en la asesina indirecta de su hijo mayor Carlos, apodado Pitón. Un día, el 17 de enero de 1928, se desencadenó la tragedia. Pitón veneraba a su padre y no le escatimaba loas. Salvadora estaba celosa y decidió decirle que él no era hijo de Botana sino de otro hombre. Luego se marchó en su automóvil. Pitón tomó un revólver y se pegó un tiro en la cabeza. Esta es la versión de Helvio.
Para los diarios se trató de un accidente: Pitón habría estado jugando con un arma, una pequeña pistola con cachas de nácar. La escritora Emma Barrandeguy da una versión más conspirativa: durante el juego violento habrían estado presentes todos los hermanos, Helvio habría sido el autor del disparo, lo que convierte a gran parte de Tras los dientes del perro en falso testimonio.
En esa escena se condensa toda la leyenda negra que rodea a la mujer moderna: un hijo “natural” a lo Alfonsina Storni, un automóvil y una celebridad con precio alto a lo Isadora Duncan.
Si me copio de Copi, de alguna de sus lógicas, para proponerme como prueba de que los medios argentinos están manejados por los psicoanalistas, como afirma el protagonista de La Internacional Argentina, debo advertir que, de este mito familiar que convierte a la abuela Salvadora en una asesina involuntaria, cabe reconocerse un efecto en la obra de Copi: el saber sobre una identidad, en este caso la del origen, sería mortífero, lo que volvería peligrosa cualquier identidad. Y la pistola de cachas de nácar que mata a Pitón, ¿no será la misma que mata a Kopisky hacia el final de La Internacional Argentina?
Como anarquista militante, la abuelita colaboró para que Simón Radowitzky –el joven ácrata que había asesinado al comisario Ramón Falcón, jefe de la Policía Federal Argentina y responsable de la represión de las movilizaciones obreras de principios del siglo XX– se fugara del penal de Ushuaia donde cumplía su condena; es decir, era una activista, pero su fuerte era la carta política de cuño narcisista extrapartidario. En 1947, en medio de las pujas entre los sucesores de Natalio Botana –había muerto en un accidente en agosto de 1941– por quedarse con Crítica y las presiones gubernamentales para convertirlo en un diario oficialista, fue el turno de Salvadora en la dirección. Corría el mes de junio. Los “contreras” se despachaban a gusto contra la gira europea de Evita, a quien no se le perdonaba el “roce” en palacios y salones, y cuyas anécdotas circulaban bajo una forma que no medía distancia entre el juicio político y la infamia. Entonces, de Casa de Gobierno llegó la orden inequívoca de intervenir. Salvadora debía redactar una defensa. Lo hizo: redactó y publicó una carta de dos páginas, la primera hasta tal punto dedicada al autoelogio que cuando escribía sobre ella misma parecía que estuviera haciéndolo, como le encargaron, sobre Evita (“A un ideal social consagré mi fe de niña y mi larga lucha de mujer. Aprendí en carne propia lo duro y caro del peaje que debe pagar todo el que a servir a sus compañeros humanos se consagra, peaje que se centuplica si el servidor social es una mujer”). También se declaraba una defensora consecuente de las reivindicaciones femeninas, de las que, precisaba, “el voto es su aspecto menor y externo”, cuando el peronismo en el poder estaba a punto de concederlo; y, por último, deslizaba una defensa muy híbrida en donde el tono de condescendencia se amparaba en la diferencia de edad: “Pero hoy que estás lejos, hoy que alguna voz de mujer debe alzarse en tu homenaje y en tu defensa, ten la mía, que por ensueños, trabajos e ideales, y también por tiempo, lucha y dolor, puede ser para ti una voz maternal”. El último párrafo, en donde simplemente aconsejaba a Evita que no se gastara mirando el suelo, tibia metáfora para la bajeza de los agravios que circulaban, contiene siete variantes del verbo “servir” (¿una bastarda como Evita no leería en esa defensa de último momento la palabra “sirvienta”?). Pero la mayor provocación era que toda la carta le peleaba al peronismo, desde Crítica, ese Santo Grial: el pueblo: “... no en vano Crítica abrió para el pueblo, para el trabajador explotado, para el ser desvalido, para la joven madre desamparada, para el enfermo y anciano abandonados, para todos los sacrificados y triturados por la enorme máquina de la gran ciudad, el camino de su reivindicación. No en vano Crítica fue la zapadora diaria de un camino de porvenir cerrado por la enmarañada selva de prejuicios y de egoísmos ancestrales”.
Cuando en 1969 Copi estrenaba en París su obra de teatro Eva Perón, el personaje, como Crítica, era un tema familiar.
En Wikipedia se puede recordar que Copi había pertenecido al movimiento de teatro Pánico con Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal, que parecen nombres salidos de una de sus obras, el primero por contener el verbo “jodo”, el segundo por eludir el lugar en donde los compadritos imaginarios andan en tacos altos, bailan abrazados en el barro y se tatúan la cara con el puñal. De esa pertenencia le queda un cierto orgullo de perseguido, de escupidor del trono y del altar con castigo, ya que la transgresión no es nada sin la sanción de la ley, y es por eso que en Río de la Plata casi se vanagloria: “Creo haber ahogado todos mis tangos en las arenas movedizas del olvido en el curso de los quince años, durante los cuales fui muy mal visto en los medios intelectuales, por una parte, a causa de una obra de teatro representada en París en 1969 y en la que la prensa argentina creyó ver un insulto a la memoria de la señora Eva Perón; por otra parte mal visto también por el poder de turno...”.
En las obras de Copi, un personaje que lleva su nombre puede ignorar que es judío, puesto que nunca ha visto el pene de otro hombre (La Internacional Argentina), los pollos reproducirse en pollos al spiedo, los huevos en huevos fritos (El uruguayo), los padres ser mujeres de un clítoris decapitado (La guerra de las mariquitas) y las ratas cultivar géneros íntimos como la correspondencia (La Cité des Rats). Todo está trastrocado, los sexos, las patrias, los reinos (animal, vegetal, mineral). Incluso, en una revolución, la única muerte es por accidente, luego de que se ha desmoronado un telón de teatro y no el teatro de la Revolución sino el Odeón de París (La vida es un tango). Pero hay algo en lo que Copi no es trans. Es antiperonista –y aquí no jode ni con la familia ni con la patria–. Describe como infierno la Argentina con Perón en el poder, en donde los Damonte-Botana tuvieron que partir al exilio (“Nos fuimos al Uruguay. ¡Cómo no me voy a acordar de la Argentina! ¡Cualquiera se acuerda del infierno, es de lo que uno más se acuerda!”); él, que es ateo de declamación y burla. Pero, ¿es gorila? Gran parte de la intelectualidad argentina contemporánea del primer gobierno peronista ha sido antiperonista, pero no necesariamente gorila. El gorilismo es artísticamente estéril: mientras el peronismo estético ha producido un kitsch y un camp de diversas suertes, el gorilismo, al basarse en un entre nos previo a cualquier enunciación, puesto que habría una antítesis absoluta entre peronismo y producción artística e intelectual, se detiene ante cualquier exigencia retórica. Su única fecundidad radica en la mera enunciación de un sentimiento que certifica per se la pertenencia a la razón (justicia), libertad (antiperonista), educación (decencia): la indignación, algo que se expresa como irreprimible, incapaz de sosegarse aun –y por eso sería más valioso– en las maneras flemáticas propias de un sentido de discreción asociado a la clase media.
Es cierto que hubo gorilas geniales, pero en quienes es precisamente el rasgo gorila el que detiene toda creación. Basta recordar al Borges que, en la dedicatoria del primer tomo de sus Obras completas, le escribe a su madre estas frases del zonzo esencialismo (gorila): “Me has dado tantas cosas (...) tu memoria y en ella la memoria de los mayores, los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú, y el oprobio de Rosas, tu prisión valerosa cuando tantos hombres callábamos” (doña Leonor había pasado quince días presa en la cárcel del Buen Pastor, acusada de escándalo en la vía pública). Hay un gorilismo autobiográfico en donde la desgracia de la Patria se asimila a la desgracia de la familia, un gorilismo que enfatiza, si no la denuncia de algo, la denuncia de que algo no se puede decir, y un gorilismo de empate que pretende una equidistancia apolítica de los bandos en pugna y concede, por ejemplo, que el bombardeo a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 fue una masacre, pero jamás lo hace espontáneamente. Tienta descubrir en Copi rasgos de los dos primeros, sobre todo luego de leer Río de la Plata. Pero, ¿cómo diferenciar allí las declaraciones serias y las paródicas, las sobreactuaciones del testimonio? Sobre todo porque la originalidad de Copi radica en que no sólo es una excepción sino que es una excepción que cambia de excepcionalidad. Bajo el nombre “Copi” puede nombrar al hijo de un nazi y de una judía, a un heterosexual que no conoce los penes, a un militante gay.
La primera pregunta que despierta el escándalo provocado por Eva Perón en los medios argentinos es: ¿por qué los mismos que decían a través del mito que Evita era el verdadero macho de la pareja Perón-Evita, gritan “¡blasfemia!” cuando es representada por un hombre? Encima un hombre que tiene el mismo nombre que un libro clave de la literatura argentina, Facundo, de Domingo F. Sarmiento, biografía de Facundo Quiroga, el caudillo llamado a representar la prehistoria clínica de la barbarie, y el mismo apellido que el mayor cineasta del camp peronista: Armando Bo. ¿No les pareció suficiente que Copi salvara a Eva de la muerte? Porque la Eva de Copi vive, y quien la ve representada por un hombre sabe entonces que esa Eva no puede morir enferma de un órgano que no tiene: la matriz.
En su libro dedicado a Copi, César Aira cuenta, de acuerdo con la versión de Helvio Botana, que Salvadora Medina comenzó a alucinar que su hijo Pitón estaba vivo: “Ya muy anciana y senil (era eterómana), la madre, que había vivido con el remordimiento, empezó a alucinar que Pitón estaba vivo, y que no la visitaba por castigarla. Entonces Poroto (Helvio) puso en escena a un falso Pitón, un amigo suyo corpulento y moreno de la edad que tendría su hermano si viviera: era muy parecido a Perón. Le dio instrucciones y su amigo fue a abrazar a la anciana haciéndose pasar por Pitón. Ella quedó totalmente convencida. El parecido con Perón le da una dimensión histórica a todo el cuento. Todas las filiaciones fantásticas y o funambulescas de Copi tienden a esa constitución de lo novelesco que trasciende la anécdota”.
Pero si se trata de inventar una escena mítica, yo prefiero la que Copi le cuenta a José Tcherkaski en Habla Copi, homosexualidad y creación.
“Tenía cinco años y tengo una conciencia viva del 17 de octubre, absolutamente viva. Allanaron mi casa; mi madre me dio un papel así de grande para que se lo diera al portero para que no lo agarraran a mi padre; mi hermano acababa de nacer; había diecisiete mujeres en la casa, yo caminé por un balconcito, lo llamé al portero y le tiré el papel. El portero recibió el papel, después fue a esperarlo a mi padre a la esquina a que llegara en un auto. Nos fuimos al Uruguay.”
Copi niño porta un mensaje que debe llegar a destino a través de un personaje secundario, el portero, para salvar al padre, toda una intriga literaria. En la escena él no está ni afuera ni adentro de la casa sino en tránsito, que podría ser la divisa de Copi.
Copi es considerado un autor de elite. Habrá que escucharlo recitar las marcas populares que declara: Oski, cronista de una fantástica fundación de Buenos Aires dibujada; Carlos Warnes, el irreverente autor de otro autor; César Bruto, a su vez autor de textos como Esplicasiones de una Señora que sescapa con otro (“¡Adiós negro, no mechés la culpa de nada y pensá que todo lo hago para que triunfés con una canción en contra mía... !¡Ha, y apurate que te van a desalojar antes del 30!”) y donde la incorrección ortográfica es sólo la forma de una incorrección de sentido. Como humorista, Copi trabajó en Tía Vicenta, revista de humor político, pero divulgadora de una jerarquía de clases fantástica (los gordis y las pirujas, la gente aut y la gente in, Mirna Delma y su novio Aldo Rubén, María Belén y Alejandra fueron personajes literarios más que categorías sociales). El director de Tía Vicenta era Landrú (Ignacio Colombres), dibujante y escritor cuya herencia era el humor absurdo de la revista La Codorniz, dirigida por Miguel Mihura, el célebre autor de El caso de la mujer asesinadita. Copi viene de ahí, pero no porque esas marcas configuren un origen siquiera mítico, ya que cada línea de Copi, ya sea en su teatro y en sus historietas como en sus novelas y cuentos, parece venir de la anterior. Porque es el arte de la réplica lo que más fascina en Copi, esa imaginación que hace que la réplica nunca sea utilitaria, que rara vez informe sino por añadidura. (¿Cuándo nos cansaremos de citar, como en La torre de la defensa, la expresión excelsa de ese arte?)
Micheline: –¿Me preferís como hombre o como mujer?
Ahmed: –Con los anteojos, como hombre; con la peluca, como mujer.
La réplica en Copi nunca es un remate ni se aprovecha solamente del significante usado por el otro; pone algo más. En el final de uno de los ensayos que va dirigiendo hacia la gran obra final sobre Copi, Daniel Link escribe (lamento la inevitable repetición de la palabra final): “En el final, Cachafaz y Raulito, mártires de la revolución antropofágica, son víctimas de la metralla. Raulito le dice a su hombre: ‘Muramosnós, se está levantando viento’ (es difícil encontrar final mejor que éste en toda la historia de la literatura argentina). Tal vez haya que entender esa última frase en relación con otro parlamento de Raulito, en el primer acto: ‘¡No te excites, Cachafaz, que el viento viene de atrás!’. ¿Qué es un viento que viene de atrás? Un viento en popa. Y no hace falta saber mucho de marinería (no hace falta ser Billy Bud) para saber que ése es un viento a favor. Así imaginaba Copi los vientos de la historia”. Y es un párrafo brillante porque no hay relación mejor para definir todo el movimiento de Copi, porque cuando en Cachafaz se dice que el viento viene de atrás y termina con que se está levantando viento, se está indicando una continuidad que jamás se ancla en la memoria sino en una frase cualquiera y capaz de atravesar la muerte. Que Copi puede ser popular lo prueba el hecho de que en este momento se esté representando en Buenos Aires Una visita inesperada con la más famosa vedette televisiva, Moria Casán, en el papel de la enfermera. Y algo que le hubiera encantado a Copi: Moria Casán es la mujer más parecida a un travesti que pueda encontrarse; al lado de ella, Facundo Bo como Evita parecía una mujer natural.
A menudo, Copi pone al mar como personaje. A veces, como en El uruguayo, lo hace desaparecer para que se pueda tocar la luna desde la playa; otras, prendido de una cita del diario de Fernando de Magallanes, quisiera hacer desaparecer la tierra, que todo sea mar, para que nada impida seguir el sol. (Dejemos de lado que en El uruguayo a la totalidad del mar y la tierra se le llama “papá”, no voy a insistir con el psicoanálisis.) Se trataría de inventar algo que permita unir los territorios ilusorios llamados patrias, ida y vuelta, o en redondo, con la corriente o contracorriente, por todo tierra o todo mar, con viento a favor o viento en contra, a la deriva, pero siempre de paso por el Río de la Plata.
Ahmed: –Con los anteojos, como hombre; con la peluca, como mujer.
La réplica en Copi nunca es un remate ni se aprovecha solamente del significante usado por el otro; pone algo más. En el final de uno de los ensayos que va dirigiendo hacia la gran obra final sobre Copi, Daniel Link escribe (lamento la inevitable repetición de la palabra final): “En el final, Cachafaz y Raulito, mártires de la revolución antropofágica, son víctimas de la metralla. Raulito le dice a su hombre: ‘Muramosnós, se está levantando viento’ (es difícil encontrar final mejor que éste en toda la historia de la literatura argentina). Tal vez haya que entender esa última frase en relación con otro parlamento de Raulito, en el primer acto: ‘¡No te excites, Cachafaz, que el viento viene de atrás!’. ¿Qué es un viento que viene de atrás? Un viento en popa. Y no hace falta saber mucho de marinería (no hace falta ser Billy Bud) para saber que ése es un viento a favor. Así imaginaba Copi los vientos de la historia”. Y es un párrafo brillante porque no hay relación mejor para definir todo el movimiento de Copi, porque cuando en Cachafaz se dice que el viento viene de atrás y termina con que se está levantando viento, se está indicando una continuidad que jamás se ancla en la memoria sino en una frase cualquiera y capaz de atravesar la muerte. Que Copi puede ser popular lo prueba el hecho de que en este momento se esté representando en Buenos Aires Una visita inesperada con la más famosa vedette televisiva, Moria Casán, en el papel de la enfermera. Y algo que le hubiera encantado a Copi: Moria Casán es la mujer más parecida a un travesti que pueda encontrarse; al lado de ella, Facundo Bo como Evita parecía una mujer natural.
A menudo, Copi pone al mar como personaje. A veces, como en El uruguayo, lo hace desaparecer para que se pueda tocar la luna desde la playa; otras, prendido de una cita del diario de Fernando de Magallanes, quisiera hacer desaparecer la tierra, que todo sea mar, para que nada impida seguir el sol. (Dejemos de lado que en El uruguayo a la totalidad del mar y la tierra se le llama “papá”, no voy a insistir con el psicoanálisis.) Se trataría de inventar algo que permita unir los territorios ilusorios llamados patrias, ida y vuelta, o en redondo, con la corriente o contracorriente, por todo tierra o todo mar, con viento a favor o viento en contra, a la deriva, pero siempre de paso por el Río de la Plata.