23/12/01

Lola

Por Guillermo Saccomanno
Publicado en PAGINA 12

En un mes voy a ser abuelo. Que mi hija y su compañero decidieran llamar Lola a la nena por nacer me gusta. Es un lindo nombre Lola. Alude a cierto ritmo musical, a una heroína del cine y también a cuando se arma una. Ni mi hija ni su compañero pensaron en Lola como diminutivo de Dolores, no. Es otra cuestión. Nada de dolores. Alegría pura. Y esperanza.
En estos días de insurgencia, mientras espero el nacimiento de mi nieta, la dictadura financiera causó veinticinco muertes. Este es el país en que nací, en donde tuve hijas y voy a ser abuelo. Y también el país en el que, hasta hace poco, me preguntaba, con amargura, cuál era el sentido de traer más vidas. Quiero apartar deliberadamente cualquier noción de sentimentalismo de esta reflexión. La insurgencia popular que estalló en estos días me enfrentó con mi historia. Me acordé del bombardeo de la Plaza de Mayo en el 55. Me acordé del 66, cuando a los dieciséis empezaba a trabajar, y vi los tanques en la Plaza. Me acordé también de la Plaza en el 73, cuando una primavera revolucionaria prometía una sociedad más justa. Me acordé de la Plaza de la traición, poco después, cuando un líder popular expulsó a la militancia que por él había dado la vida. Me acordé de la Plaza del 82: esa manifestación de repudio a la dictadura, y después, casi de inmediato, la Plaza de Malvinas. También me acordé de la Plaza del 83. Y de, otra vez, la Plaza traicionada del “la casa está en orden”. Me refiero a esa Plaza que es, por derecho conquistado, la Plaza de las Madres. El jueves estuve otra vez en la Plaza. Y me acuerdo.
Insisto: quiero apartar el sentimentalismo de esta reflexión. Noches atrás, quizá como muchos argentinos, me preguntaba el sentido de traer vidas ya no a este mundo, sino a este país. Apostar a una vida es apostar a un porvenir. ¿Qué es lo por venir en un país donde los hijos no tienen garantizados ni siquiera los mínimos derechos humanos de trabajo, salud, educación y vivienda?
Los poderosos de turno, que no son otros que los de siempre, apuestan a una administración futura de lo que robaron. Con seguridad, se preocupan por la herencia porque no tienen para dejarles a sus hijos otra cosa que el botín. El estanciero que les cede a los hijos su tierra, el empresario que les entrega a sus hijos su fortuna, el político que le concede a su progenie los beneficios de la impunidad, vienen a confirmar la injusticia de la herencia. Si a algo apostó mi generación fue a un cuestionamiento de estos privilegios. En la Plaza de estos días, si hubo lola, fue porque hubo un pueblo harto (el término hartazgo fue repetido una y otra vez en estos días) que abandonó su rutina de queja y la cambió por la protesta para rebelarse contra un sistema que no resiste más. Las caretas se van cayendo. Y si no se caen por su peso, son arrancadas.
Cuando en los 70 yo era padre por primera vez, apostaba por una sociedad más justa. Creo que mi hija y su compañero también coinciden en esta apuesta. No es la apuesta de los hijos del poder (sabemos sus fiestas, vemos sus fotos, conocemos sus andanzas). Todos ellos, llámense como se llamen, están salpicados por la sangre de las víctimas. Pongan el apellido que quieran. Tomen o no conciencia, ninguno de los hijos del poder, aun cuando puedan arrepentirse de sus padres, redimirá las veinticinco muertes de los últimos días. Nada, ningún gesto, les devolverá la vida a los que murieron. Los hijos del poder están condenados, de por vida, a arrastrar esa culpa. Aclaro: no pienso esto en términos de revancha. Las vidas no son intercambiables.
Los hijos del pobrerío, en cambio, como herencia tienen asignado morir de injusticia y represión. No me canso de decirlo: hay que unir la historia privada con la pública. A los poderosos, últimamente, no les bastaba con llenar sus arcas. Además, tenían que exhibirse. Su riqueza ysu patetismo, sus sanitarios y sus hijos. La exhibición legitimaba su poder. Ahora los pobres vienen a legitimar el suyo. Es el poder de los humillados y ofendidos. Y vienen a probar que le perdieron el miedo a la muerte. Quizá porque se cansaron de vivir bajo su amenaza. De aquí en más, los poderosos tendrán el destino de vergüenza que siempre merecieron: esconderse. En la Plaza de estos días, los pibes que le ponían el pecho descubierto a la represión no enfrentaban sólo los caballos policiales. Enfrentaban un sistema, su oprobio, sus mecanismos de control social, su lenguaje. Mentiría si digo que esta Plaza del 20 de diciembre no me devolvió a los momentos más optimistas de mi historia.
Mi padre, que supo ser sindicalista y murió enfermo y en la pobreza, me dejó una lección. Que el pueblo es santo aun en sus errores. Que su cólera, cuando revienta, es siempre justa. Y que en su avance, cuando gana la calle, es imparable. No tengo otra reflexión en estos días. Tampoco otra herencia para Lola.


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