Por Martín Kohan
Qué más verdad que la pose, la pura pose, puede haber en un escritor. Lo suyo es la escritura, que es decir sacar el cuerpo, por mucho que se insista con metáforas en sentido opuesto y se hable de que hay un “cuerpo de la letra”, que se escribe “poniendo el cuerpo”, etcétera, etcétera, etcétera. Porque llega un día en que, por las razones que sea, el escritor tiene que poner el cuerpo ahí (el cuerpo de veras, de veras ahí) al menos para ser fotografiado, y la diferencia salta literalmente a la vista. Ya vimos a Charles Baudelaire retratado por Nadar: tembloroso, huidizo. Una cosa es esa “imagen de escritor” que se hace con palabras, con puras construcciones verbales, un tramo más del decir. Y muy otra es esta clase de imagen: la que se da a ver, pero más directamente, en el cuerpo expuesto a la captación de la fotografía. En respuesta, los escritores posan. Adustos o embibliotecados, posan. Responden así, con golpes de artificio, a las pretensiones de naturalidad que impugnan por falaces. En esas poses, las de Oscar Wilde por ejemplo, se encuentra por eso mismo su verdad. La pose no viene a encubrir una verdad, aunque tampoco a descubrirla; la pose es la verdad. No la oculta, pero tampoco la representa; más bien la ejecuta, la lleva a cabo, la realiza.
Hay que admitir no obstante que, en cierta forma, a fuerza de insistir con ella, la pose acabó por volverse natural. Perdida la afectación acentuada de la pose como tal, perdida la premeditada mostración del artificio, se llegaría, estereotipo mediante, a una inútil, paradójica y engañosa naturalidad. Por eso podría decirse que sacar a los escritores de la pose ha llegado a ser una verdadera consigna en el momento de sacarles una foto. Solamente de esa manera podría ser posible obtener de ellos (no de ellos, sino de su apariencia) alguna clase de autenticidad. Sacar al escritor de la pose convencional para provocar en ellos el destello de lo auténtico.
En este mismo sentido podrían considerarse las fotos de Daniel Mordzinski. Sólo que Mordzinski parte para ello de una premisa radical, poderosa, determinante: la única manera de sacar a un escritor de una pose es ponerlo en otra pose. Para sacarlo de su pose hay que imponerle otra, una que le sea ajena, una que le sea impropia. Es a su modo una vuelta a los atentados contra la naturalidad, pero ya no a cargo del escritor fotografiado, sino a cargo del fotógrafo que lo fotografía. El escritor es su objeto, en un sentido muy pleno: lo pone y lo saca; y sólo entonces, cuando lo saca (de lugar) le saca (la foto). Mordzinski lleva al escritor a la situación en la que ya no se reconoce, y justo ahí lo fotografía; lo lleva al punto en que no sabe bien qué hacer, con su cuerpo sobre todo, y justo entonces lo fotografía. El efecto es muchas veces cómico, pero siempre verdadero.
Mordzinski se vale de recursos diversos para ejercer ese arte de la descolocación al que luego convierte en fotografía. Detectar lugares insólitos, o bien inventarlos, es el más notorio de sus procedimientos: pienso en Adriana Lisboa metida dentro de una vidriera de ropa, en Pedro Mairal subido a la estructura de metal de un guardia de tránsito, en Ricardo Silva acostado en un techo de tejas, en Javier Cercas leyendo de pie en un enorme piletón, en César Aira empotrado al través en una bañera, en María Fasce apretada en un carrito de supermercado, en Hanif Kureishi tapado hasta arriba en su cama, en Marcos Aguinis atareado en los aparatos de un gimnasio. Mordzinski los ubica (es decir, los desubica) y los pone a hacer alguna cosa: Antonio Ungar, en el arco, se agazapa a la espera del penal; Alfonso Mateo Sagasta monta un burro, Raúl Guerra Garrido monta un kárting, Alberto Fuguet atiende un comercio de tortas y refrescos, Senel Paz amarra un buque al muelle, William Ospina barre el pasillo del hotel, Inaki Abad espera por los huéspedes en la conserjería.
Otras veces Daniel Mordzinski procede a agregar un objeto a la escena, pero siempre un objeto impropio, con el que mas bien procura dejar al escritor sin objeto. Así por caso Alejandro Zambra bajo el sol y con un paraguas abierto, Álvaro Enrigue con una lamparita en la boca, Roberto Fernández Retamar con un cajón de tomates en los brazos, Daniel Alarcón empuñando una aspiradora, José Manuel Fajardo con un enorme pescado entre manos, o Goncalo Tavares, Andrés Neumann y Eduardo Halfon haciendo malabares con manzanas verdes. “Ponete incómodo”, podría llegar a adivinarse como consigna previa de estas fotos, siempre que se la entienda como una conjura eficaz contra las trampas habituales de la falsa comodidad.
La pregunta “¿Qué hago yo con esto?” es entonces una variante que se agrega a la pregunta “¿Qué hago yo acá?”. Mordzinski alienta estas preguntas para poder fotografiar las respuestas. “Qué hago acá” no sólo refiere a un sitio, sino también a un entorno. Mordzinski monta escenas de entornos impropios, para colocar (que es, otra vez, descolocar) al escritor exactamente ahí: pienso en Álvaro Bisama con tres guardias armados justo detrás, en Anne Enright haciendo la venia entre cuatro policías que la franquean, en Elena Poniatowska con un policía en la plaza, en Iván Thays o en Gonzalo Celorio mezclados con niños de escuela, en John Jairo Junieles en medio de una orquesta de mujeres con ropas típicas, en Alberto Torres entre dos gimnastas, en José Ovejero y el homeless, en Matilde Sánchez y los tres jóvenes de cuero y cerveza, en Antony Beevor con fondo de futbolistas formados.
Las fotos de Mordzinski hacen justicia así con los escritores que no necesariamente encajan. Por eso suelen alterar las convenciones de la puesta en foco y de la puesta en cuadro, como si el retrato de un escritor exigiera saber desenfocar no menos que saber enfocar, saber desencuadrar no menos que saber encuadrar. Mordzinski acentúa algunos primeros planos que detallan (tanto que hasta fragmentan los rostros de Ronaldo Menéndez, de Yolanda Arroyo, de Eduardo Belgrano Rawson), o decide segundos planos que diluyen (el escritor un poco perdido, un poco más allá, un poco por ahí: José Pérez Reyes en el techo de una combi lejana, Raúl Zurita al pie de una larga escalera mecánica, Marcelo Cohen detrás de la puerta de la cocina, Arturo Carrera al trote bajo la lluvia en un cruce de calles, Ricardo Piglia en algún lugar de una estación de trenes, Santiago Gamboa en algún lugar de una estación de metro). Vemos a los escritores algo perdidos entre la gente, cuando se trata de gente, o algo ocultos por un objeto, cuando se trata de objetos (Alfredo Bryce Echenique detrás del antifaz, Santiago Roncagliolo detrás del escobillón, Ian Mc Ewan detrás del paraguas rojo).
¿Quién es entonces el escritor? Es ése que nosotros sabemos. Pero ése que nosotros sabemos puede convivir significativamente en las fotos de Mordzinski con algún otro que merodea y que en cambio lo ignora, y que es a la vez ignorado. Ese otro introduce un principio de ajenidad dentro de la lógica de identidad que preside el género retrato. El tercero o los terceros aquí no están excluidos, forman parte de la imagen que el fotógrafo se hace del escritor: son las chicas que leen a un lado de Eduardo Halfon, el niño que está detrás de Guadalupe Nettel descalza, el tipo que se lava las manos en el baño mientras Rodrigo Blanco Calderón toma posición frente al mingitorio, la mujer que se acoda en la puerta de la peluquería donde rapan a Ariel Magnus, las mujeres que están al pie de la muralla que erige a Alberto Barrera, el torero que practica detrás de Gonzalo Santoja, la mucama de hotel que habla por teléfono mientras Antonio García Ángel yace justo debajo de la cama. Ese alguien que se desentiende decide la foto, ese entorno de gente que sigue en lo suyo decide la foto, porque sin eliminar del todo la regla elemental del reconocimiento, le agregan un comentario decisivo (y no necesariamente al margen) acerca de la desatención.
Lo que vemos por lo tanto son escritores en pose y a la vez fuera de pose. O en todo caso en una pose que entrega otra vez, pero de otra forma, una verdad descubierta y revelada. Son escritores descolocados, desacomodados, fuera de lugar, desubicados; escritores sin objeto, que no encajan, que un poco se pierden, que un poco ajenos quedan. ¿Y acaso no es ésa la imagen más verdadera de su manera de estar en el mundo? En esa descolocación, en esa desubicación, en esa inadaptación, en esa extrañeza, ¿no se percibe acaso la manera más auténtica de existir, no digamos ya de los escritores, sino de la propia literatura, en medio de las cosas reales, en medio de la realidad misma? Ese nunca encajar por completo en el contexto al que, sin embargo, pertenece, ¿no es una cualidad muy singular de la propia literatura? Mordzinski impone esa condición a los escritores, y en esa clave los retrata y los exhibe.
Si toda fotografía certifica, según decía Roland Barthes, el haber-estado-ahí de su objeto, estas fotos de escritores vendrían a señalar qué tan complicado y laborioso puede ser ese estar ahí. Sobre todo para aquellos que hacen de la escritura un recurso para no estar, para practicar el arte del retraimiento, una rara pasión de ausencia.