Por Pablo Lettieri
Tal vez por el deseo o la necesidad de los lectores de poder congelar un rostro en el tiempo para hacerlo propio (con la sospecha de que un gesto o una mirada también pudieran formar parte de la obra), desde la consolidación de la fotografía los escritores fueron los primeros en dejarse atrapar por las imágenes detenidas. Con entusiasmo, resignación, indiferencia –hasta con rabia–, han posado desde entonces para que podamos asignarle a cada obra su correspondiente rostro. Para certificar una presencia de quienes, paradójicamente, en muchos casos han hecho de la escritura una estrategia de ocultación, una forma de no estar en el mundo.
En el caso del autor de Rayuela se trata de algunas de las ya célebres fotografías que Sara Facio le tomó a partir de 1967, cuando Cortázar ya era Cortázar. Incluida ésa en la que mira a cámara con los ojos fruncidos y un cigarrillo en la boca, la que a él más le gustaba y que hoy es su foto “oficial”. Y también las que la fotógrafa le tomó bien entrados los setenta, en las que su aspecto es radicalmente distinto: barba crecida, pelo largo, anteojos y camisa militar.
En cambio, las de Perec son fundamentalmente fotografías personales que, junto con manuscritos y otros fondos de carácter biográfico, integran el archivo del autor que se encuentra en la Bibliothèque de l'Arsenal de Paris, custodiado por la asociación que lleva su nombre. Y aunque lo muestran en las situaciones más diversas (en un almuerzo, en una costanera, posando junto a su biblioteca), todas ellas revelan su particular fisonomía: los destellos en la mirada, la divertida sonrisa tras una barba imposible, la expresión casi asombrada de su rostro.