Por Mariano Kairuz
Publicado en RADAR
El año pasado Francis Ford Coppola entrevistó a Robin Wright Penn para la revista Interview. En medio de una conversación distendida, sin sonar quejosa ni poner nunca tintes demasiado trágicos sobre el estancamiento en que parece encontrarse una carrera que alguna vez fue muy promisoria, la actriz confesó sentirse encasillada por Hollywood. “Muy a menudo soy la esposa a la que el marido ha estado engañando –dijo–. Siempre me dan el papel de la mujer deprimida; la madre sensible, metida para adentro, torturada. Y muchas veces es algo con lo que no se puede ir demasiado lejos. Simplemente te convertís en la esposa deprimida.” Se trata, hay que recordarlo, de la misma mujer que quince años atrás, mirando hacia el abismo en uno de los momentos más indelebles de Forrest Gump, parecía a punto de dar el gran salto, de transformarse en una de las estrellas del nuevo siglo.
Pero no fue así. Algo pasó en el medio, y el 2009 la encontró llevando adelante con su enorme convicción habitual un papel demasiado breve en Los secretos del poder, con Russell Crowe, y absurdamente filtrada por los dibujitos digitales en la inanimada Navidad dickensiana de Robert Zemeckis (que ya le había pagado por poner sólo su voz en Beowulf). Robin Wright alega haber descuidado su carrera durante años, un poco debido a inseguridades que hoy dice haber dejado atrás, y en buena parte para criar a los hijos de su matrimonio con Sean Penn. Lo cual pone todo el asunto de convertirse en “la esposa depresiva” tras un cristal, por así decirlo, un poco oscuro.
La entrevista con Coppola tuvo lugar en ocasión de uno de esos varios “regresos” que parece tener cada tanto Robin Wright. Había terminado de filmar The Private Lives of Pippa Lee, dirigida por Rebecca Miller, sobre su propia novela, que ahora acaba de llegar al DVD argentino bajo el título Vidas privadas de gente famosa. La película empieza con un primer plano de Wright que ilumina sin complejos una cara a la que la madurez le sienta muy bien. Es el rostro del personaje, Pippa Lee, una mujer que vivió una juventud vertiginosa pero a la que los 40 y pico la encuentran aplanada, a la sombra de un marido célebre mucho mayor que ella (Allan Arkin), y a punto de empezar a sufrir lo que ella misma define como “el más tranquilo de los ataques de nervios”. Esa cara es también la de la actriz, que esta semana cumplió 44 años, y que se ve hermosa y a la vez tan lejos de esa visión rubia aparecida 23 años atrás.
Aquella visión fue fugaz: la lozanía de esa cara por entonces redonda como una galleta y el pelo largo y brillante la convirtieron en la más encantadora princesa del más anacrónico cuentos de hadas, tal como supo verlo Rob Reiner a la hora de presentarla al mundo en una muy divertida parodia titulada justamente La princesa prometida. Hasta ese momento, Robin Virginia Gayle Wright (nacida en Houston, Texas, criada en San Diego, California) era sólo una actriz de telenovela que pocos años antes ni siquiera pensaba en dedicarse a la actuación, sino a la danza. Tres años más tarde filmaba Tiro de gracia, módicamente entretenido thriller de mafia irlandesa en Nueva York en el que conoció a Sean Penn, con quien no llegó a calentar mucho la pantalla pero sí a cocinar algo detrás de escena, ya que lo de ellos lleva –hiatos y contratiempos públicos, licencias extramatrimoniales, y solicitudes de divorcio retractadas, mediante– dos décadas.
Luego pasarían Moll Flanders, las pequeñas participaciones en películas que dirigió su marido, y alguna junto a él (De Lovely); el fracasado intento de la Warner de convertirla en estrella romántica (Mensaje de amor, con Kevin Costner) y la espiral sin salida en la que giran todas esas mujeres, esposas, madres sufridas o torcidas (El protegido, de Shyamalan, White Oleander, Una casa en el fin del mundo, Violación de domicilio, de Anthony Minghella). En todo caso, ahora que es la mujer hermosa de 40 y pico a la que Hollywood sólo atina a ofrecerle papeles de mujer hermosa pero de 40 y pico, vale recordar a Jenny Curran, el personaje que en Forrest Gump supo dar cuenta muy anticipadamente del paso de aquella cara vibrante y circular a su luminosa madurez. Su transformación era increíble, lo que no es poco decir para una película que barrió décadas enteras en menos de tres horas. Y ahí ya estaba todo, todo junto; en ese increíble look de los ‘70, de stripper y reviente al borde del abismo –que tan bien le quedaba–, ya vivían simultáneamente la chica incandescente y la mujer curtida que una década y media más tarde –-tantos años más en tiempo hollywoodense– seguiría fotografiando como pocas.