Por Richard Avedon
Alguna vez fui a Washington por lo que
suelen llamar una “oportunidad fotográfica” con Henry Kissinger. Cuando lo
llevaba hacia la cámara, dijo algo inquietante: “Sea amable conmigo”. Desearía
haber tenido tiempo para preguntarle con exactitud lo que quiso decir, aunque
probablemente estaba claro. En ese momento, Kissinger lo sabía todo sobre
manipulaciones, así que ver su preocupación por la manera en que yo podría
manipularlo me dio bastante qué pensar. ¿A qué se refería? ¿Qué significa
realmente “ser amable” en una fotografía? ¿Buscaba Kissinger verse más sabio,
más cálido, más sincero de lo que sospechaba ser? ¿Acaso los retratos
fotográficos implican una responsabilidad diferente con el retratado que
aquellos en pintura o en prosa? ¿Será quizás trivializar y degradar a alguien
el hecho de hacerlo lucir sabio, noble (fácil de lograr), o inclusive
convencionalmente bello, cuando la propia persona es mucho más complicada,
contradictoria y, por ende, fascinante? ¿Esperaba Kissinger que la foto
revelara una apariencia perfecta? ¿O es posible que deseara –como lo hubiera
deseado yo también si fuese retratado– que “ser amable” tuviera que ver con
permitir que cosas más complejas sobre mí fueran expuestas: mi rabia,
ineptitud, fortaleza, vanidad, mi aislamiento? Si todos los anteriores son
aspectos del carácter, ¿no sería un acto descortés de mi parte en tanto artista
considerar a Kissinger como una simple efigie? ¿Tiene que ver una apariencia perfecta
con la integridad artística de un retrato?
Un retrato fotográfico es la imagen de
alguien que sabe que está ante una cámara, y lo que haga con ese conocimiento
es parte de la fotografía, tanto como lo que lleva puesto y su apariencia
personal. El retratado está implicado en lo que sucede y tiene un cierto poder
de incidencia en el resultado final. La manera en que una persona se presenta
ante la cámara cuando va a ser fotografiada y la respuesta del fotógrafo a esa
presencia es lo que constituye un buen retrato. El filósofo Roland Barthes dijo
alguna vez una cosa muy sabia: “La fotografía es prisionera de dos coartadas
incompatibles. Por un lado, presa de las ‘ennoblecidas imágenes de arte’. Por
otro, cautiva del ‘reportaje’ que deriva su prestigio directamente del objeto.
Ninguno de los dos extremos es del todo certero”. “La fotografía es un texto,
una compleja meditación sobre el significado”, dice.
Lo que Barthes reconoce es que necesitamos
un nuevo vocabulario para referirnos a la fotografía. No es
“arte” versus “realidad”, ni “artificio” contra “candor”, ni mucho menos
“subjetividad” versus “objetividad”: la fotografía marcha en medio de estas
clasificaciones; de ahí que sea tan difícil responder a preguntas como “¿es la
fotografía realmente arte?” y “¿Es exacto este retrato de tu amigo?”. Como lo
he mencionado en otras ocasiones, “todas las fotos son exactas. Ninguna es la
verdad”.
No creo que las fotografías deban
justificar su existencia presentándose como obras de arte o retratos fotográficos.
Son los recuerdos de un hombre; facetas contradictorias de un instante de su
vida como sujeto –y de la nuestra como espectadores–. Son, bien lo dijo
Barthes, textos que están ahí para ser leídos, interpretados y discutidos, no
clasificados ni juzgados.
¿Quién es, entonces, Henry Kissinger? ¿Qué
o quién está en dicha fotografía? ¿Es apenas la oscura representación de un
hombre? ¿O está más cerca de ser un doppelgänger, una copia con vida propia, un
gemelo inexacto que en la posteridad ocupará y usurpará la vida del original?
Al ver mis fotos en un museo y observar
cómo la gente las mira, me vuelvo hacia las imágenes y me doy cuenta de lo
vivas que están, y de lo poco que tienen que ver conmigo. Tienen vida propia.
Es como cuando los actores de Pirandello o de La rosa púrpura del Cairo, de
Woody Allen, dejan el escenario y se unen a los espectadores. Ahí se enfrentan
al público.
La fotografía es completamente distinta a
cualquier otra forma de arte. En realidad no recuerdo el día que estuve detrás
de la cámara con Henry Kissinger del otro lado. Estoy seguro de que él tampoco
lo recuerda. Pero aquí está su fotografía para probar que, incluso con toda la
amabilidad de mi parte, hubiera sido imposible que la foto dijera lo que él –e
incluso yo– quisimos decir. Es un recordatorio de lo maravillosa y tenebrosa
que es una fotografía.
Por Richard Avedon
Alguna vez fui a Washington por lo que
suelen llamar una “oportunidad fotográfica” con Henry Kissinger. Cuando lo
llevaba hacia la cámara, dijo algo inquietante: “Sea amable conmigo”. Desearía
haber tenido tiempo para preguntarle con exactitud lo que quiso decir, aunque
probablemente estaba claro. En ese momento, Kissinger lo sabía todo sobre
manipulaciones, así que ver su preocupación por la manera en que yo podría
manipularlo me dio bastante qué pensar. ¿A qué se refería? ¿Qué significa
realmente “ser amable” en una fotografía? ¿Buscaba Kissinger verse más sabio,
más cálido, más sincero de lo que sospechaba ser? ¿Acaso los retratos
fotográficos implican una responsabilidad diferente con el retratado que
aquellos en pintura o en prosa? ¿Será quizás trivializar y degradar a alguien
el hecho de hacerlo lucir sabio, noble (fácil de lograr), o inclusive
convencionalmente bello, cuando la propia persona es mucho más complicada,
contradictoria y, por ende, fascinante? ¿Esperaba Kissinger que la foto
revelara una apariencia perfecta? ¿O es posible que deseara –como lo hubiera
deseado yo también si fuese retratado– que “ser amable” tuviera que ver con
permitir que cosas más complejas sobre mí fueran expuestas: mi rabia,
ineptitud, fortaleza, vanidad, mi aislamiento? Si todos los anteriores son
aspectos del carácter, ¿no sería un acto descortés de mi parte en tanto artista
considerar a Kissinger como una simple efigie? ¿Tiene que ver una apariencia perfecta
con la integridad artística de un retrato?
Un retrato fotográfico es la imagen de
alguien que sabe que está ante una cámara, y lo que haga con ese conocimiento
es parte de la fotografía, tanto como lo que lleva puesto y su apariencia
personal. El retratado está implicado en lo que sucede y tiene un cierto poder
de incidencia en el resultado final. La manera en que una persona se presenta
ante la cámara cuando va a ser fotografiada y la respuesta del fotógrafo a esa
presencia es lo que constituye un buen retrato. El filósofo Roland Barthes dijo
alguna vez una cosa muy sabia: “La fotografía es prisionera de dos coartadas
incompatibles. Por un lado, presa de las ‘ennoblecidas imágenes de arte’. Por
otro, cautiva del ‘reportaje’ que deriva su prestigio directamente del objeto.
Ninguno de los dos extremos es del todo certero”. “La fotografía es un texto,
una compleja meditación sobre el significado”, dice.
Lo que Barthes reconoce es que necesitamos
un nuevo vocabulario para referirnos a la fotografía. No es
“arte” versus “realidad”, ni “artificio” contra “candor”, ni mucho menos
“subjetividad” versus “objetividad”: la fotografía marcha en medio de estas
clasificaciones; de ahí que sea tan difícil responder a preguntas como “¿es la
fotografía realmente arte?” y “¿Es exacto este retrato de tu amigo?”. Como lo
he mencionado en otras ocasiones, “todas las fotos son exactas. Ninguna es la
verdad”.
No creo que las fotografías deban
justificar su existencia presentándose como obras de arte o retratos fotográficos.
Son los recuerdos de un hombre; facetas contradictorias de un instante de su
vida como sujeto –y de la nuestra como espectadores–. Son, bien lo dijo
Barthes, textos que están ahí para ser leídos, interpretados y discutidos, no
clasificados ni juzgados.
¿Quién es, entonces, Henry Kissinger? ¿Qué
o quién está en dicha fotografía? ¿Es apenas la oscura representación de un
hombre? ¿O está más cerca de ser un doppelgänger, una copia con vida propia, un
gemelo inexacto que en la posteridad ocupará y usurpará la vida del original?
Al ver mis fotos en un museo y observar
cómo la gente las mira, me vuelvo hacia las imágenes y me doy cuenta de lo
vivas que están, y de lo poco que tienen que ver conmigo. Tienen vida propia.
Es como cuando los actores de Pirandello o de La rosa púrpura del Cairo, de
Woody Allen, dejan el escenario y se unen a los espectadores. Ahí se enfrentan
al público.
La fotografía es completamente distinta a
cualquier otra forma de arte. En realidad no recuerdo el día que estuve detrás
de la cámara con Henry Kissinger del otro lado. Estoy seguro de que él tampoco
lo recuerda. Pero aquí está su fotografía para probar que, incluso con toda la
amabilidad de mi parte, hubiera sido imposible que la foto dijera lo que él –e
incluso yo– quisimos decir. Es un recordatorio de lo maravillosa y tenebrosa
que es una fotografía.