30/10/10

La resurrección

Por Horacio Verbitsky

Desde Río Gallegos
Publicado en PAGINA 12


No era necesario ser creyente para sentir emoción durante la sobria y cálida ceremonia con que tres sacerdotes amigos de la familia Kirchner despidieron a Néstor, el viernes en el cementerio municipal de esta ciudad que él condujo, como intendente y gobernador. Todo transcurrió con una intensidad, un decoro y una ternura que ninguno de los privilegiados que pudimos asistir olvidará. Cristina quiso que la acompañara un centenar de personas, entre representantes de organismos defensores de los derechos humanos que llegaron desde Buenos Aires, familiares de Kirchner, unos pocos legisladores a los que siente próximos, como Agustín Rossi o Eduardo Fellner; amigos de toda la vida y compañeros de militancia, de ella, de Néstor y de Máximo Kirchner. En cambio, dispuso que los ministros y funcionarios no abandonaran el trabajo en Buenos Aires, con escasas excepciones como el jefe de gabinete Aníbal Fernández y su vice Juan Manuelito Abal Medina, y aquellos que acompañaron a los Kirchner desde Santa Cruz, como Julio De Vido, Carlos Za-nnini, Héctor Icazuriaga o Nicolás Fernández, o en la militancia setentista, como Carlos Kunkel y El Pampa Alvaro. Algunos que ignoraban la consigna, o que decidieron ignorarla porque necesitaban una foto, debieron volverse del Aeroparque sin asiento en los aviones, como el Procurador del Tesoro, Joaquín Da Rocha, el resistente.

Murió sereno
Mientras aguardaba dentro de la capilla la llegada de la comitiva, el padre de Plaza de Mayo Julio Morresi se acercó a María Ostoic y le dijo que con su hijo se había ido el mejor. “Ya va a venir otro”, respondió la madre del ex presidente, que al filo de sus 90 años mostró una serenidad asombrosa. Contó que en el rostro de su hijo muerto vio una expresión relajada. “Murió sereno.” Como quien reflexiona en voz alta dijo que el acto en el Boxing Club con los gobernadores le sonó como una despedida y que no entendió qué intentaba transmitir Kirchner cuando dijo que volvía a Río Gallegos. “Tal vez así impidió una tragedia mayor”, reflexionó, enigmática. No parecía que estuviera hablando de política. Suspiró y dijo: “Vuelve a la ciudad en la que nació. Los hijos deberían enterrar a los padres y no al revés”. Amigos de Río Gallegos contaron que Kirchner acababa de comprar una parcela en el cementerio local y que la noche anterior a su muerte había hablado de ello con Cristina. Los dos dijeron que no les gustaban los velorios en el Congreso, a cajón abierto, en los que los restos de lo que fue una persona quedan expuestos a las miradas morbosas de cualquiera. En la segunda fila de la nave escuchaba estos comentarios la hija menor de María Ostoic, María Cristina Kirchner, Macris o la verdadera Cristina Kirchner, como bromean los íntimos, a quien acompañaban sus hijos, un morocho fornido de 12 años y una señoritunga pizpireta de 11. Farmacéutica del hospital local, Macris rara vez viaja a Buenos Aires. Todos los Kirchner han heredado la nariz de María Ostoic, pero Macris comparte el rostro romboidal de su sobrino Máximo, a quien se parece más que a sus hermanos Néstor y Alicia. Máximo, que durante más de veinte horas no se separó de su madre en la capilla ardiente, se estremeció con un recuerdo al abrazar a un compañero en Río Gallegos. “Al matar a ese pibe en Constitución también mataron a mi viejo. Estaba indignado. Todos esos tipos tienen que ir en cana”, musitó. Junto con Cristina y sus hijos llegó su hermana, la médica Giselle Fernández. En la capilla también se abrazaron Alessandra Minnicelli, la esposa del encanecido Julio De Vido, quien hace apenas un mes perdió a su hijo Facundo, de 21 años, en un estúpido accidente cuando su auto mordió un cordón y embistió un poste, y la actriz Andrea del Boca. Hace cuarenta años ambas actuaron en Andrea, una película infantil filmada en esa misma ciudad. No habían vuelto a verse desde entonces. Se tenían de la mano, con los ojos empañados por el llanto.
La muy austera ceremonia ocurrió en la capilla del único cementerio de Río Gallegos, que no es privado por si hace falta decirlo, y estuvo a cargo de tres sacerdotes de estrecha relación con la familia Kirchner. Junto al espacio reservado para el féretro instalaron una corona muy sencilla, de pocas pero frescas flores, con una cinta argentina de plástico que sólo decía Cristina, Máximo y Florencia. No fue una misa, sino la lectura de un breve texto bíblico y una conversación entre amigos. Por eso el obispo Juan Carlos Romanín, quien desde el conflicto docente encabezó la oposición provincial, aceptó un consejo de conocidos cautos y se abstuvo de comparecer. Todos tenían presente el sonoro improperio, “Hipócrita”, con que un feligrés católico respondió a las melifluas palabras del cardenal Jorge Bergoglio, y el fastidio que causó la fugaz aparición para las cámaras en la Casa Rosada de Alcides Jorge Pedro Casaretto, luego de siete años en que ambos políticos episcopales trataron de hacerle las cosas difíciles a Kirchner y a su esposa en todo lo que estuviera a su alcance. Esa jerarquía tiene escasa relación con el gobierno pero preferiría que se notara menos. Lo siente como una capitis diminutio porque sólo se concibe como parte de una Iglesia del poder, aunque declame lo contrario. En cambio se comentaba con tolerancia, por su edad y porque nunca hostilizó a Kirchner, el rezo del jubilado obispo de San Isidro y Morón, Oscar J. Laguna, y con respeto la discretísima visita del arzobispo de Luján, Agustín Radrizzani, a quien CFK debió consolar cuando le tomó las manos en un pasillo lateral, lejos de la vista del público, y la de su predecesor, el jubilado Rubén Di Monte.

La última zambullida
Imposible imaginar mayor contraste entre el boato y la artificiosidad del rito celebrado en la Catedral porteña y el encuentro afectuoso entre viejos conocidos en la capilla patagónica. Sus paredes están pintadas de un vivo color salmón, y vidrios amarillos y ocre, sin iconos, filtraban la luz de un día nublado. Con su techo de madera clara y apenas una cruz como símbolo religioso, es tan despojada como un templo protestante. Allí se celebró la vida y no la muerte. La comitiva logró vadear con mucha dificultad y lentitud el río humano que se desbordó a los lados de la ruta desde el aeropuerto. Algunos presuntos buenos cuberos estimaron que se había volcado a la calle la mitad de los 117.000 habitantes de la capital provincial. Como hacía en vida, Kirchner se zambulló por última vez en la multitud. Al pasar por algunos barrios se veían más lágrimas que dientes. Unas pocas vallas cayeron por la presión humana y no faltaron empellones, entre petroleros y albañiles, a ver quién cuidaba mejor a Cristina. Los invitados por la presidente vieron por televisión en Río Gallegos cuando Cristina hizo detener el auto, bajó y les recriminó a los policías por empujar a quienes sólo querían despedirse de Kirchner. Fue un gesto como para que nadie tuviera dudas sobre el carácter de la persona al mando, a la que tantos se proponen ayudar, con las mejores o las peores intenciones. Los amigos de Santa Cruz acotaron que no era un gesto para los medios, que lo mismo hizo durante la campaña electoral con un custodio que empujó a un militante que intentó acercarse al helicóptero. “Las elecciones se ganan con votos y no con seguridad. Y los votos se ganan de a uno”, le dijo.

Resucitar en el pueblo
Dentro de la capilla, que terminó de construirse durante la intendencia de Kirchner, el cura Lito Alvarez recibió a la presidente y su familia. Cristina se sentó en la primera fila a la izquierda del féretro, junto con sus hijos, el gobernador Daniel Peralta y el presidente de Venezuela. A la misma altura, sobre la derecha, seguían su suegra, sus cuñadas y sus sobrinos.

–Este es mi cura preferido le explicó Cristina a Hugo Chávez Frías, señalando a Lito Alvarez.
–¿Y yo, qué soy?, protestó el sacerdote Juan Carlos Molina, el rubio alto de barba rala que durante las interminables horas del velatorio porteño permaneció de pie consolando a su amiga Alicia Kirchner.
–Bueno, los dos son mis preferidos. Pero no se hagan los locos, concedió Cristina

De pantalón y campera los dos, azul tejida Alvarez y de paño gris Molina, el único ornamento que cada uno lucía era una estola blanca, con cruces de color. Alvarez dijo que estaban allí para despedir al amigo y acompañar a su familia y que serían breves y cuidadosos, no fuera cosa que Néstor se levantara y les apoyara una de sus manazas en la cara y los hiciera callar con un “ya estásh diciendo macanas”. Leyó el bello párrafo del Evangelio según Mateo sobre el juicio final (25: 35/40) en el que Jesús dice a sus discípulos que el Reino de los Cielos se abrirá para ellos porque “tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le preguntarán sorprendidos cuándo le dieron de comer y beber, lo alojaron y vistieron y lo fueron a visitar, y “el Rey les responderá: cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Luego, el cura Lito dijo que hablaría de la resurrección. Explicó que todos nos morimos, pero pocos dan la vida, como Kirchner la dio. Y que quienes dan la vida resucitan en el pueblo. “El pueblo argentino resucitó, porque estaba humillado y sin esperanzas y Néstor con sus actos se las devolvió.”
Alvarez, quien ese día cumplió sus 49 años, es el sacerdote de El Calafate a quien dos horas después de la muerte de Kirchner la presidente le contó cómo fueron sus últimos momentos de vida, desde que se desplomó en sus brazos luego de intentar incorporarse al sentir un dolor en el pecho y dificultad para respirar. La vio entonces, tal como horas después la vería todo el país, destrozada de dolor pero entera, afectuosa y preocupada por sus hijos. Lito le dijo que recién entendía por qué Kirchner la llamaba “Presidente Coraje”.

Caprichoso, caprichoso
Lo siguió en la predicación Juan Carlos Molina, quien atiende hogares para jóvenes con problemas de adicción en Caleta Olivia, en la provincia del Chaco y en Haití. Contó que durante el velatorio en Buenos Aires, Cristina pasaba la mano por el lustroso ataúd y como si acariciara a Kirchner le decía en voz muy baja “caprichoso, caprichoso”, que quería decir empecinado, cabeza dura. “Caprichoso, sí. Néstor era caprichoso y por eso el pueblo argentino está hoy como está y le responde como le responde”, dijo el cura. Dijo que Kirchner entró al salón de los patriotas latinoamericanos preparado con los atributos de presidente, pero que Cristina y Alicia fueron colocando sobre el féretro y a sus pies los regalos que la gente le fue alcanzando, “hasta que salió de allí como el hombre del pueblo, como un líder”. Cinco cajas grandes llenaron esos tributos populares. Como Sergio Soto es el primer nativo de Gallegos que llegó a cura, dijo unas palabras sobre su emoción al despedir al primer presidente nacido en Santa Cruz, así como Fernando de la Rúa opinó por televisión que la gran lección de estos días es que hay que respetar a los ex presidentes. Un parroquiano que lo escuchó después de asistir al velatorio, increpó al televisor en una parrilla de Buenos Aires: “Kirchner murió, vos mataste”.
Cuando terminó Sergio Soto, Juan Carlos Molina recordó que al asumir la presidencia Kirchner dijo que no dejaría sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. “Tampoco quedarán enterradas ahora en el cementerio de Río Gallegos”. Luego convocó a madre, hermanas, esposa, hijos y sobrinos de Kirchner a rodear el féretro y despedirse con alegría por la vida. Después de ese último abrazo, la presidente acompañó hasta el aeropuerto a Chávez, quien apenas pidió un viva por el ex presidente y otro por la Argentina. También ordenó que los miles de personas que esperaban en la calle pudieran entrar para despedirse de Lupo, como todos siguen llamándolo aquí, aunque para eso hubiera que postergar el traslado a la cripta familiar. Antes de irse, Cristina avanzó hacia las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo y se abrazó con ellas. “Viste, somos peronistas. Siempre andamos en medio del pueblo y el tumulto. No vamos a cambiar justo ahora”, me dijo con una tenue sonrisa y con una entonación endulzada por el dolor y el cansancio. ¿Quién que la conozca y no la subestime puede esperar otra cosa?



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