Por Julia Ferrer
Publicado en MIRADAS AL SUR
Ya no existe la tristeza. Tampoco hay niños inquietos, ni ancianos seniles, ni timidez, ni angustia, ni hombres flexibilizados que se tiran en la cama y dicen “esta noche no, querida”. ¿El mundo se volvió perfecto? Ni siquiera. Es sólo que en los últimos años los estados de ánimo dejaron de ser lo que eran –momentos del alma– para transformarse en enfermedades. La Fobia Social, el Síndrome de Déficit de Atención (Adhd), el Alzheimer, los ataques de pánico y la disfunción eréctil son algunos de los nuevos nombres para los viejos humores. Y no se curan con paciencia, descanso o tratamiento psicológico, sino con pastillas. Una batería de píldoras que transformó a la clásica neurosis en la principal fuente de ingresos de la industria farmacéutica y que puso en alerta a la comunidad médica mundial, a tal punto que el British Medical Journal (BMJ), una de las más prestigiosas publicaciones médicas internacionales, se vio obligada a dar una señal de alerta: en un artículo advirtió que los laboratorios –con la ayuda de los medios, las publicidades y los médicos– tenían y tienen como principal objetivo convencer al máximo de personas posible de que necesita medicarse. La nota –titulada Vender malestar: la industria farmacéutica y el comercio de la enfermedad– comienza con una frase significativa: “Hay mucho dinero por hacer si se dice a la gente que está enferma”.
“Los laboratorios no venden remedios: venden enfermedades o pseudoenfermedades –coincide Mónica Moreno Galaud, médica desde hace 44 años, homeópata desde hace 31 y profesora titular de la Asociación Médica Homeopática Argentina–. No todo olvido ni toda vejez es Alzheimer, ni toda angustia se cura con un Rivotril, ni toda mujer menopáusica tiene osteoporosis. Lo alarmante es que, cuando una persona toma una medicación que no es necesaria, puede morirse. Es así de grave. Los laboratorios ponen a circular información producida por ellos, la gente se autodiagnostica buscando en internet, y después consume remedios para curar esa supuesta enfermedad que tiene, con los riesgos que eso conlleva”.
Dame más. Reales o inventados, los problemas de salud generan fortunas. Un estudio de la encuestadora Price Waterhouse Coopers, titulado Farma 2020, la visión: ¿Qué pastilla tomarás?, estima que en el año 2020 el mercado farmacéutico mundial moverá 1,3 billones de dólares anuales. En nuestro país, los registros más recientes no llegan ni a los talones de esa cifra, pero sí dan cuenta de un aumento en las ventas. Los últimos datos dados a conocer por el Indec –correspondientes al primer semestre de 2009– informan que las 75 empresas vinculadas al sector farmacológico facturaron 5.529.315 pesos en seis meses, un monto casi idéntico a la facturación anual en el año 2005 (lo que significaría que, grosso modo, en cuatro años se duplicó el consumo). Esta información no incluye al mercado paralelo –ilegal– de comercialización de medicamentos, que según el Sindicato Argentino de Farmacéuticos y Químicos mueve más de 500 millones de pesos anuales. En cualquier caso, los medicamentos que tuvieron el mayor incremento fueron los destinados al Sistema Nervioso Central (aumentaron un 176% respecto del 2005), un “rubro” en el que se inscribe buena parte de las “enfermedades” de diagnóstico polémico, como los Ataques de Pánico, la Fobia Social, el Adhd o el Alzheimer.
Una encuesta de la consultora Ricardo Rouvier & Asociados da una explicación probable de por qué se venden tanto las pastillas para el SNC. Según el relevo, la amargura, la angustia y la tristeza son las sensaciones predominantes (55,9%) entre 535 personas encuestadas en Buenos Aires. Si esos estados de ánimo se leen como “enfermedades”, puede aventurarse por qué el consumo de estas píldoras está en auge. Ahora bien: ¿Cómo convencer a una persona de que no está angustiada, sino que tiene un ataque de pánico? Las formas de instalar una enfermedad serían similares a las de colocar cualquier otro producto en el mercado (ver recuadro) y formarían parte de un circuito de propaganda lícito. Para la industria, si el consumidor compra el producto luego de verlo publicitado, eso es parte de una etapa posterior que no incumbe a los laboratorios, sino a la relación entre médico y paciente.
En Argentina, uno de los casos más llamativos en lo que refiere a construcción y difusión de enfermedades ocurrió en 2003 cuando empezó a verse en televisión una publicidad donde se mostraba a una mujer mayor sufriendo un olvido. “Tu madre –se leía, mientras sonaba un fondo de guitarras tristes– no se acuerda las fechas/ se olvida los nombres/ y las caras / entonces/ el que está distraído/ sos vos/”. La propaganda estaba firmada por la Asociación de Lucha contra el Mal de Alzheimer (Alma). Ese año, el diario Clarín sacó 40 artículos que aludían a la enfermedad, cuando el año anterior había publicado unos 20. Y en Estados Unidos voceros de distintas asociaciones de enfermos aseguraban que el incremento en el número de pacientes con Alzheimer haría colapsar los sistemas de salud americanos. Pero contra todo mensaje apocalíptico, estaban los números: sólo el 0,5 por ciento de la población mundial tenía (y tiene) Alzheimer. Y sólo el 1,1 por ciento de los argentinos lo padecían (y padecen). ¿A qué se debía el estallido mediático? A que Novartis, el laboratorio que vende las drogas contra la enfermedad, estaba por lanzar una nueva pastilla. “Ese año, con esa publicidad quedamos preocupados porque se desató una paranoia generalizada –recuerda el neurólogo Ignacio Brusco, director del Centro de la Enfermedad de Alzheimer de la facultad de Medicina de la UBA–. Fue una campaña compleja, que básicamente proponía que si tenés un solo síntoma (olvido) tenés Alzheimer. Y lo cierto es que el diagnóstico del Alzheimer necesita tiempo, imágenes y gastos sanitarios. Pero eso no se entendió. En los hospitales estábamos desbordados y encima los consultorios se nos llenaron con pacientes sanos.”
Cancún o la enfermedad. La primera campaña de salud polémica se dio en la década del ’80 con el Prozac, el primer medicamento que se valió de los medios de comunicación para dirigirse a sus potenciales usuarios y dejar a los médicos relegados a un segundo plano. Con la llegada del Prozac se empezó a hablar de “depresión”. Del mismo modo, en los ’90 se instalaron discursivamente la “fobia social” y los “ataques de pánico”, dos trastornos que en lo inmediato encontraron su cura: el clonazepán (cuya marca más conocida es el Rivotril), el Aurorix (un antidepresivo contra la fobia social) y el Seroxat (“la píldora contra la timidez”). El último de la lista es el Paxil, una pastilla para el “trastorno de ansiedad generalizada”. Para septiembre de 2001, en Estados Unidos las publicidades del medicamento mostraban los ataques a las Torres Gemelas y proponían tratar “esa ansiedad” con la ingesta de “esta píldora”.
El marketing es el rubro en el que más invierten los laboratorios. Incluso supera al de “investigación médica”. En la web de la comisión de Valores de la Bolsa Estadounidense, hay un artículo llamado Beneficiarios del dolor. Dónde va el dinero, donde se detalla que los laboratorios destinan el 27% de sus ingresos al marketing, el 19% a los gastos administrativos, y el 11% a la investigación. Como muestra basta una píldora: Phyzer, el laboratorio que inventó el Viagra, invirtió 32.259 millones de dólares en marketing y cinco mil millones en investigación. ¿Por qué es tan importante el marketing? Marcia Angell, periodista y médica egresada de Harvard, da una respuesta en su libro La verdad acerca de la industria farmacéutica. Cómo nos engaña y qué hacer al respecto. Allí explica cómo los laboratorios tienen su mayor negocio en lanzar variaciones “menores” de drogas ya existentes, a las que Angell llama “drogas yo también”. Uno de los problemas de estos remedios es que, como son iguales a otros medicamentos, es difícil que el público quiera pagar precios altos por ellos. Por eso, la industria gasta fortunas en marketing, algo que luego se traslada a los precios. La estrategia funciona. Según Angell, la industria farmacéutica obtiene un 17% de beneficio neto, mientras que las multinacionales más potentes del planeta suelen tener una rentabilidad que ronda el 3%.
Para Daniela Gutiérrez, investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), este auge medicamentoso tiene una explicación principal: la salud hoy se transformó en un commodity, entró en la lógica del mercado. “El cuerpo enfermo es un interrogante para la ciencia y para la industria farmacológica y su mercado. Los laboratorios se dieron cuenta de que el mejor propagandista médico es el paciente –explica Gutiérrez–. Hay un estilo muy americano que es el awareness, el “dar alerta”: el concepto de que nadie mejor que usted, consumidor, puede detectar la enfermedad. Hay una democratización del diagnóstico que permite que cualquier persona sepa detectar la propia dolencia. Y con este mecanismo nuestra cultura ha medicalizado no sólo la enfermedad sino que paulatinamente ha avanzado hacia la medicalización de la salud, la reproducción, la sexualidad, el envejecimiento y hasta la muerte.” Gutiérrez sostiene que la salud entró en la categoría de “producto”.Y algo de eso pudo intuirse un par de años atrás, cuando la publicidad de una medicina prepaga planteó las cosas sin eufemismos: “¿Cuánto se paga una apendicitis?” preguntaba un locutor en off. Y luego daba la respuesta: “Lo mismo que una semana en Cancún”.