Por Dante Palma
Publicado en TIEMPO ARGENTINO
"Mas cuando Zaratustra estuvo solo habló así a su corazón: “¡Será posible! Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto” (Friedrich Nietzsche, Así hablaba Zaratustra)"
Si hay algo que se debiera destacar de la actual coyuntura política es el desenmascaramiento de los intereses existentes detrás del pretendido carácter diáfano del mensaje vertido por los principales periodistas y editorialistas que inundan radios, diarios y canales de televisión.
Pero no es éste el espacio para acusar con nombre propio a tales comunicadores pues quien escribe no quiere contribuir a la victimización patética de quienes encuentran una persecución en el mero señalamiento a su persona o en la aparición de su foto en el cartel de un ciudadano que se expresa. Se trata más bien de indagar en los presupuestos que subyacen a la posición de estos periodistas que aparecen como guardianes morales no sólo desde la tribuna de la derecha sino también desde aquella que, frente al menemismo, resultaba progresista. Se trata, entonces, de entender las razones por las que este heterogéneo grupo de hombres de medios observa en el intento de des-oligopolización que lleva a cabo el Gobierno, una impronta totalitaria que vendría a socavar el principio universal de las repúblicas liberales: la libertad de expresión.
Para encarar tal asunto, bien cabe un mínimo desarrollo histórico-conceptual de la opinión pública y del periodismo. Más allá de las distorsiones de las cuales somos testigos hoy, podría decirse que originalmente y tal como lo expresa Immanuel Kant a fines del siglo XVIII, la opinión pública tenía como función controlar las decisiones de los gobiernos. Tal control se ejercía obligando a los gobernantes a dar a publicidad sus acciones sabiendo que de esa manera les sería infinitamente más costoso tomar una decisión antipopular. En esta línea, el rol del periodismo era central no sólo como instrumento de difusión de ideas y de intereses sino como forma de hacer públicos los actos de gobierno. Entre esta mirada virginal del periodismo y el apotegma “ningún gobierno aguanta 4 tapas de Clarín”, evidentemente han pasado varias cosas. Pero, con todo, en nuestro país, quizás por la crisis de la representación política que tuvo su punto cúlmine en 2001, el periodismo pudo mantener un halo de asepsia y adoptó el espacio de representación de la sociedad civil frente a la vergüenza del accionar de buena parte de los políticos vernáculos.
Ahora bien, esta nota podría terminar con un recurso, tan pobre como ofensivo, frecuentemente utilizado contra periodistas y pensadores cercanos al oficialismo. Se trata de afirmar que los periodistas que trabajan para multimedios y algunos otros idiotas útiles están pagos y por lo tanto son venales y mercenarios. Puede que alguno lo sea pero creo que lo que está en juego es algo más profundo: los periodistas e, incluso, algunos intelectuales “progres” que atacan ferozmente al Gobierno y lo acusan de coartar la libertad de expresión, manifiestan una visión, del lugar del periodismo y de la conciencia crítica, absolutamente extemporánea. Ellos creen que, como a lo largo del siglo XIX, la tensión se da entre el poder del Estado y la Sociedad civil (de la cual se consideran representantes). En otras palabras, consideran que el único poder existente es el del Estado y que su labor es erigir una tribuna con anticuerpos para repeler todo lo que de allí provenga. En este sentido, pasan por alto que la lógica del poder en las sociedades occidentales contemporáneas es profundamente compleja y que existen poderes fácticos que pueden subsumir a los propios Estados. ¿Acaso hace falta hacer la lista de cómo estos “otros” poderes han doblegado la resistencia estatal? ¿O de qué se trata el “conflicto con el campo” y la compulsión a las cautelares hecha a medida de los intereses privilegiados?
Es esta idea la que me lleva a retomar el epígrafe de esta nota, pues estos periodistas parecen representar esto que Nietzsche llamaba “El último hombre”. Se trata de aquel que todavía vive como si Dios no hubiera muerto. Cabe aclarar que con “Dios”, este pensador alemán no se refiere sólo al Dios cristiano tal como lo conocemos. Se refiere también a todo gran fundamento, lo cual incluye sin duda a la Moral, la Razón, la Verdad y, en lo que a nosotros nos interesa, al Estado. El último hombre vive en un mundo que ya no es, por eso es el “último”. Sigue detrás de las sombras de lo que antes había sido y no se anima a dar el salto superador y profundamente transformador. Por eso Nietzsche dice que el último hombre es el más nocivo porque aparenta ir por un camino de ruptura pero sigue preso en las viejas categorías.
Para concluir, entonces, parecemos asistir a un momento donde la crisis de representatividad ha alcanzado también al periodismo. Dicho de otro modo, el vacío representacional que tuvo su auge en el 2001 y que aún perdura con la crisis de los partidos, había sido rellenada por periodistas que hoy empiezan a mostrar una distancia respecto de la sociedad civil, igual o mayor que la de los políticos. Sin embargo, estos periodistas, como el “último hombre” de Nietzsche, siguen tirándole piedras a un Dios ya muerto, siguen creyendo que el más fuerte es el Estado y que su lugar es el de estar cerca del “débil” lo cual, en esta jerga anacrónica, es “todo aquello que no sea estatal”. Son los “últimos periodistas”, aquellos que no se dan cuenta que el coche fúnebre que lleva el ataúd del Estado es manejado por un poder fáctico de multimedios que no dudará en atropellarlos y hacer del periodismo, antes que un espacio de crítica y límite, un tribunal caricaturesco de imposturas y farsas.