Por Beatriz Sarlo
Publicado en PAGINA 12
El poder ha vuelto adonde estaba en el siglo XIX, antes de la organización nacional. Los gobernadores, los senadores que representan a las provincias y, por supuesto, también los diputados (que representarían a la ciudadanía sin divisiones provinciales) deciden la forma que tendrá nuestro futuro más inmediato. A cualquiera le queda claro que son los gobernadores quienes tienen la voz cantante y es por eso que el poder del estado nacional está repartido, desigualmente, entre los estados provinciales. La Argentina ha destruido aquella construcción nacionalestatal que le costó esfuerzo, sangre y guerras. Lo que vendrá puede ser, entonces, un país dividido entre las potencias locales que lo integran (ésta es la peor hipótesis) o una nación que decide, por segunda vez en su historia, organizarse como estado. La decadencia final o un largo y difícil camino de reconstrucción republicana, que sostenga una democracia igualitaria.
En este cuadro de estallido del poder central en poderes locales, el peronismo será el protagonista decisivo. No sólo porque ganó las últimas elecciones, sino porque obtuvo, desde antes, la mayor parte de los poderes locales. El peronismo exportará sus conflictos o sus acuerdos a toda la nación. La Argentina, una vez más, depende de este partido. Así son sencillamente las cosas: de lo que haga el peronismo, del acuerdo a que lleguen sus señores provinciales, dependerá el curso de la política. Y, se sabe, en la sala donde se sientan los grandes electores justicialistas, hay de todo: oligarcas reaccionarios, populistas conservadores, proteccionistas, liberales moderados.
En paralelo, sin duda, las fuerzas sociales reclaman ser escuchadas. Que se las escuche será una verdadera novedad porque, en los últimos diez años, tanto Menem como De la Rúa fueron ejecutores de un régimen político que tuvo en cuenta exclusivamente los intereses del capitalismo financiero más concentrado y, en los márgenes, de un grupo formado por los muy poderosos del capitalismo local.
La Argentina necesita cambiar de régimen político. Y digo esto en un sentido fuerte: es necesario que las instituciones dejen de ser una red de transmisión de órdenes de ese sector capitalista completamente minoritario, que no ha vacilado en castigar a la sociedad con los sacrificios más crueles, presentados como la única salida posible.
Las puebladas que dieron por tierra el gobierno caricaturesco de De la Rúa no son una base para pensar este cambio de régimen. Ellas estuvieron animadas por un fuerte sentimiento antipolítico, que tiene todos los motivos bien a la vista. Ese sentimiento es un síntoma, no un remedio. Los que estuvimos en las manifestaciones, vimos allí una fotografía de la sociedad: la cultura de calle de los barras bravas y la cultura de manifestación de las capas medias, la furia de los marginales y la moderación de los jóvenes que iban con sus botellas de agua mineral o sus bicicletas. Todos se sintieron estafados y victimizados. Todos rugían contra los políticos.
Y, sin embargo, lo que la Argentina necesita, además de dar comida ya mismo a millones de personas, es una larga y trabajosa construcción de un nuevo escenario político. O, más que un escenario, un nuevo tipo de relación entre política y economía, entre gobierno y capitalismo: una relación de la mayor autonomía. Escribo esto y no dejo de percibir que la tarea es gigantesca y que los protagonistas hasta hoy sólo han discutido mínimas porciones de poder. Sin embargo, la cuestión se plantea en términos nítidos: cambio de régimen o decadencia nacional que, además, comporta sufrimientos que incluso hoy no imaginamos.