Por Roberto Cossa
Publicado en PAGINA 12
Renunció De la Rúa. Hay una sensación generalizada de alivio. También hubo alivio el día que fue derrocado Arturo Illia; y lo mismo ocurrió cuando cayó Isabelita. Hubo alivio mayúsculo cuando los militares se fueron; y también cuando en su momento Alfonsín y Menem dejaron el poder.
Pero hay una diferencia. En 1966, Perón vivía y coleaba y era garantía de un recambio; en el ‘76 estaba la alternativa de la democracia; en 1989 Menem renovó el optimismo de las clases populares; y con el triunfo de la Alianza, finalmente, un vasto sector de la ciudadanía recuperó sus sueños de una posibilidad progresista. En cada caso el pueblo sintió que tenía un futuro. Pero ahora, ¿qué? ¿Quién? ¿Cuál es el hombre o el modelo que se instalará desde hoy en el imaginario popular? ¿El justicialismo? ¿Ruckauf, De la Sota, Reutemann, Menem otra vez?
El pueblo que necesita un cambio se ha quedado solo. Volteó un gobierno, pero no sabe muy bien cómo seguir. Y encima desconfía.
Existe un discurso que, con vocación perversa o ingenuidad bienintencionada, se ha instalado en el país: que los argentinos somos todos iguales, igualmente responsables de lo que nos pasa e igualmente dueños de nuestro futuro. “El país lo arreglamos entre todos o no lo arregla nadie”. “Si los argentinos nos unimos, tenemos un futuro venturoso”.
¿Quiénes somos los argentinos? ¿El pibe embrutecido y humillado por la miseria que tiró la piedra y también el cana embrutecido por el odio que le pegó un balazo en la cabeza? ¿Quiénes se van a unir? ¿El desgraciado comerciante de Don Orione con el más desgraciado vecino que le saqueó el paquete de polenta? ¿Se van a juntar Videla con Pérez Esquivel? ¿Escasany con De Gennaro?
¿Qué significa ser argentino? ¿Haber nacido en la Argentina?
En la Argentina hay ciudadanos que tenemos una vivienda decente, derecho a la asistencia médica, educación y acceso al ocio y a la cultura. De ahí para arriba, al yate y al avión privados. Somos los que, más allá de las enormes diferencias, vivimos bien. Pero no todos los que vivimos bien somos iguales, ni pensamos lo mismo, ni podremos unirnos. Hay categorías. Siempre las hubo, pero ahora que no existen modelos en los partidos políticos ni estructuras que nos convoquen mayoritariamente, la lectura es otra. Porque entre los que vivimos bien hay diferencias. Están los que no pueden vivir bien mientras no haya otros que vivan mal. Son los que lucran con el mal ajeno. Están también los canallas. Su vida no depende de los padecimientos de los otros, pero necesitan que haya víctimas para aumentar el placer de su bonanza.
Afortunadamente, los que son felices con la desgracia ajena son una minoría. La mayoría no se siente feliz porque a los otros les vaya mal. Pero tampoco infeliz. No les importa. Son los que pueden vivir bien aunque otros vivan mal. No les agrada la desgracia ajena, pero tampoco se hacen cargo. Finalmente hay otra minoría: los que no pueden vivir bien mientras haya gente que viva mal. Son aquellos llamados, genéricamente, progresistas, solidarios, de izquierda. El futuro de la Argentina está en sus manos, siempre que haya una fuerza, un partido, una organización, que ponga en escena el espacio para unirlos y generar una alternativa verdadera y permanente.
Sólo habremos alcanzado la verdadera democracia y el ingreso a una sociedad civilizada el día en que no haya argentino sin comida, sin salud y sin educación. Hay que terminar con los argentinos que viven mal. Y ésa es tarea exclusiva de los argentinos que viven bien y que no soportan que haya compatriotas que vivan mal.
El desafío es simple, pero complejo, dificultoso: unirnos por encima de los partidos y de las estructuras políticas. La gente está. El deseo está. Sólo es cuestión de estrategia.