Por Juan Forn
Publicado en PAGINA 12
Cuando llegamos a vivir a Gesell con mi mujer y mi hija, hace ocho años, alguien que había elegido este lugar unos cuantos años antes que nosotros nos dio sin darse cuenta un consejo invalorable. “En un pueblo chico nadie es anónimo, todo lo que hacés tiene nombre y apellido”, nos dijo. Y a continuación agregó algo que quizá parezca una gigantesca obviedad, pero para mí ha sido un consejo invalorable, no sólo para nuestra inserción en el pueblo, sino para encarar la vida en general: “Lo que importa es el promedio. Lo que importa es que lo que des prime sobre lo que te guardás”. Entre las infinitas cosas que se dijeron ayer sobre Kirchner, hubo una frase comodín que repitieron unos cuantos: “Ningún hombre público es impoluto”. Yo prefiero la manera gesellina de decirlo: lo que importa es el promedio, y para mí Kirchner sale bien parado de ese balance en todos los escenarios en los que puede juzgárselo. Incluso en lo que queda pendiente, por la sencilla razón de que en los siete años K se hicieron más cosas en esa dirección que en cualquier otro gobierno en mucho tiempo. “¿Cómo te podés conformar? ¿No preferirías algo mejor?”, insistían los que hasta ayer le negaban todo mérito. Pregunta ociosa, además de capciosa: primero debería haber algo mejor, lo que da para discutir un buen rato. Pero incluso en el caso de que haya algo mejor, eso se deberá a lo que se hizo desde 2003 hasta ahora: todas esas cosas que van a quedar cuando nos hayamos olvidado de la hojarasca con que fueron desacreditadas en su momento por el “caranchaje cloacal”, como lo definió ayer con extraordinaria expresividad Federico Luppi.
La oposición que más atónito me dejaba de todas las que generaba Kirchner era la de esa gente que uno pensaba del palo: los amigos que se nos hacían súbitamente irreconocibles por esa crispación irracional, esa necedad con que le negaban no sólo todo mérito sino todo propósito político que no fuese la acumulación de poder por el poder mismo (o, peor, el mero enriquecimiento). La peor de esas necedades fue ver como defecto el mayor acierto de los Kirchner: la decisión de ambos de funcionar como una pareja política, de ocupar la presidencia como una cabina de doble comando. Por eso fue el mejor gobierno que tuvimos en mucho tiempo: porque eran dos, porque eran diferentes, porque supieron desdoblarse de tal manera que es imposible saber a ciencia cierta cuánto hubo de uno y cuánto del otro en cada una de las buenas decisiones que tomaron.
La más miserable y asqueante de las cosas que se dijeron en estas horas sobre la muerte de Kirchner (a mi gusto peor que las de Rosendo Fraga, Van der Kooy, Julio Blanck, Lanata, Cobos, Bergoglio y siguen las firmas) la dijo Morales Solá en La Nación. Simulando ofrecer información fidedigna, dice que el encuestador en quien más confiaba el Gobierno llamó “desesperado” cinco días antes de la muerte de Kirchner porque acababa de concluir una encuesta a nivel nacional que daba resultados no sólo negativos sino irremontables para el Gobierno. “No hay ninguna posibilidad de cambiar el curso de las cosas, hermano. Esto está terminado”, dice Morales Solá que concluyó el conocido analista. Y agrega: “Una vida sin poder no era vida para Néstor Kirchner. Por eso, quizá, su vida y su poder se apagaron dramáticamente enlazados”. ¿Qué diferencia hay entre ese supuesto ejercicio de análisis político y el inmundo mensaje anónimo que circuló por Internet ayer, pocos minutos después de conocerse la noticia de la muerte de Kirchner: “Primer resultado del censo: hay un hijo de puta menos”?
Es evidente que Kirchner se murió porque no quiso, no supo o no pudo aflojar la autoexigencia con que trabajaba y hasta respiraba. Pero no fue ni ahí porque se rindiera, porque creyera que había perdido. En todo caso fue porque, con su legendaria vehemencia, se dio cuenta de lo que hacía falta a partir de ahora. Quizá sintió que no era tan malo morirse si así le abría más camino a Cristina; quizá tuvo los huevos de acero de pensar que sólo así la sociedad podría entender de una vez todo lo que se ha hecho bien en estos años; quizá supo que no había otra forma de que se nos hiciera más nítida la idea de futuro que él tenía tan clara y al resto tanto nos cuesta imaginar. De todas las maneras que existen de honrar la memoria de un muerto, la mejor es sentirlo presente por la suma de sus actos. Y eso es lo que buena parte del país está sintiendo hoy por Néstor Kirchner.