Por Christopher Hitchens
Sir Victor Pritchett, como fue nombrado más
tarde, fue uno de los muchos que situaron a Orwell entre los “santos”, aunque
como miembro secular de esa comunión. Una vez más nos vemos confrontados con la
frugalidad y con el espectro de la abnegación, y no con el escritor profano y
humorístico que dijo –de Mahatma Gandhi– que a los santos siempre hay que
considerarlos culpables hasta que se demuestre lo contrario. En referencia a
otro celebrado y supuesto puritano, Thomas Carlyle escribió acerca de su
Cromwell que había tenido que arrastrarlo desde abajo de un montón de perros
muertos y vísceras antes de poder presentarlo como una figura merecedora de una
biografía. Esta no es una biografía, pero a veces me siento como si hubiera que
arrancar a George Orwell de una pila de tabletas de sacarina y pañuelos
húmedos; un objeto de veneración enfermiza y elogios exagerados y
sentimentales, empleados para embrutecer a los niños en las escuelas con una
rectitud y pureza insufribles. Esta clase de tributos son muchas veces
rochefoucaulianas que sugieren un ajuste de cuentas entre el vicio y la virtud;
y también los trucos de una conciencia intranquila. (Fue Pritchett, después de
todo, el que atacó de manera vulgar los partes peligrosamente veraces de
Orwell, desde Barcelona, cuando escribió en 1938 que “hay muchos argumentos
sólidos para mantener a los escritores creativos fuera de la política, y el
señor George Orwell es uno de ellos”.)
Hubo muchos “escritores creativos” de gran
perfil político en el período que transcurre entre Sin blanca en París y
Londres (1933) y 1984 (1949). Si aceptamos limitarnos al mundo anglohablante,
nos encontramos con George Bernard Shaw, H. G. Wells, J. B. Priestley y Ernest
Hemingway como los que más sobresalieron entre ellos. Y por supuesto estaban
los poetas, el grupo reunido bajo el burlón nombre de “MacSpaunday”, que es la
combinación de los nombres de Louis McNeice, Stephen Spender, W. H. Auden y
Cecil Day Lewis. (El apellido combinado omite el del mentor del grupo, Edward
Upward, sobre quien Orwell también escribió.) De todas formas, puede decirse
con bastante seguridad que las declaraciones políticas de esos hombres no
resistirían una reimpresión en la actualidad. Algunos
de sus pronunciamientos eran estúpidos o siniestros; otros eran sencillamente
tontos o crédulos o frívolos. Sin embargo, y como notorio contraste, en los
últimos tiempos se ha demostrado que es posible reimprimir todas las cartas,
reseñas bibliográficas y ensayos compuestos por Orwell sin exponerlo a ningún
descrédito. (Hay una discutible excepción a este veredicto, que tengo la
intención de analizar por separado.)
Sería demasiado simple decir que los
caballeros antes mencionados, al igual que muchos otros en la actividad del
mero periodismo, eran susceptibles de ser seducidos y tentados por el poder
mientras que Orwell no. Pero sería acertado decir que ellos contaban con ver su
trabajo impreso mientras que él jamás fue capaz de escribir nada con esa
confianza. Por ello, su vida como escritor fue, en dos aspectos importantes,
una constante lucha: primero por los principios que sostenía y segundo por el
derecho a dar testimonio de ellos. Jamás quiso que se pensara que había diluido
sus opiniones con la esperanza de ver su nombre difundido entre los clientes
que pagaran; esto sólo es una pista de cuáles son los motivos por los que él
todavía importa.
De todas maneras, la imagen de un literato
esclavo de su tedioso trabajo en una buhardilla, que considera que su fracaso
es señal de sus elevados principios, es excesivamente familiar y Orwell se
burló de ella con bastante minuciosidad en su novela Keep the Aspidistra
Flying. Su valor para el siglo que acaba de terminar, y por lo tanto su status
de figura de la historia tanto como de la literatura, se deriva de la
extraordinaria importancia de los temas que “asumía”, con los que permanecía y
jamás abandonaba. En consecuencia, por lo general utilizamos el término
“orwelliano” de alguna de las dos formas siguientes. Describir una situación
como “orwelliana” equivale a implicar una tiranía aplastante, temor y
conformismo. Describir una obra literaria como “orwelliana” es reconocer que la
resistencia humana a esos terrores es irreprimible. Nada mal para una vida
corta.
Los tres grandes temas del siglo XX fueron
el imperialismo, el fascismo y el estalinismo. Sería vulgar sostener que esas
“cuestiones” tienen interés histórico sólo para nosotros; han dejado como
legado la totalidad de la forma y el tono de nuestra era. La mayoría de los que
integraban la clase intelectual estaban fatalmente comprometidos por su
acomodamiento a una u otra de esas estructuras de inhumanidad hechas por el
hombre, y algunos a más de una. (Sidney Webb, coautor junto a su esposa
Beatrice del notorio volumen Soviet Russia: A New Civilization? [La Rusia Soviética :
¿una nueva civilización?], que en su segunda edición perdió los signos de
interrogación justo a tiempo para coincidir con las Grandes Purgas, se
convirtió en lord Passfield en el gobierno laborista de Ramsay MacDonald de
1929, y en calidad de tal actuó como un secretario colonial excepcionalmente
represor y pomposo. George Bernard Shaw consiguió ser estúpidamente indulgente
tanto con Stalin como con Mussolini.)
La decisión de Orwell de repudiar el
imperialismo irresponsable que había provisto la manutención de su familia (su
padre era ejecutivo en el degradante comercio de opio entre la India británica
y China) puede ser representada como edípica por aquellos críticos que
prefieren esas vías de análisis. Pero fue un repudio muy exhaustivo y, para esa
época, muy avanzado. No sólo tiene una fuerte presencia en uno de sus primeros
artículos publicados –una nota sobre el modo en que las tarifas británicas
estaban causando el subdesarrollo de Birmania, escrita en 1929 para el periódico
francés Le Progrès Civique– sino que también impregna su primer libro
verdadero, Sin blanca en París y Londres, y formó el subtexto de su primera
contribución al New Writing de John Lehmann. Orwell puede o no haberse sentido
culpable por la fuente de ingresos de su familia –una imagen recurrente en su
famoso retrato de la
misma Inglaterra como una familia con una conspiración de
silencio respecto de sus finanzas–, pero no cabe duda de que llegó a ver la
explotación de las colonias como el secreto sucio de toda la iluminada clase
dirigente británica, tanto del sector político como del cultural. Esta visión,
también, le permitió observar ciertos elementos de lo que Nietzsche había
denominado como la relación “amo-esclavo”; su ficción manifiesta una conciencia
continua de los horribles placeres y tentaciones del servilismo, y muchas de
sus escenas más vívidas habrían sido inconcebibles sin ella. Nosotros, que
vivimos en el cálido resplandor crepuscular del poscolonialismo y en la
apreciación suficiente de los estudios poscoloniales, olvidamos a veces la
deuda que tenemos para con su insistencia pionera.
Orwell, que se mantuvo fiel a lo que había
aprendido a través de su experiencia colonial y a la forma en que lo había
confirmado en su estancia entre los siervos internos del imperio moderno (como
uno podría imaginarse a los oprimidos y marginados en el París y Londres de esa
época), estaba en mejor posición para opinar, tanto visceral como
intelectualmente, sobre los imperios del nazismo y el estalinismo. Entre muchas
otras cosas, señalaba una educada compasión por las víctimas y en especial las
víctimas raciales; se había vuelto sensible a la hipocresía intelectual y
estaba bien sintonizado para captar los ruidos invariablemente tétricos que
ésta emite. En otras palabras, él ya era un experto a la hora de detectar las
excusas corruptas o eufemísticas con que se justificaba el poder inmerecido e
irrestricto.
Es extraño que sus polémicas con el
fascismo no se encuentren entre sus mejores o más recordadas obras. Parece que
había dado por hecho que las “teorías” de Hitler, Mussolini y Franco eran la
destilación de lo más odioso y falso en la sociedad que él ya conocía: una
suerte de satánica suma de arrogancia militar, individualismo racista,
matonismo escolar y codicia capitalista. Su descubrimiento particular y
especial fue notar la frecuente connivencia de la Iglesia Católica Romana
y de intelectuales católicos con esta orgía de crueldad y estupidez; alude a
ella una y otra vez. En el momento en que escribo esto, la Iglesia y sus
apólogos están justo empezando a efectuar sus tardías expiaciones por ese
período.
Parece que Orwell, que había sido uno de
los primeros voluntarios en España, consideraba axiomático que fascismo quería
decir guerra (en ambos sentidos del verbo “querer”) y que había que unirse a la
batalla (en ambos sentidos de ese término) lo más pronto y con la mayor
decisión posible. Pero fue cuando estaba en ese frente que llegó a entender el
comunismo, y a partir de ese momento dio comienzo a un combate de diez años con
los partidarios de esa doctrina que constituye, para la mayor parte de las
personas de hoy, su legado moral e intelectual. No obstante, sin una
comprensión de sus otros motivos e impulsos, ese legado es decididamente
incompleto.
Lo primero que sorprende a cualquier
estudioso de la obra de Orwell y de su vida es su independencia. Después de
haber soportado lo que con frecuencia se denomina una educación inglesa
“convencional” (presumiblemente, porque se aplica a un porcentaje microscópico
de la población), no realizó el tradicional pasaje a una universidad medieval y
en cambio eligió como alternativa el servicio colonial, para luego desertar de
él. De allí en adelante, se ganó la vida a su manera y jamás tuvo que llamar
“amo” a ningún hombre. Nunca tuvo ingresos estables y tampoco un mercado fiable
para sus publicaciones. Sin estar seguro de si era o no un novelista, hizo
aportes a la riqueza de la ficción británica pero aprendió a centrarse en la
forma ensayística. De esa manera, se enfrentó a la competencia de las
ortodoxias y de los despotismos de su época con poco más que una destartalada
máquina de escribir y una personalidad tenaz.
El aspecto más destacado de su
independencia es que tuvo que ser aprendida, adquirida, ganada. Las evidencias
de su educación y sus instintos dicen que era conservador por naturaleza e
incluso algo misántropo. Conor Cruise O’Brien, él mismo un notable crítico de
Orwell, una vez escribió acerca de Edmund Burke que su fortaleza estaba en sus
conflictos internos:
Las contradicciones de la posición de Burke
enriquecen su elocuencia, extienden el alcance de ésta, profundizan su pathos,
elevan su fantasía y hacen posible su extraño atractivo para los “hombres de
temperamento liberal”. Siguiendo esta interpretación, parte del secreto de su
capacidad para penetrar los procesos de la Revolución [francesa] se deriva de
una simpatía reprimida hacia la revolución, combinada con una percepción
intuitiva de las posibilidades subversivas de la propaganda contrarrevolucionaria
para afectar el orden establecido en la tierra donde nació... para él las
fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución existen no sólo en el mundo
en general sino también dentro de sí mismo.
En Orwell se aplica algo opuesto, en cierta
manera. El tuvo que suprimir la desconfianza y el desagrado que le inspiraban
los pobres, su repulsión por las masas “de color” que pululaban por todo el
imperio, sus recelos respecto de los judíos, su torpeza con las mujeres y su
antiintelectualismo. Enseñándose a sí mismo en teoría y práctica, aunque
algunas de esas enseñanzas eran más bien pedantes, se convirtió en un gran
humanista. Sólo uno de sus prejuicios heredados –el estremecimiento generado
por la homosexualidad– parece haberse resistido a ese proceso para llegar a la autonomía. E incluso
con frecuencia representaba esa “perversión” como una desgracia o deformidad
creada por condiciones artificiales o crueles; su repugnancia –cuando recordaba
hacer esa falsa distinción– iba dirigida al “pecado” y no al “pecador”.
(Existen algunos indicios ocasionales de que una experiencia infeliz y temprana
en las instituciones monásticas británicas puede, en parte, haber motivado
esto.)
Así, el Orwell que algunos consideran tan
inglés como el asado y la cerveza caliente, nace en Bengala y publica sus
primeros artículos en francés. El Orwell a quien siempre le desagradaron los
escoceses y el culto de Escocia forma su hogar en las Hébridas (una zona, justo
es reconocerlo, despoblada) y es uno de los pocos escritores de ese período que
anticipan la potencial fuerza del nacionalismo escocés. El joven Orwell que
acostumbraba fantasear con hundir una bayoneta en las entrañas de un sacerdote
birmano se convierte en defensor de la independencia de Birmania. El
igualitario y socialista percibe simultáneamente la falacia de la propiedad
estatal y la
centralización. El enemigo del militarismo se convierte en
impulsor de una guerra para la supervivencia nacional. El estudiante de colegio
privado fastidioso y solitario pasa la “noche” con vagabundos y prostitutas y
se obliga a soportar chinches y orinales y prisión. Lo extraordinario de esta
nostalgie de la boue es que se emprende con una humorística timidez y sin
ningún tinte de abyección o mortificación religiosa. El opositor al patrioterismo
y al cristianismo agresivo es uno de los mejores escritores de versos
patrióticos y de la tradición litúrgica.
Esta tensión creativa, sumada a una
esforzada confianza en sus propias convicciones individuales, le permitió a
Orwell tener una capacidad de anticipación poco común no sólo respecto de los
“ismos” –imperialismo, fascismo, estalinismo– sino sobre muchos de los temas y
cuestiones que nos preocupan en la actualidad. Cuando
releí las recopilaciones de sus obras y me sumergí en el vasto y nuevo material
compilado por la labor ejemplar del profesor Peter Davison, me encontré ante la
presencia de un escritor que sigue siendo nítidamente contemporáneo. Algunos
ejemplos son:
–su trabajo sobre “la cuestión inglesa”,
así como las cuestiones relacionadas de nacionalismo regional e integración
europea;
–su punto de vista sobre la importancia del
lenguaje, que anticipó mucho de lo que ahora debatimos bajo la rúbrica de
psicobalbuceos, discursos burocráticos y “corrección política”;
–su interés en la cultura demótica o
popular, y en lo que ahora pasa por “estudios culturales”;
–su fascinación con el problema de la
verdad objetiva o verificable; un problema central en el discurso que nos
ofrecen los teóricos posmodernos de la actualidad;
–su influencia en la ficción posterior,
incluyendo la denominada narrativa de angry young men;
–su preocupación por el medio ambiente y lo
que ahora se considera “verde” o “ecológico”;
–su aguda percepción de los peligros del
“nuclearismo” y el estado nuclear.
Esta es una lista parcial. Hay una laguna
pendiente: su relativa indiferencia a la importancia de Estados Unidos como
emergente cultura dominante. Sin embargo, incluso en ese punto, fue capaz de
registrar algunas visiones y predicciones interesantes, y su obra encontró una
audiencia inmediata entre los críticos y escritores estadounidenses que
valoraban la prosa inglesa y la honestidad política. Entre ellos destacaba
Lionel Trilling, que hizo dos observaciones de gran agudeza con respecto a él.
La primera fue decir que Orwell era un hombre modesto porque en muchos aspectos
tenía mucho sobre lo que ser modesto:
Si nos preguntamos qué es lo que él
representa, de qué es él la figura, la respuesta es: la virtud de no ser un
genio, de enfrentarse al mundo con nada más que la inteligencia simple, directa
y desengañada de uno, y el respeto por las capacidades que uno tiene, y por la
tarea que uno emprende... El no es un genio: ¡qué alivio! Puesto que nos
comunica la percepción de que lo que ha hecho podría hacerlo cualquiera de
nosotros.
Esta percepción es de una importancia
fundamental, también, para explicar el odio feroz hacia Orwell que todavía
existe en algunos círculos. Cuando vivía y escribía como lo hacía,
desacreditaba la excusa del “contexto histórico” y la sombría coartada de que,
bajo ciertas circunstancias, la gente no podía hacer más. A su vez, eso da
lugar a la siguiente reflexión del profesor Trilling, expresado de una manera
hermosa, donde especula sobre la naturaleza de la integridad personal:
Orwell se aferraba con una especie de
orgullo irónico y lúgubre a los viejos modales de la última clase que había
dominado el antiguo orden. Seguramente, algunas veces debe de haberse
preguntado cómo podía ser que él estuviera alabando el espíritu deportivo y la
caballerosidad y el sentido de la obligación y la valentía física. Parece haber
creído, y es muy probable que estuviera en lo cierto, que esas características
podían ser de utilidad como virtudes revolucionarias...
“Enfrentarse –como dice tan memorablemente el
capitán MacWhirr en Typhoon, de Joseph Conrad–, enfrentarse siempre: ésa es la
forma de superarlo.”
“Yo sabía –dijo Orwell en 1946 sobre los
primeros años de su juventud– que tenía facilidad con las palabras y el poder
de enfrentarme a los hechos desagradables.” No el talento para enfrentarlos,
nótese, sino “el poder de enfrentarme”. Es una forma extrañamente acertada de
expresarlo. Puede decirse, de manera básica, que un comisario soviético que se
da cuenta de que su plan quinquenal es errado y que la gente lo detesta o se
ríe de él, está confrontando un hecho desagradable. Para el caso, lo mismo
podría suponerse de un sacerdote con “dudas”. Las reacciones de esa clase de
personas a los hechos desagradables son muy pocas veces autocríticas; no tienen
“el poder de enfrentarse”. Su confrontación con los hechos toma la forma de una
evasión; la reacción al descubrimiento desagradable es un redoble de los
esfuerzos para superar lo obvio. Los “hechos desagradables” que Orwell
enfrentaba eran por lo general los que ponían a prueba su propia posición o
preferencia.
Aunque popularizó y dramatizó el concepto
de la todopoderosa telepantalla, y durante años trabajó en la sección
radiofónica de la BBC, Orwell murió joven y pobre antes de que la era de la
austeridad diera paso a la era de las celebridades y los medios de
comunicación. No tenemos ningún registro real de cómo sonaba, o cómo “le habría
ido” en un programa de charlas televisivas. Es probable que eso sea algo
positivo. En las fotografías se lo ve como alguien enjuto pero gracioso,
orgulloso pero de ninguna manera vanidoso. Y sí, en realidad sí conservamos su
voz, y no parece que hayamos alcanzado una etapa en la que podamos decir que ya
no la necesitamos. En
cuanto a su “genio moral” –frase de Robert Conquest, en una accidental
oposición a Trilling–, éste puede o no encontrarse en los detalles.
Este retrato está incluido en La victoria
de Orwell de Christopher Hitchens. (Editorial Emecé.)