Por Eva Giberti
Publicado en PAGINA 12
Las puteadas fueron el punto de anclaje para cada una de las columnas y para cada agrupamiento callejero. Los insultos en alarido apenas lograban ocultar las voces desafiantes que exigían renuncias para un aquí y ahora sin futuro previsible.
Una población que inauguraba su propio estilo recurrió al tránsito nómade para rescatar la palabra olvidada y decadente: la gente se nombró pueblo otra vez. Sin pancartas ni estribillos partidistas, solo las manos aplaudiendo o repicando metales, alumbraron el amanecer de este pueblo sin revolución y sin proyecto.
Hija de la nueva frustración, quienes habían sido gente en las colas frente a los bancos, después de la intervención televisada de quien era el presidente, se convirtieron en un pueblo aferrado al alivio que reunirse y caminar proporcionan.
El espacio físico de la esfera pública acogió a las columnas que abrieron el espacio para la actuación colectiva y empujó hacia la deliberación impensada a los miembros del Gobierno. Este espacio público fue transitado por quienes abandonaron el anonimato y se movilizaron para sustituir a aquellos que habían elegido como representantes.
La esfera política, la de los partidos políticos, encogida y sedentaria en los ámbitos legislativos, se agrandó y se sostuvo en la energía que surgió de la improvisación ciudadana. Retrocedieron respecto de lo que habían firmado, se arrepintieron de sus complacencias y “guarnecidos por las columnas que los insultan” pronuncian el lenguaje con que la República los asiste. Entonces, Asamblea Legislativa. Nos preguntamos, si, como quiere Arendt, ahora que los problemas sociales han adquirido relevancia pública, se transformarán en problemas políticos. Porque de la selección que esos representantes hagan de tales problemas sociales, y del espacio que dejen abierto o cerrado para el ejercicio del gobierno que deba ocuparse de ellos, dependerá la salida o la encerrona.
Quienes salieron a ocupar la noche liberaron la antigua tensión psíquica que los asfixiaba y crecieron escuchándose gritar “el pueblo unido jamás será vencido”. Eso mismo era lo que vociferábamos durante la dictadura defendiéndonos de los mismos gases, de la misma policía. Después vinieron los días de la esperanza. Que es la más revolucionaria de las virtudes.
Y entonces se trastrocó la concepción de ciudadanía, engolosinada la población con la idea de democracia.
Se priorizó la ciudadanía según la concepción liberal que remite a una posición social pasiva que privilegia la defensa de los propios derechos sin asumir responsabilidad por las otras actividades de cada persona. Y se opone a la idea aristotélica que la define como un cargo y una responsabilidad. Es una concepción que desconoce la perspectiva republicana de la ciudadanía como un bien en permanente expansión, capaz de cuestionar, revisar y modificar las prácticas políticas y sociales de quienes disponen del poder de gobierno. La ciudadanía se define por su capacidad de presión y por su responsabilidad social, comunitariamente enlazada. De donde es posible pensar en la autonomía colectiva capaz de construir el sentido de su poder.
Hacia ese proyecto podría dirigirse la pueblada actual si tuviese proyecto.
Si ese proyecto pudiera construirse a la vera de las cacerolas momentáneamente silenciosas y en las deliberaciones de las asambleas barriales que en la madrugada nos convidaban a abandonar la curiosidad y a opinar. ¿Podremos?
Hubo un tiempo durante el cual creímos que podríamos. Cuando otros fogones y quienes éramos jóvenes en la década del 70 también transitábamos la noche porteña reclamando otro país. Repitiendo la escena, los jóvenes trasnochados que días atrás cantaban y dibujaban carteles en la avenida frente a la quinta presidencial, nos explicaban que era imprescindible modificar el modelo económico y cambiar el gobierno que lo sostenía. Mudos y memoriosos, quienes caminábamos la madrugada recordando los ‘70, temblamos. Era posible que el gobierno cayera, pero la autonomía colectiva aún no construyó su poder.Entonces, el aparato político capaz de vandalizar la resistencia civil podría ganar la calle para distorsionar el modelo creado por la ciudadanía espontánea y esperanzada.
Así ocurrió. El aparato político que impulsa la saña policial mostró su eficacia. Y una nueva aunque histórica tensión impregnó el coraje del que fue un pueblo en la calle: persiste, inmune a las puteadas, el poder que es alianza entre políticos sombríos y la maldición policial.