7/3/12

Retratar



Por Richard Avedon

Alguna vez fui a Washington por lo que suelen llamar una “oportunidad fotográfica” con Henry Kissinger. Cuando lo llevaba hacia la cámara, dijo algo inquietante: “Sea amable conmigo”. Desearía haber tenido tiempo para preguntarle con exactitud lo que quiso decir, aunque probablemente estaba claro. En ese momento, Kissinger lo sabía todo sobre manipulaciones, así que ver su preocupación por la manera en que yo podría manipularlo me dio bastante qué pensar. ¿A qué se refería? ¿Qué significa realmente “ser amable” en una fotografía? ¿Buscaba Kissinger verse más sabio, más cálido, más sincero de lo que sospechaba ser? ¿Acaso los retratos fotográficos implican una responsabilidad diferente con el retratado que aquellos en pintura o en prosa? ¿Será quizás trivializar y degradar a alguien el hecho de hacerlo lucir sabio, noble (fácil de lograr), o inclusive convencionalmente bello, cuando la propia persona es mucho más complicada, contradictoria y, por ende, fascinante? ¿Esperaba Kissinger que la foto revelara una apariencia perfecta? ¿O es posible que deseara –como lo hubiera deseado yo también si fuese retratado– que “ser amable” tuviera que ver con permitir que cosas más complejas sobre mí fueran expuestas: mi rabia, ineptitud, fortaleza, vanidad, mi aislamiento? Si todos los anteriores son aspectos del carácter, ¿no sería un acto descortés de mi parte en tanto artista considerar a Kissinger como una simple efigie? ¿Tiene que ver una apariencia perfecta con la integridad artística de un retrato?
Un retrato fotográfico es la imagen de alguien que sabe que está ante una cámara, y lo que haga con ese conocimiento es parte de la fotografía, tanto como lo que lleva puesto y su apariencia personal. El retratado está implicado en lo que sucede y tiene un cierto poder de incidencia en el resultado final. La manera en que una persona se presenta ante la cámara cuando va a ser fotografiada y la respuesta del fotógrafo a esa presencia es lo que constituye un buen retrato. El filósofo Roland Barthes dijo alguna vez una cosa muy sabia: “La fotografía es prisionera de dos coartadas incompatibles. Por un lado, presa de las ‘ennoblecidas imágenes de arte’. Por otro, cautiva del ‘reportaje’ que deriva su prestigio directamente del objeto. Ninguno de los dos extremos es del todo certero”. “La fotografía es un texto, una compleja meditación sobre el significado”, dice.
Lo que Barthes reconoce es que necesitamos un nuevo vocabulario para referirnos a la fotografía. No es “arte” versus “realidad”, ni “artificio” contra “candor”, ni mucho menos “subjetividad” versus “objetividad”: la fotografía marcha en medio de estas clasificaciones; de ahí que sea tan difícil responder a preguntas como “¿es la fotografía realmente arte?” y “¿Es exacto este retrato de tu amigo?”. Como lo he mencionado en otras ocasiones, “todas las fotos son exactas. Ninguna es la verdad”.
No creo que las fotografías deban justificar su existencia presentándose como obras de arte o retratos fotográficos. Son los recuerdos de un hombre; facetas contradictorias de un instante de su vida como sujeto –y de la nuestra como espectadores–. Son, bien lo dijo Barthes, textos que están ahí para ser leídos, interpretados y discutidos, no clasificados ni juzgados.
¿Quién es, entonces, Henry Kissinger? ¿Qué o quién está en dicha fotografía? ¿Es apenas la oscura representación de un hombre? ¿O está más cerca de ser un doppelgänger, una copia con vida propia, un gemelo inexacto que en la posteridad ocupará y usurpará la vida del original?
Al ver mis fotos en un museo y observar cómo la gente las mira, me vuelvo hacia las imágenes y me doy cuenta de lo vivas que están, y de lo poco que tienen que ver conmigo. Tienen vida propia. Es como cuando los actores de Pirandello o de La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, dejan el escenario y se unen a los espectadores. Ahí se enfrentan al público.
La fotografía es completamente distinta a cualquier otra forma de arte. En realidad no recuerdo el día que estuve detrás de la cámara con Henry Kissinger del otro lado. Estoy seguro de que él tampoco lo recuerda. Pero aquí está su fotografía para probar que, incluso con toda la amabilidad de mi parte, hubiera sido imposible que la foto dijera lo que él –e incluso yo– quisimos decir. Es un recordatorio de lo maravillosa y tenebrosa que es una fotografía.

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