Por Thomas Pynchon
El último libro de George Orwell, 1984, ha sido siempre víctima, en cierto modo, del éxito de
Rebelión en la granja, que la mayoría de la gente se conformó con interpretar como una clara
alegoría sobre el triste destino de la revolución rusa. Desde el momento en el que el bigote del Gran Hermano
hace su aparición, en el segundo párrafo
de 1984, muchos lectores lo relacionan directamente con Stalin y caen en la tentación de trasladar, punto por punto,
la analogía que habían aplicado al libro anterior. Aunque no hay duda de que el rostro del Gran
Hermano es el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es el
de Trotski, ninguno de los dos coincide con su modelo tan exactamente como
pasaba con Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja.
Aun así, el libro se comercializó en
Estados Unidos como una especie de panfleto anticomunista. Publicado en 1949,
llegó en plena era de McCarthy, cuando el
“comunismo” había recibido la condena oficial por ser una amenaza
monolítica y de alcance mundial, e
intentar mostrar, siquiera, las diferencias entre Stalin y Trotski, era inútil,
tan inútil como que un pastor intente enseñar a sus ovejas los matices que
sirven para reconocer a los lobos. Además, la guerra de Corea (1950-1953)
pronto iba a sacar a la luz la supuesta práctica comunista de la obediencia
ideológica mediante el “lavado de cerebro”, una serie de técnicas basadas, al
parecer, en el trabajo de I. P. Pavlov, que había entrenado a perros para que
segregaran saliva a una señal. El hecho de que en 1984 hagan a su protagonista,
Winston Smith, algo muy parecido al lavado de cerebro, con todo su espantoso
detalle, no extrañó a los lectores decididos a considerar la novela como una
simple condena de las atrocidades estalinistas.
Sin embargo, ésa no era exactamente la
intención de Orwell. Aunque 1984
ha aportado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos
anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, las ideas políticas de
Orwell no sólo eran de izquierda, sino de extrema izquierda. Había ido en 1937 a España para luchar
contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido
rápidamente las diferencias entre el antifascismo auténtico y el falso. “La
guerra española y otros hechos ocurridos en 1936-1937″, escribió 10 años más
tarde, “inclinaron la balanza, y a partir de ahí supe cuál era mi posición.
Cada frase seria que he escrito desde 1936 ha ido orientada, directa o
indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de lo que considero
socialismo democrático”.
Orwell se consideraba miembro de la
“izquierda disidente”, distinta de la “izquierda oficial”, es decir,
fundamentalmente, el Partido Laborista británico, del que en su mayor parte
había empezado a considerar, ya antes de la II Guerra Mundial ,
que tenía la posibilidad de ser fascista, si es que no lo era ya. De forma más
o menos consciente, trazaba una analogía entre el laborismo británico y el
Partido Comunista de Stalin; en su opinión, ambos eran movimientos que
aseguraban luchar por las clases obreras y contra el capitalismo, pero que en
realidad sólo estaban interesados en establecer y perpetuar su propio poder y
sólo se preocupaban por las masas a la hora de aprovechar su idealismo, su
resentimiento de clase y su disponibilidad para ser una mano de obra barata y
dejarse vender, una y otra vez.
Las personas de tendencia fascista -o,
sencillamente, aquellos de nosotros demasiado dispuestos a justificar cualquier
acción del Gobierno, tenga razón o no- se apresurarán a señalar que esas ideas
son anteriores a la guerra y que, en el momento en el que las bombas enemigas
empiezan a caer sobre Gran Bretaña, a modificar el paisaje y producir víctimas
entre amigos y vecinos, todo esto pierde importancia, e incluso resulta
subversivo. Con la patria en peligro, se vuelve fundamental tener unos
dirigentes firmes y unas medidas eficaces; si uno lo quiere llamar fascismo,
allá él, pero nadie estará escuchando, salvo para oír cuándo se acaban los
bombardeos. Sin embargo, el hecho de que una discusión -y mucho más una
profecía- resulte de mal gusto en plena situación de emergencia, no quiere decir
necesariamente que sea un error. Se puede decir que, en ocasiones, el gabinete
de guerra de Churchill se comportó como un régimen fascista: censuró
informaciones, controló precios y salarios, restringió los viajes y subordinó
las libertades civiles a las necesidades de guerra establecidas por ellos
mismos.
Lo que dejan claro las cartas y los
artículos de Orwell en la época en la que estaba escribiendo 1984 es su
desesperación por el estado del “socialismo” en la posguerra. Lo que,
en tiempos de Keir Hardie, había sido una lucha honorable contra la conducta
indiscutiblemente criminal del capitalismo respecto a la gente a la que
utilizaba para extraer rentas y beneficios, en época de Orwell era ya una cosa
vergonzosamente institucional, que se compraba y se vendía y, en demasiados
casos, sólo estaba interesada en mantenerse en el poder.
Parece que a Orwell le molestaba en
particular la lealtad generalizada de la izquierda hacia el estalinismo a pesar
de las pruebas abrumadoras sobre la crueldad del régimen. “Por razones
complejas”, escribió en marzo de 1948, cuando empezaba a revisar el primer
borrador de 1984, “casi la totalidad de la izquierda inglesa ha acabado
aceptando el régimen ruso como ‘socialista’, pese a que reconoce en silencio
que, tanto en espíritu como en la práctica, está muy lejos de todo lo que
significa ‘socialismo’ en este país. De ahí que haya surgido una especie de
corriente de pensamiento esquizofrénica, en la que palabras como ‘democracia’
pueden tener dos significados irreconciliables y cosas como los campos de
concentración y las deportaciones en masa pueden estar bien y mal al mismo
tiempo”.
Sabemos que esta “especie de corriente de pensamiento esquizofrénica” es
el origen de uno de los grandes logros de esta novela, que ha pasado a formar
parte del lenguaje político: la identificación y el análisis del doble
pensamiento. Como describe el personaje Emmanuel Goldstein en Teoría y práctica
del colectivismo oligárquico, un texto peligrosamente subversivo que está
prohibido en Oceanía y sólo se menciona como el libro, el doble pensamiento es
una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos
los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al
mismo tiempo. No es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos. En psicología
social se conoce desde hace mucho tiempo, con el nombre de “disonancia
cognitiva”. Otros lo llaman “compartimentación”. Algunos, como F. Scott
Fitzgerald, han dicho que es síntoma de genio. Para Walt Whitman (“¿me contradigo?
Muy bien, me contradigo”) era ser amplio y contener multitudes; para el
aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y
tomar las dos direcciones; para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica
de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
Da la impresión de que la idea supuso para
el propio Orwell un dilema, una especie de metadoble pensamiento -le repelía
por su infinito poder de destrucción, al tiempo que le fascinaba por la
posibilidad de llegar a trascender los opuestos-, como si hubiera una forma
aberrante de budismo zen cuyos koans fundamentales fueran los tres lemas del
partido, “la guerra es paz”, “la libertad es esclavitud” y “la ignorancia es
fuerza” y que sirviera para fines perversos.
La suprema encarnación del doble
pensamiento en la novela es el funcionario del Partido Interior O’Brien, el que
seduce y traiciona, protege y destruye a Winston. Cree con total sinceridad en
el régimen al que sirve, pero puede personificar a la perfección a un devoto
revolucionario comprometido en la lucha para derrocarlo. Se considera una
simple célula del gran organismo del Estado, pero lo que recordamos es su
individualidad, fascinante y contradictoria. Pese a ser un portavoz tranquilo y
elocuente del futuro totalitario, O’Brien va revelando poco a poco una faceta
desequilibrada, un distanciamiento de la realidad que asomará con toda su
fealdad durante la reeducación de Winston Smith, en ese lugar de dolor y
desesperación llamado Ministerio del Amor.
También es el doble pensamiento la base de
los superministerios que dirigen Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de
la guerra, el Ministerio de la Verdad cuenta mentiras, el Ministerio del Amor
tortura y acaba matando a cualquiera al que considera una amenaza. Si todo esto
parece de una perversidad irrazonable, recuérdese que en Estados Unidos, hoy
día, no parece que a muchos les moleste la existencia de una maquinaria de
guerra llamada “Departamento de Defensa” ni les cueste decir las palabras
“Departamento de Justicia” en serio, a pesar de las pruebas sobre las
violaciones de derechos humanos y constitucionales cometidas por su brazo más
temible, el FBI. Nuestros medios de comunicación, teóricamente libres, tienen
que presentar unas informaciones “equilibradas”, en las que a cada “verdad” se
le opone inmediatamente otra opuesta que la neutraliza. Todos
los días, la opinión pública se ve sometida a la revisión de la historia, la
amnesia oficial y las mentiras descaradas, y todo ello se designa con el
benevolente término de “versión”, como si fuera algo tan inofensivo como una
vuelta en un tiovivo. Sabemos que no es cierto lo que nos dicen, pero confiamos
en que lo sea. Creemos y dudamos al mismo tiempo; parece que una de las
condiciones del pensamiento político, en un Estado moderno, es tener
permanentemente opiniones contradictorias sobre la mayoría de las cosas. Ni que
decir tiene que es un factor utilísimo para quienes ocupan el poder y desean
permanecer en él, preferiblemente para siempre.
Junto a la ambivalencia de la izquierda respecto
a las realidades soviéticas, tras la II Guerra Mundial
surgieron otras oportunidades de aplicar el doble pensamiento. A juicio de
Orwell, el bando ganador, en sus momentos de euforia, estaba cometiendo errores
casi tan fatales como los del Tratado de Versalles que terminó con la I Guerra Mundial.
A pesar de las mejores intenciones, en la práctica, el reparto del botín entre
los aliados tenía posibilidades de acabar causando daños fatales. Uno de los
principales subtextos de 1984 es la inquietud de Orwell por la “paz”.
“Lo que, en realidad, pretendo hacer con ella”, escribió Orwell a su editor
a finales de 1948, según parece cuando empezaba a revisar la novela, “es
abordar las repercusiones de la división del mundo en ‘zonas de influencia’ (se
me ocurrió en 1944, como consecuencia de la Conferencia de Teherán)”.
Por supuesto, no se debe creer del todo a
los novelistas cuando mencionan sus fuentes de inspiración. Pero merece la pena
examinar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera
cumbre aliada de la
II Guerra Mundial , y se celebró a finales de 1943, con
asistencia de Roosevelt, Churchill y Stalin. Uno de los temas de los que
hablaron fue cómo los aliados iban a dividir Alemania, una vez derrotada, en
zonas de ocupación. Otro, quién se quedaría con qué parte de Polonia. Al
imaginar Oceanía, Eurasia y Eastasia, Orwell dio un salto de escala y convirtió
la ocupación de un país derrotado en la de un mundo vencido.
El agrupamiento de Gran Bretaña y Estados
Unidos en un mismo bloque resultó ser una profecía totalmente acertada, que
previó la resistencia británica a integrarse en el continente eurasiático y su
permanente sumisión a los intereses yanquis; por ejemplo, los dólares son la
unidad monetaria de Oceanía. Londres es reconocible como el Londres del periodo
de austeridad de la
posguerra. Desde el principio, al sumergirnos de golpe en el
plomizo día de abril en el que Winston Smith realiza su decisivo acto de
desobediencia, las texturas de la vida distópica son implacables -las cañerías
que no funcionan, los cigarrillos que pierden el tabaco, la comida horrible-,
aunque tal vez no hiciera falta un gran esfuerzo de imaginación por parte de
cualquiera que hubiera vivido la escasez de posguerra.
Profecía y predicción no son exactamente lo
mismo y, en el caso de Orwell, confundir las dos cosas no es conveniente ni
para el autor ni para el lector. A algunos críticos les gusta jugar a hacer
listas de las cosas en las que “acertó” y no acertó el escritor. Si observamos,
por ejemplo, Estados Unidos en estos momentos, vemos la ubicuidad de los
helicópteros como recurso para el mantenimiento del orden, unas imágenes que
nos resultan ya familiares por las numerosas series televisivas de policías, a
su vez otras formas de control social; es más, basta con ver la ubicuidad de la
propia televisión. La pantalla televisiva de dos direcciones se parece bastante
a las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas de cable “interactivos”,
existentes en 2003. Las noticias son lo que el Gobierno quiera que sean, la
vigilancia de los ciudadanos corrientes forma parte de las actividades normales
de la policía, los registros y detenciones justificados son una broma. Y así
sucesivamente. “¡Vaya, el Gobierno se ha convertido en el Gran Hermano, como
predijo Orwell! ¡Vaya palo!, ¿eh?”. “¡Qué orwelliano, tío!”.
Pues sí y no. Al fin y al cabo, las
predicciones concretas no son más que detalles. Lo que tal vez sea más
importante, e incluso necesario, para un profeta que se precie, es ser capaz de
ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana. En 1948,
Orwell comprendió que, pese a la derrota del Eje, el deseo de fascismo no había
desaparecido, que no sólo no había muerto sino que, tal vez, ni siquiera había
alcanzado aún su plena madurez: la corrupción del espíritu, la irresistible
adicción humana al poder ya existían desde hacía mucho, eran aspectos bien
conocidos del Tercer Reich y la URSS de Stalin, incluso del Partido Laborista
británico, y constituían los primeros ensayos de un futuro espantoso. ¿Qué
podía impedir que ocurriera lo mismo en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La
superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿Una vida higiénica?
Lo que, por supuesto, ha mejorado de forma
insidiosa y constante desde entonces -y, de paso, ha hecho que los argumentos
humanistas sean casi irrelevantes- es la tecnología. No
debemos dejarnos distraer en exceso por lo anticuado de los métodos de
vigilancia en la era de Winston Smith. Al fin y al cabo, en “nuestro” 1984, el
chip de circuito integrado tenía menos de 10 años de vida, y era casi
vergonzosamente primitivo al lado de las maravillas que constituyen la
tecnología informática en 2003, especialmente Internet, un avance que ofrece la
posibilidad de un control social de dimensiones prácticamente inimaginables
para los viejos tiranos pintorescos y de bigotes ridículos del siglo XX.
En 1938, dentro de la reseña que escribió
para New Statesman de una novela de John Galsworthy, Orwell comentaba, casi de
paso: “Galsworthy era un mal escritor, y algún conflicto interior agudizó su
sensibilidad y casi le hizo bueno; su descontento se pasó, y él volvió a ser el
de siempre. Merece la pena pararse a pensar de qué forma le ocurren las cosas a
uno”.
A Orwell le divertían sus colegas de
izquierdas que vivían con el terror de que les tacharan de burgueses. Sin
embargo, entre sus propios terrores, quizá acechaba la posibilidad de que le
ocurriera como a Galsworthy y, un día, pudiera perder su indignación política y
acabar siendo un apologista más de “las cosas tal como son”. Incluso podríamos
decir que la indignación era su bien más preciado. La había acumulado a lo
largo de su vida -en Birmania, París, Londres, la carretera del muelle de
Wigan, en España, donde le dispararon y le hirieron los fascistas-, le había
costado sangre, sufrimiento y esfuerzo, y estaba tan apegado a ella como
cualquier capitalista a su capital. Tal vez sea una aflicción que padecen más
unos escritores que otros, ese miedo a hacerse demasiado cómodos, a venderse.
Cuando uno vive de la literatura, ése es uno de los peligros, desde luego,
aunque no a todos los escritores les parece mal. La capacidad de los
gobernantes para adueñarse de la disidencia siempre ha sido un peligro real,
bastante parecido, por cierto, al proceso mediante el cual el partido de 1984
consigue renovarse constantemente desde abajo.
Orwell, que había vivido entre los obreros
y los desempleados durante la depresión de los años treinta y, en ese tiempo,
descubrió su valor genuino e imperecedero, asignó a Winston Smith una fe
similar en sus equivalentes de 1984, los proles, a los que el protagonista
considera la única esperanza para lograr liberarse del infierno distópico de
Oceanía. En el momento más bello de la novela -bello en el sentido en el que
Rilke definía la belleza, como la aparición de un terror justo en el nivel de
lo soportable-, Winston y Julia, que se creen a salvo, miran desde la ventana a
la mujer que canta en el patio, y Winston, al contemplar el cielo, experimenta
una visión casi mística de los millones que habitan bajo él, “gente que nunca
había aprendido a pensar pero estaba acumulando en su corazón, su vientre y sus
músculos la fuerza que, un día, daría la vuelta al mundo. ¡Si había esperanza,
estaba en los proles!”. Es el momento inmediatamente anterior a que les detengan
a Julia y a él y comience el frío y terrible clímax del libro.
Los intereses del régimen de Oceanía son el
ejercicio del poder en sí y su guerra implacable contra la memoria, el deseo y
el lenguaje como vehículo del pensamiento. La memoria es relativamente fácil de
atacar, desde el punto de vista totalitario. Siempre existe algún organismo,
como el Ministerio de la Verdad, que niega los recuerdos de los demás y
reescribe el pasado. En este año de 2003 es ya frecuente que se pague más a los
empleados del Gobierno que al resto de la gente para que degraden la historia,
frivolicen la verdad y aniquilen el pasado como cosa rutinaria. Antes, los que
no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero eso fue así sólo hasta
que los gobernantes encontraron la forma de convencer a todo el mundo, incluso
a sí mismos, de que la historia nunca sucedió, o sucedió de la manera más
conveniente para sus propios fines; o, lo mejor de todo, de que la historia no
importa, en cualquier caso, más que para hacer documentales de bajo nivel
intelectual que proporcionen una hora de entretenimiento en televisión.
Existe una fotografía, hecha en Islington hacia 1946, de Orwell y su hijo
adoptado, Richard Horatio Blair. El niño, que debía de tener entonces unos dos
años, sonríe con un placer infinito. Orwell le sujeta suavemente con ambas
manos y también sonríe, satisfecho, pero no con suficiencia; es más complejo,
como si hubiera descubierto algo que quizá valiera más que la indignación. Su
cabeza ligeramente inclinada, los ojos con una mirada precavida que puede
evocar en los aficionados al cine a un personaje de Robert Duvall, de esos que
tienen una historia pasada en la que han visto más cosas de las que querían.
Winston Smith “creía haber nacido en 1944 o 1945″. Richard Blair nació el 14 de
mayo de 1944. No es difícil imaginar que Orwell, en 1984, estaba imaginando un
futuro para la generación de su hijo, no el mundo que deseaba para ellos, sino
un mundo contra el que quería prevenirles. Le impacientaban las predicciones de
lo inevitable, siempre confió en la capacidad de la gente corriente de
cambiarlo todo. En cualquier caso, volvamos a la sonrisa del chico, directa y
radiante, nacida de una fe inamovible en que el mundo, en última instancia, es
bueno, y que siempre se puede contar con la decencia humana, como con el amor
paterno; una fe tan honorable que casi podemos imaginar a Orwell -e incluso a
nosotros mismos-, al menos durante un instante, jurando hacer lo que sea para
impedir que esa fe sea traicionada.