Publicado en TEATRO
Hay autores que, sin llegar a ser “malditos”, recién comienzan a ser tolerados cuando el tiempo acaba de enterrar a sus enemigos y de disipar los prejuicios con que cargaban. Para entonces, descubrimos que se han convertido en clásicos.
Por
supuesto, es muy difícil que esto ocurra en vida de los autores. Menos aún en
el caso de George Orwell, a quien la muerte alcanzó a edad muy temprana. Irónicamente,
Christopher Hitchens se atrevió a proclamar “la victoria de Orwell” recién cuando
el autor de 1984 hubiera cumplido
cien años, de no haber muerto medio siglo antes. Para entonces, el año 1984, la
fecha que en 1948 Orwell le puso a su indeseable futuro, había pasado sin pena
ni gloria por los calendarios y la obra parecía relegada a una temprana
arqueología. Los terrores que inspiraba el Estado totalitario ya se habían esfumado,
tras la derrota de los fascismos y el visible agotamiento del régimen soviético.
A
pesar de lo dicho, si hoy releemos la novela de Orwell con un criterio un poco
más distanciado, puede que aún nos siga inquietando. Con el fin del
totalitarismo, no han desaparecido las amenazas a la libertad; de hecho, la
tecnología las ha vuelto más sutiles o quizás un poco menos brutales. Las
vocaciones autoritarias y manipuladoras siguen vigentes, al igual que los
líderes que se creen inmortales e infalibles.
UN UTÓPICO DESENCANTADO
Eric
A. Blair (1903-1950) recién comenzó a firmar como “George Orwell” en su
madurez, cuando se decidió a conjugar sus dos vocaciones, la política y la literaria. Dejando
atrás la crítica de costumbres, apeló a las libertades que brinda lo fantástico
para escribir dos ficciones políticas: un falso cuento para niños como Rebelión en la granja y una novela de
anticipación como 1984.
Educado
en Eton, Orwell fue gendarme en Birmania, lavaplatos en París, maestro y vendedor de libros usados en Londres. Periodista
de alto vuelo, fue el fiel cronista de las injusticias que descubrió en las
colonias del Imperio y en las minas de cobre inglesas. Compartir la vida de los
mineros le causó la tuberculosis que lo llevó a la tumba a los 46 años.
Cuando
en España estalló la guerra civil, el joven Orwell se fue a luchar contra
Franco, pero prefirió enrolarse en las improvisadas milicias del POUM antes que
en las Brigadas Internacionales que reclutaba el Partido Comunista. Entre los
anarquistas de Barcelona, creyó encontrar por un momento “el ideal de un
paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin
trabajo agotador”, para decirlo con las palabras de ese breve pero rotundo
ensayo político que incluye 1984. En pocos
meses, le tocó presenciar la traición de quienes, por obediencia a Moscú,
sacrificaron a esos aliados de izquierda que habían emprendido una inoportuna
revolución. El miliciano anarquista que había sido jefe militar de Orwell fue
detenido y ejecutado, tras haber sido sometido al suplicio de las ratas, el
mismo que sufre Winston en la
novela. Orwell fue uno de los escasos testigos que registró
toda la persecución en su Homenaje a
Cataluña. Quizás fue entonces cuando comenzó a imaginar el cínico mundo de 1984, donde la historia se reescribe
cada vez que cambian las alianzas entre las tres potencias. Y hoy sabemos que,
en esa ocasión, la suerte estuvo del lado del escritor: el NKVD (sigla que, en
ruso, corresponde a lo que podría traducirse como “Comisariado político para
asuntos internos”), cuando Orwell decidió abandonar España, ya lo tenía en la
mira como un potencial enemigo del cual pronto habría que desembarazarse.
Durante
la segunda guerra mundial, Orwell estuvo en Inglaterra, donde fue movilizado
para la defensa, y trabajó, no sin disgusto, en tareas de propaganda para la BBC. Pudo ganarse la
vida como periodista y crítico literario, siempre bajo la vigilancia de las
autoridades británicas, que lo veían como un sospechoso izquierdista. El concepto
de “guerra fría” era algo que él mismo había creado.
Orwell
fue un escritor esencialmente político, pero su independencia de criterio hizo
que resultara incómodo para todos, en un tiempo signado por el fanatismo. Su
nombre fue ignorado durante años en los debates culturales de la izquierda, y
sus obras fueron usadas por los conservadores para sus propios fines. Su obra
nunca gozó de gran popularidad y su carrera literaria fue tan poco apacible
como su vida.
Con
el tiempo, se supo que en los círculos del poder soviético 1984 y Rebelión en la granja
eran muy leídos, al tiempo que el aparato cultural por ellos controlado hacía todo
lo posible para que fueran ignorados en Occidente. Sus críticas al stalinismo le
habían valido el rótulo de “trotskista” genérico que “le hacía el juego a la
derecha.”
Recién
después de que el deshielo puesto en marcha por Jruschev derribó el ídolo de
Stalin se pudo empezar a hablar sin temor de Orwell, cuando ya habían pasado veinte
años de su muerte.
DEL INQUISIDOR AL COMISARIO
Entre
los profetas que fueron capaces de vislumbrar las desmesuras y crueldades del
siglo veinte, habría que contar a Kafka, cuyo cuento En la colonia penitenciaria parece anticipar los campos de concentración.
Antes que él, Dostoievski imaginó la historia del Gran Inquisidor, que ocupa
todo un capítulo de Los hermanos
Karamazov. En esa parábola, ahora que hemos aprendido que la ideología es
capaz de inspirar el mismo fanatismo que antes solía provocar la religión, podría
buscarse el germen de 1984. El
inquisidor sevillano capaz de indagar al propio Cristo, apresado como
sospechoso de herejía, habla la misma lengua que ese O’Brien que juzga a
Winston Smith. El Comisario y el Gran Inquisidor son iluminados. Están convencidos
de que la felicidad es incompatible con la libertad y piensan que el hombre debe
ser gobernado por el miedo y la ignorancia. No son hipócritas sino fanáticos, que
invocan altos principios para torturar y matar sin culpa. Pero O’Brien no se conforma
con matar: quiere hacer tabula rasa
con la conciencia de sus víctimas para reescribirla a voluntad.
En
sus Memorias del subsuelo, Dostoievski
reclamaba el derecho a afirmar algo tan absurdo como “2+2=5.” Winston vive en
un mundo donde el acatamiento ciego a fórmulas como esa es considerado la mejor
prueba de sumisión. Para él, la libertad consiste en sostener que “2+2=4” o
defender esa evidencia sin temor a represalias. Cuando O’Brien lo invita a
brindar por el futuro, Winston prefiere hacerlo por el pasado, al que ve destruir
cada vez que la historia oficial es rectificada por los censores.
1984 pertenece al género que los teóricos llaman distopía, esa versión negativa de la utopía que creó el ruso Evgeni
Zamiatin. Su novela Nosotros (1921),
escrita en la etapa embrionaria del totalitarismo, llegó a manos de Orwell
cuando aún circulaba en forma clandestina. En Nosotros, también existe un Estado todopoderoso, y la rebeldía de
los personajes se concentra en cultivar las pasiones prohibidas, tal como lo hacen
Winston y Julia a la sombra del Gran Hermano. Pero aunque los amantes de
Zamiatin acaban por rendirse ante el poder, Nosotros
deja un resquicio de esperanza; lo mismo ocurre con Un mundo feliz, de Huxley, también inspirado por la novela rusa. De
hecho, 1984 es la más nihilista de
las tres distopías, aunque sea costumbre presentarla como un canto a la libertad. El mundo del
Gran Hermano, donde la esperanza parece haber sido extirpada, está pensado para
despertar indignación en el lector, pero no carga con un mensaje explícito.
ODIO Y MENOSPRECIO PÓSTUMOS
A comienzos
del siglo XXI, 50 años después de su muerte, Orwell seguía siendo tan odiado
como menospreciado, porque muchos de los que habían hecho lo posible por
silenciarlo aún vivían. Orwell les seguía resultando incómodo, porque los obligaba
a justificar su pasado.
E,
incluso tras la extinción de aquellos dinosaurios, nuevas generaciones de esa
especie apelaron a renovados criterios para juzgar y discriminar, parámetros que
hasta entonces habían crecido al margen de los dogmas políticos. Y, al examinar
a Orwell con el nuevo instrumental teórico, fue posible acusarlo tanto de ser
asexuado como sexista, homófobo u homófilo, sospechoso de masoquismo y
responsable de imperdonables torpezas de estilo; todo eso, en un mundo que no
dejaba de proclamar el relativismo y la tolerancia. Posmodernos
y deconstructores fueron tan duros como el Partido a la hora de juzgar a Orwell,
y lo sometieron a esa clásica Biografía no Autorizada que es la solución final
para acabar con los creadores.
En
1996, se denunció que Orwell trabajaba secretamente para el Gran Hermano, ya
que había redactado por cuenta del espionaje una lista negra de intelectuales y
artistas de la izquierda.
A pesar del sensacional anuncio, la historia ya era conocida
y había nacido de un juego que Orwell practicaba con su amigo Richard Rees.
Tras preguntarse qué hubiera ocurrido si a Inglaterra le tocaba atravesar una
situación similar a la de la
Francia ocupada, jugaron a predecir quiénes estarían dispuestos
a trabajar para una eventual dictadura. Orwell nunca ocultó la opinión que le
merecían los oportunistas con muchos de los cuales había tenido que lidiar. Y el
hecho de que la lista llegara a manos de otra amiga vinculada con los servicios
de inteligencia, no prueba en modo alguno que Orwell la hubiese hecho por
encargo.
Cuando
Orwell escribió 1984, la figura del
Gran Hermano simbolizaba la mirada impiadosa de un Estado que fisgonea la vida
de sus súbditos desde la pantalla, a la manera de ese mítico ojo de Horus que
nos espía desde los dólares. Más de medio siglo después, por el contrario,
abunda la gente dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de exhibir su insignificancia
en las pantallas de la televisión. Irónicamente , aún siguen invocando al
Gran Hermano.