26/3/12

El camino hacia "1984"


Por Thomas Pynchon

El último libro de George Orwell, 1984, ha sido  siempre víctima, en cierto modo, del éxito de Rebelión en la granja, que la mayoría de la gente se  conformó con interpretar como una clara alegoría sobre el triste destino de la revolución rusa. Desde el  momento en el que el bigote del Gran Hermano hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores lo relacionan directamente con Stalin y caen en la tentación de trasladar, punto por punto, la analogía que habían aplicado al libro anterior. Aunque no hay duda de que el rostro del Gran Hermano es el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es el de Trotski, ninguno de los dos coincide con su modelo tan exactamente como pasaba con Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja.
Aun así, el libro se comercializó en Estados Unidos como una especie de panfleto anticomunista. Publicado en 1949, llegó en plena era de McCarthy, cuando el  “comunismo” había recibido la condena oficial por ser una amenaza monolítica y de  alcance mundial, e intentar mostrar, siquiera, las diferencias entre Stalin y Trotski, era inútil, tan inútil como que un pastor intente enseñar a sus ovejas los matices que sirven para reconocer a los lobos. Además, la guerra de Corea (1950-1953) pronto iba a sacar a la luz la supuesta práctica comunista de la obediencia ideológica mediante el “lavado de cerebro”, una serie de técnicas basadas, al parecer, en el trabajo de I. P. Pavlov, que había entrenado a perros para que segregaran saliva a una señal. El hecho de que en 1984 hagan a su protagonista, Winston Smith, algo muy parecido al lavado de cerebro, con todo su espantoso detalle, no extrañó a los lectores decididos a considerar la novela como una simple condena de las atrocidades estalinistas.
Sin embargo, ésa no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 ha aportado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, las ideas políticas de Orwell no sólo eran de izquierda, sino de extrema izquierda. Había ido en 1937 a España para luchar contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido rápidamente las diferencias entre el antifascismo auténtico y el falso. “La guerra española y otros hechos ocurridos en 1936-1937″, escribió 10 años más tarde, “inclinaron la balanza, y a partir de ahí supe cuál era mi posición. Cada frase seria que he escrito desde 1936 ha ido orientada, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de lo que considero socialismo democrático”.
Orwell se consideraba miembro de la “izquierda disidente”, distinta de la “izquierda oficial”, es decir, fundamentalmente, el Partido Laborista británico, del que en su mayor parte había empezado a considerar, ya antes de la II Guerra Mundial, que tenía la posibilidad de ser fascista, si es que no lo era ya. De forma más o menos consciente, trazaba una analogía entre el laborismo británico y el Partido Comunista de Stalin; en su opinión, ambos eran movimientos que aseguraban luchar por las clases obreras y contra el capitalismo, pero que en realidad sólo estaban interesados en establecer y perpetuar su propio poder y sólo se preocupaban por las masas a la hora de aprovechar su idealismo, su resentimiento de clase y su disponibilidad para ser una mano de obra barata y dejarse vender, una y otra vez.
Las personas de tendencia fascista -o, sencillamente, aquellos de nosotros demasiado dispuestos a justificar cualquier acción del Gobierno, tenga razón o no- se apresurarán a señalar que esas ideas son anteriores a la guerra y que, en el momento en el que las bombas enemigas empiezan a caer sobre Gran Bretaña, a modificar el paisaje y producir víctimas entre amigos y vecinos, todo esto pierde importancia, e incluso resulta subversivo. Con la patria en peligro, se vuelve fundamental tener unos dirigentes firmes y unas medidas eficaces; si uno lo quiere llamar fascismo, allá él, pero nadie estará escuchando, salvo para oír cuándo se acaban los bombardeos. Sin embargo, el hecho de que una discusión -y mucho más una profecía- resulte de mal gusto en plena situación de emergencia, no quiere decir necesariamente que sea un error. Se puede decir que, en ocasiones, el gabinete de guerra de Churchill se comportó como un régimen fascista: censuró informaciones, controló precios y salarios, restringió los viajes y subordinó las libertades civiles a las necesidades de guerra establecidas por ellos mismos.
Lo que dejan claro las cartas y los artículos de Orwell en la época en la que estaba escribiendo 1984 es su desesperación por el estado del “socialismo” en la posguerra. Lo que, en tiempos de Keir Hardie, había sido una lucha honorable contra la conducta indiscutiblemente criminal del capitalismo respecto a la gente a la que utilizaba para extraer rentas y beneficios, en época de Orwell era ya una cosa vergonzosamente institucional, que se compraba y se vendía y, en demasiados casos, sólo estaba interesada en mantenerse en el poder.
Parece que a Orwell le molestaba en particular la lealtad generalizada de la izquierda hacia el estalinismo a pesar de las pruebas abrumadoras sobre la crueldad del régimen. “Por razones complejas”, escribió en marzo de 1948, cuando empezaba a revisar el primer borrador de 1984, “casi la totalidad de la izquierda inglesa ha acabado aceptando el régimen ruso como ‘socialista’, pese a que reconoce en silencio que, tanto en espíritu como en la práctica, está muy lejos de todo lo que significa ‘socialismo’ en este país. De ahí que haya surgido una especie de corriente de pensamiento esquizofrénica, en la que palabras como ‘democracia’ pueden tener dos significados irreconciliables y cosas como los campos de concentración y las deportaciones en masa pueden estar bien y mal al mismo tiempo”.
Sabemos que esta “especie de  corriente de pensamiento esquizofrénica” es el origen de uno de los grandes logros de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje político: la identificación y el análisis del doble pensamiento. Como describe el personaje Emmanuel Goldstein en Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, un texto peligrosamente subversivo que está prohibido en Oceanía y sólo se menciona como el libro, el doble pensamiento es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. No es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos. En psicología social se conoce desde hace mucho tiempo, con el nombre de “disonancia cognitiva”. Otros lo llaman “compartimentación”. Algunos, como F. Scott Fitzgerald, han dicho que es síntoma de genio. Para Walt Whitman (“¿me contradigo? Muy bien, me contradigo”) era ser amplio y contener multitudes; para el aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y tomar las dos direcciones; para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
Da la impresión de que la idea supuso para el propio Orwell un dilema, una especie de metadoble pensamiento -le repelía por su infinito poder de destrucción, al tiempo que le fascinaba por la posibilidad de llegar a trascender los opuestos-, como si hubiera una forma aberrante de budismo zen cuyos koans fundamentales fueran los tres lemas del partido, “la guerra es paz”, “la libertad es esclavitud” y “la ignorancia es fuerza” y que sirviera para fines perversos.
La suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el funcionario del Partido Interior O’Brien, el que seduce y traiciona, protege y destruye a Winston. Cree con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero puede personificar a la perfección a un devoto revolucionario comprometido en la lucha para derrocarlo. Se considera una simple célula del gran organismo del Estado, pero lo que recordamos es su individualidad, fascinante y contradictoria. Pese a ser un portavoz tranquilo y elocuente del futuro totalitario, O’Brien va revelando poco a poco una faceta desequilibrada, un distanciamiento de la realidad que asomará con toda su fealdad durante la reeducación de Winston Smith, en ese lugar de dolor y desesperación llamado Ministerio del Amor.
También es el doble pensamiento la base de los superministerios que dirigen Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el Ministerio de la Verdad cuenta mentiras, el Ministerio del Amor tortura y acaba matando a cualquiera al que considera una amenaza. Si todo esto parece de una perversidad irrazonable, recuérdese que en Estados Unidos, hoy día, no parece que a muchos les moleste la existencia de una maquinaria de guerra llamada “Departamento de Defensa” ni les cueste decir las palabras “Departamento de Justicia” en serio, a pesar de las pruebas sobre las violaciones de derechos humanos y constitucionales cometidas por su brazo más temible, el FBI. Nuestros medios de comunicación, teóricamente libres, tienen que presentar unas informaciones “equilibradas”, en las que a cada “verdad” se le opone inmediatamente otra opuesta que la neutraliza. Todos los días, la opinión pública se ve sometida a la revisión de la historia, la amnesia oficial y las mentiras descaradas, y todo ello se designa con el benevolente término de “versión”, como si fuera algo tan inofensivo como una vuelta en un tiovivo. Sabemos que no es cierto lo que nos dicen, pero confiamos en que lo sea. Creemos y dudamos al mismo tiempo; parece que una de las condiciones del pensamiento político, en un Estado moderno, es tener permanentemente opiniones contradictorias sobre la mayoría de las cosas. Ni que decir tiene que es un factor utilísimo para quienes ocupan el poder y desean permanecer en él, preferiblemente para siempre.
Junto a la ambivalencia de la izquierda respecto a las realidades soviéticas, tras la II Guerra Mundial surgieron otras oportunidades de aplicar el doble pensamiento. A juicio de Orwell, el bando ganador, en sus momentos de euforia, estaba cometiendo errores casi tan fatales como los del Tratado de Versalles que terminó con la I Guerra Mundial. A pesar de las mejores intenciones, en la práctica, el reparto del botín entre los aliados tenía posibilidades de acabar causando daños fatales. Uno de los principales subtextos de 1984 es la inquietud de Orwell por la “paz”.
“Lo que, en realidad, pretendo  hacer con ella”, escribió Orwell a su editor a finales de 1948, según parece cuando empezaba a revisar la novela, “es abordar las repercusiones de la división del mundo en ‘zonas de influencia’ (se me ocurrió en 1944, como consecuencia de la Conferencia de Teherán)”.
Por supuesto, no se debe creer del todo a los novelistas cuando mencionan sus fuentes de inspiración. Pero merece la pena examinar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre aliada de la II Guerra Mundial, y se celebró a finales de 1943, con asistencia de Roosevelt, Churchill y Stalin. Uno de los temas de los que hablaron fue cómo los aliados iban a dividir Alemania, una vez derrotada, en zonas de ocupación. Otro, quién se quedaría con qué parte de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Eastasia, Orwell dio un salto de escala y convirtió la ocupación de un país derrotado en la de un mundo vencido.
El agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un mismo bloque resultó ser una profecía totalmente acertada, que previó la resistencia británica a integrarse en el continente eurasiático y su permanente sumisión a los intereses yanquis; por ejemplo, los dólares son la unidad monetaria de Oceanía. Londres es reconocible como el Londres del periodo de austeridad de la posguerra. Desde el principio, al sumergirnos de golpe en el plomizo día de abril en el que Winston Smith realiza su decisivo acto de desobediencia, las texturas de la vida distópica son implacables -las cañerías que no funcionan, los cigarrillos que pierden el tabaco, la comida horrible-, aunque tal vez no hiciera falta un gran esfuerzo de imaginación por parte de cualquiera que hubiera vivido la escasez de posguerra.
Profecía y predicción no son exactamente lo mismo y, en el caso de Orwell, confundir las dos cosas no es conveniente ni para el autor ni para el lector. A algunos críticos les gusta jugar a hacer listas de las cosas en las que “acertó” y no acertó el escritor. Si observamos, por ejemplo, Estados Unidos en estos momentos, vemos la ubicuidad de los helicópteros como recurso para el mantenimiento del orden, unas imágenes que nos resultan ya familiares por las numerosas series televisivas de policías, a su vez otras formas de control social; es más, basta con ver la ubicuidad de la propia televisión. La pantalla televisiva de dos direcciones se parece bastante a las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas de cable “interactivos”, existentes en 2003. Las noticias son lo que el Gobierno quiera que sean, la vigilancia de los ciudadanos corrientes forma parte de las actividades normales de la policía, los registros y detenciones justificados son una broma. Y así sucesivamente. “¡Vaya, el Gobierno se ha convertido en el Gran Hermano, como predijo Orwell! ¡Vaya palo!, ¿eh?”. “¡Qué orwelliano, tío!”.
Pues sí y no. Al fin y al cabo, las predicciones concretas no son más que detalles. Lo que tal vez sea más importante, e incluso necesario, para un profeta que se precie, es ser capaz de ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, pese a la derrota del Eje, el deseo de fascismo no había desaparecido, que no sólo no había muerto sino que, tal vez, ni siquiera había alcanzado aún su plena madurez: la corrupción del espíritu, la irresistible adicción humana al poder ya existían desde hacía mucho, eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich y la URSS de Stalin, incluso del Partido Laborista británico, y constituían los primeros ensayos de un futuro espantoso. ¿Qué podía impedir que ocurriera lo mismo en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿Una vida higiénica?
Lo que, por supuesto, ha mejorado de forma insidiosa y constante desde entonces -y, de paso, ha hecho que los argumentos humanistas sean casi irrelevantes- es la tecnología. No debemos dejarnos distraer en exceso por lo anticuado de los métodos de vigilancia en la era de Winston Smith. Al fin y al cabo, en “nuestro” 1984, el chip de circuito integrado tenía menos de 10 años de vida, y era casi vergonzosamente primitivo al lado de las maravillas que constituyen la tecnología informática en 2003, especialmente Internet, un avance que ofrece la posibilidad de un control social de dimensiones prácticamente inimaginables para los viejos tiranos pintorescos y de bigotes ridículos del siglo XX.
En 1938, dentro de la reseña que escribió para New Statesman de una novela de John Galsworthy, Orwell comentaba, casi de paso: “Galsworthy era un mal escritor, y algún conflicto interior agudizó su sensibilidad y casi le hizo bueno; su descontento se pasó, y él volvió a ser el de siempre. Merece la pena pararse a pensar de qué forma le ocurren las cosas a uno”.
A Orwell le divertían sus colegas de izquierdas que vivían con el terror de que les tacharan de burgueses. Sin embargo, entre sus propios terrores, quizá acechaba la posibilidad de que le ocurriera como a Galsworthy y, un día, pudiera perder su indignación política y acabar siendo un apologista más de “las cosas tal como son”. Incluso podríamos decir que la indignación era su bien más preciado. La había acumulado a lo largo de su vida -en Birmania, París, Londres, la carretera del muelle de Wigan, en España, donde le dispararon y le hirieron los fascistas-, le había costado sangre, sufrimiento y esfuerzo, y estaba tan apegado a ella como cualquier capitalista a su capital. Tal vez sea una aflicción que padecen más unos escritores que otros, ese miedo a hacerse demasiado cómodos, a venderse. Cuando uno vive de la literatura, ése es uno de los peligros, desde luego, aunque no a todos los escritores les parece mal. La capacidad de los gobernantes para adueñarse de la disidencia siempre ha sido un peligro real, bastante parecido, por cierto, al proceso mediante el cual el partido de 1984 consigue renovarse constantemente desde abajo.
Orwell, que había vivido entre los obreros y los desempleados durante la depresión de los años treinta y, en ese tiempo, descubrió su valor genuino e imperecedero, asignó a Winston Smith una fe similar en sus equivalentes de 1984, los proles, a los que el protagonista considera la única esperanza para lograr liberarse del infierno distópico de Oceanía. En el momento más bello de la novela -bello en el sentido en el que Rilke definía la belleza, como la aparición de un terror justo en el nivel de lo soportable-, Winston y Julia, que se creen a salvo, miran desde la ventana a la mujer que canta en el patio, y Winston, al contemplar el cielo, experimenta una visión casi mística de los millones que habitan bajo él, “gente que nunca había aprendido a pensar pero estaba acumulando en su corazón, su vientre y sus músculos la fuerza que, un día, daría la vuelta al mundo. ¡Si había esperanza, estaba en los proles!”. Es el momento inmediatamente anterior a que les detengan a Julia y a él y comience el frío y terrible clímax del libro.
Los intereses del régimen de Oceanía son el ejercicio del poder en sí y su guerra implacable contra la memoria, el deseo y el lenguaje como vehículo del pensamiento. La memoria es relativamente fácil de atacar, desde el punto de vista totalitario. Siempre existe algún organismo, como el Ministerio de la Verdad, que niega los recuerdos de los demás y reescribe el pasado. En este año de 2003 es ya frecuente que se pague más a los empleados del Gobierno que al resto de la gente para que degraden la historia, frivolicen la verdad y aniquilen el pasado como cosa rutinaria. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero eso fue así sólo hasta que los gobernantes encontraron la forma de convencer a todo el mundo, incluso a sí mismos, de que la historia nunca sucedió, o sucedió de la manera más conveniente para sus propios fines; o, lo mejor de todo, de que la historia no importa, en cualquier caso, más que para hacer documentales de bajo nivel intelectual que proporcionen una hora de entretenimiento en televisión.
Existe una fotografía, hecha en  Islington hacia 1946, de Orwell y su hijo adoptado, Richard Horatio Blair. El niño, que debía de tener entonces unos dos años, sonríe con un placer infinito. Orwell le sujeta suavemente con ambas manos y también sonríe, satisfecho, pero no con suficiencia; es más complejo, como si hubiera descubierto algo que quizá valiera más que la indignación. Su cabeza ligeramente inclinada, los ojos con una mirada precavida que puede evocar en los aficionados al cine a un personaje de Robert Duvall, de esos que tienen una historia pasada en la que han visto más cosas de las que querían. Winston Smith “creía haber nacido en 1944 o 1945″. Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil imaginar que Orwell, en 1984, estaba imaginando un futuro para la generación de su hijo, no el mundo que deseaba para ellos, sino un mundo contra el que quería prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, siempre confió en la capacidad de la gente corriente de cambiarlo todo. En cualquier caso, volvamos a la sonrisa del chico, directa y radiante, nacida de una fe inamovible en que el mundo, en última instancia, es bueno, y que siempre se puede contar con la decencia humana, como con el amor paterno; una fe tan honorable que casi podemos imaginar a Orwell -e incluso a nosotros mismos-, al menos durante un instante, jurando hacer lo que sea para impedir que esa fe sea traicionada.


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