29/3/12

El incómodo George Orwell

Por Pablo Capanna
Publicado en TEATRO


Hay autores que, sin llegar a ser “malditos”, recién comienzan a ser tolerados cuando el tiempo acaba de enterrar a sus enemigos y de disipar los prejuicios con que cargaban. Para entonces, descubrimos que se han convertido en clásicos.
Por supuesto, es muy difícil que esto ocurra en vida de los autores. Menos aún en el caso de George Orwell, a quien la muerte alcanzó a edad muy temprana. Irónicamente, Christopher Hitchens se atrevió a proclamar “la victoria de Orwell” recién cuando el autor de 1984 hubiera cumplido cien años, de no haber muerto medio siglo antes. Para entonces, el año 1984, la fecha que en 1948 Orwell le puso a su indeseable futuro, había pasado sin pena ni gloria por los calendarios y la obra parecía relegada a una temprana arqueología. Los terrores que inspiraba el Estado totalitario ya se habían esfumado, tras la derrota de los fascismos y el visible agotamiento del régimen soviético.
A pesar de lo dicho, si hoy releemos la novela de Orwell con un criterio un poco más distanciado, puede que aún nos siga inquietando. Con el fin del totalitarismo, no han desaparecido las amenazas a la libertad; de hecho, la tecnología las ha vuelto más sutiles o quizás un poco menos brutales. Las vocaciones autoritarias y manipuladoras siguen vigentes, al igual que los líderes que se creen inmortales e infalibles.

UN UTÓPICO DESENCANTADO

Eric A. Blair (1903-1950) recién comenzó a firmar como “George Orwell” en su madurez, cuando se decidió a conjugar sus dos vocaciones, la política y la literaria. Dejando atrás la crítica de costumbres, apeló a las libertades que brinda lo fantástico para escribir dos ficciones políticas: un falso cuento para niños como Rebelión en la granja y una novela de anticipación como 1984.
Educado en Eton, Orwell fue gendarme en Birmania, lavaplatos en París, maestro y  vendedor de libros usados en Londres. Periodista de alto vuelo, fue el fiel cronista de las injusticias que descubrió en las colonias del Imperio y en las minas de cobre inglesas. Compartir la vida de los mineros le causó la tuberculosis que lo llevó a la tumba a los 46 años.
Cuando en España estalló la guerra civil, el joven Orwell se fue a luchar contra Franco, pero prefirió enrolarse en las improvisadas milicias del POUM antes que en las Brigadas Internacionales que reclutaba el Partido Comunista. Entre los anarquistas de Barcelona, creyó encontrar por un momento “el ideal de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador”, para decirlo con las palabras de ese breve pero rotundo ensayo político que incluye 1984. En pocos meses, le tocó presenciar la traición de quienes, por obediencia a Moscú, sacrificaron a esos aliados de izquierda que habían emprendido una inoportuna revolución. El miliciano anarquista que había sido jefe militar de Orwell fue detenido y ejecutado, tras haber sido sometido al suplicio de las ratas, el mismo que sufre Winston en la novela. Orwell fue uno de los escasos testigos que registró toda la persecución en su Homenaje a Cataluña. Quizás fue entonces cuando comenzó a imaginar el cínico mundo de 1984, donde la historia se reescribe cada vez que cambian las alianzas entre las tres potencias. Y hoy sabemos que, en esa ocasión, la suerte estuvo del lado del escritor: el NKVD (sigla que, en ruso, corresponde a lo que podría traducirse como “Comisariado político para asuntos internos”), cuando Orwell decidió abandonar España, ya lo tenía en la mira como un potencial enemigo del cual pronto habría que desembarazarse.
Durante la segunda guerra mundial, Orwell estuvo en Inglaterra, donde fue movilizado para la defensa, y trabajó, no sin disgusto, en tareas de propaganda para la BBC. Pudo ganarse la vida como periodista y crítico literario, siempre bajo la vigilancia de las autoridades británicas, que lo veían como un sospechoso izquierdista. El concepto de “guerra fría” era algo que él mismo había creado.
Orwell fue un escritor esencialmente político, pero su independencia de criterio hizo que resultara incómodo para todos, en un tiempo signado por el fanatismo. Su nombre fue ignorado durante años en los debates culturales de la izquierda, y sus obras fueron usadas por los conservadores para sus propios fines. Su obra nunca gozó de gran popularidad y su carrera literaria fue tan poco apacible como su vida.
Con el tiempo, se supo que en los círculos del poder soviético 1984 y Rebelión en la granja eran muy leídos, al tiempo que el aparato cultural por ellos controlado hacía todo lo posible para que fueran ignorados en Occidente. Sus críticas al stalinismo le habían valido el rótulo de “trotskista” genérico que “le hacía el juego a la derecha.”
Recién después de que el deshielo puesto en marcha por Jruschev derribó el ídolo de Stalin se pudo empezar a hablar sin temor de Orwell, cuando ya habían pasado veinte años de su muerte.

DEL INQUISIDOR AL COMISARIO

Entre los profetas que fueron capaces de vislumbrar las desmesuras y crueldades del siglo veinte, habría que contar a Kafka, cuyo cuento En la colonia penitenciaria parece anticipar los campos de concentración. Antes que él, Dostoievski imaginó la historia del Gran Inquisidor, que ocupa todo un capítulo de Los hermanos Karamazov. En esa parábola, ahora que hemos aprendido que la ideología es capaz de inspirar el mismo fanatismo que antes solía provocar la religión, podría buscarse el germen de 1984. El inquisidor sevillano capaz de indagar al propio Cristo, apresado como sospechoso de herejía, habla la misma lengua que ese O’Brien que juzga a Winston Smith. El Comisario y el Gran Inquisidor son iluminados. Están convencidos de que la felicidad es incompatible con la libertad y piensan que el hombre debe ser gobernado por el miedo y la ignorancia. No son hipócritas sino fanáticos, que invocan altos principios para torturar y matar sin culpa. Pero O’Brien no se conforma con matar: quiere hacer tabula rasa con la conciencia de sus víctimas para reescribirla a voluntad.
En sus Memorias del subsuelo, Dostoievski reclamaba el derecho a afirmar algo tan absurdo como “2+2=5.” Winston vive en un mundo donde el acatamiento ciego a fórmulas como esa es considerado la mejor prueba de sumisión. Para él, la libertad consiste en sostener que “2+2=4” o defender esa evidencia sin temor a represalias. Cuando O’Brien lo invita a brindar por el futuro, Winston prefiere hacerlo por el pasado, al que ve destruir cada vez que la historia oficial es rectificada por los censores.
1984 pertenece al género que los teóricos llaman distopía, esa versión negativa de la utopía que creó el ruso Evgeni Zamiatin. Su novela Nosotros (1921), escrita en la etapa embrionaria del totalitarismo, llegó a manos de Orwell cuando aún circulaba en forma clandestina. En Nosotros, también existe un Estado todopoderoso, y la rebeldía de los personajes se concentra en cultivar las pasiones prohibidas, tal como lo hacen Winston y Julia a la sombra del Gran Hermano. Pero aunque los amantes de Zamiatin acaban por rendirse ante el poder, Nosotros deja un resquicio de esperanza; lo mismo ocurre con Un mundo feliz, de Huxley, también inspirado por la novela rusa. De hecho, 1984 es la más nihilista de las tres distopías, aunque sea costumbre presentarla como un canto a la libertad. El mundo del Gran Hermano, donde la esperanza parece haber sido extirpada, está pensado para despertar indignación en el lector, pero no carga con un mensaje explícito.

ODIO Y MENOSPRECIO PÓSTUMOS
A comienzos del siglo XXI, 50 años después de su muerte, Orwell seguía siendo tan odiado como menospreciado, porque muchos de los que habían hecho lo posible por silenciarlo aún vivían. Orwell les seguía resultando incómodo, porque los obligaba a justificar su pasado.
E, incluso tras la extinción de aquellos dinosaurios, nuevas generaciones de esa especie apelaron a renovados criterios para juzgar y discriminar, parámetros que hasta entonces habían crecido al margen de los dogmas políticos. Y, al examinar a Orwell con el nuevo instrumental teórico, fue posible acusarlo tanto de ser asexuado como sexista, homófobo u homófilo, sospechoso de masoquismo y responsable de imperdonables torpezas de estilo; todo eso, en un mundo que no dejaba de proclamar el relativismo y la tolerancia. Posmodernos y deconstructores fueron tan duros como el Partido a la hora de juzgar a Orwell, y lo sometieron a esa clásica Biografía no Autorizada que es la solución final para acabar con los creadores.
En 1996, se denunció que Orwell trabajaba secretamente para el Gran Hermano, ya que había redactado por cuenta del espionaje una lista negra de intelectuales y artistas de la izquierda. A pesar del sensacional anuncio, la historia ya era conocida y había nacido de un juego que Orwell practicaba con su amigo Richard Rees. Tras preguntarse qué hubiera ocurrido si a Inglaterra le tocaba atravesar una situación similar a la de la Francia ocupada, jugaron a predecir quiénes estarían dispuestos a trabajar para una eventual dictadura. Orwell nunca ocultó la opinión que le merecían los oportunistas con muchos de los cuales había tenido que lidiar. Y el hecho de que la lista llegara a manos de otra amiga vinculada con los servicios de inteligencia, no prueba en modo alguno que Orwell la hubiese hecho por encargo.
Cuando Orwell escribió 1984, la figura del Gran Hermano simbolizaba la mirada impiadosa de un Estado que fisgonea la vida de sus súbditos desde la pantalla, a la manera de ese mítico ojo de Horus que nos espía desde los dólares. Más de medio siglo después, por el contrario, abunda la gente dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de exhibir su insignificancia en las pantallas de la televisión. Irónicamente, aún siguen invocando al Gran Hermano.

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