5/11/12

René Girard: el deseo, la violencia y lo sagrado

René Girard nació en Avignon el 25 de Diciembre de 1923, pero vive en estados Unidos desde 1974, donde es profesor de la Universidad de Stanford (California) desde 1981. Aunque su formación es fundamentalmente literaria, su actividad intelectual abarca todos los campos de las ciencias humanas: crítica literaria, antropología, teología, filosofía, historia...
Si su primera gran obra "Mentira romántica y verdad novelesca" (1961) o una de las últimas traducida por la Ed. Anagrama "Shakespeare. Los fuegos de la envidia" (1990), pueden ser etiquetadas como crítica literaria, el resto de sus obras (La violencia y lo sagrado -1972-, Las cosas ocultas desde la fundación del mundo -1978- [traducido como El misterio de nuestro mundo], El chivo expiatorio -1982-, La ruta antigua de los hombres perversos -1985-), nos revelan que esa crítica literaria está al servicio de una teoría antropológica. Y a su vez esta teoría antropológica está sugerida por una exégesis muy particular de los textos bíblicos. Es decir, Girard apoyándose en los clásicos de la literatura y, sobre todo, en los textos evangélicos nos ofrece una teoría del hombre y de las relaciones humanas. Esta teoría le permite explicar desde el origen de las sociedades y la función de la religión hasta las condiciones que hacen posible la desacralización característica de la modernidad.
Por supuesto que su antropología esta al margen de las modas estructuralistas y post-estructuralistas. Su nombre no aparece en ninguno de los manuales de antropología. Toda su obra está marcada por la polémica. Y es que, en cierto modo, Girard puede ser visto como un moderno apologeta:
«Lo que aporto, creo yo, es una inversión de las conclusiones del movimiento comparativista, suscitado por la gran investigación antropológica del siglo XIX y principios del XX, Se descubrió entonces que una violencia siempre colectiva está ya allí, en todas partes, en el corazón de lo religioso primitivo. Esta idea es exacta» pero lo etnólogos han visto ahí la prueba irrefutable de que el cristianismo es una religión como las otras. Girard trata de constatar, por el contrario, que el cristianismo interpreta esa violencia de manera totalmente distinta a como lo hacen las religiones primitivas. (Cuando empiezan a suceder estas cosas... Conversaciones con Michel Treguer, pág. 155-6)
Todo su pensamiento gira alrededor de una idea bastante simple, pero también de una gran fecundidad. Esta idea es desarrollada una y otra vez en todos sus textos. En uno de sus artículos, "El homicidio fundador en el pensamiento de Nietzsche", ironiza precisamente sobre la acusación de estar poseído por una "idea fija":
«Por cualquier obra que me interrogue, ya sea literaria, cultural o religiosa, tarde o temprano acabo por descubrir mi deseo mimético, mi crisis sacrificial y mi violencia fundadora. A mi alrededor todo se renueva, yo también sueño con renovarme. Pero no lo consigo nunca. ¿Cómo puedo hablar de otra cosa? ¿A qué texto he de dirigirme para acceder a otra cosa?»
En cuanto que fija todas las otras ideas, Girard ya acepta el calificativo de "idea fija" para su teoría del mecanismo de la víctima expiatoria. Siguiendo el orden de sus propios escritos, podemos exponer esta teoría refiriéndonos primero al deseo mimético, luego a la violencia fundadora y, por último, a la Revelación cristiana desmitificadora de esta violencia.

EL DESEO MIMÉTICO
En la Poética (IV, 1448b) Aristóteles dice: 
«Pues el imitar es algo connatural a los seres humanos desde su niñez (y en esto el hombre se distingue de los otros animales: en que es el más apto para la imitación y su aprendizaje inicial se realiza por medio de la mímesis) y además todos disfrutan con la mímesis.»
Efectivamente, según Girard, el hombre está marcado por la mímesis. Pero el problema con Aristóteles, al igual que con Platón, es que hablan sólo de una dimensión de la mímesis, la referida a tipos de comportamiento, maneras, hábitos, palabras, es decir, a representaciones, y nunca tratan de la mímesis de apropiación, que es la que propiamente engendra la rivalidad mimética. De esta última si que trató Cervantes y Shakespeare y, mas recientemente, Stendhal, Flaubert, Proust, Dostoyevski y, también, Joyce.
En Mentira romántica y verdad novelesca analiza la obra de algunos de estos autores desde el punto de vista del deseo mimético. La espontaneidad del deseo, la autonomía del individuo, la fe en la originalidad del Yo es la mentira romántica. Frente a ello, la verdad novelesca pone de manifiesto que todo deseo viene señalado, sugerido, por un modelo. Para explicar el deseo no basta referirse al sujeto deseante y al objeto deseado, es necesario también recurrir al modelo que señala al sujeto el objeto a desear. El deseo es siempre triangular (no es que no exista un deseo independiente de la imitación, pero este deseo está recubierto por el deseo mimético, y, además, Girard prefiere reservar el término deseo para el mimético). El objeto juega un papel secundario en esta relación triangular. Es la relación de imitación entre el sujeto y su modelo lo que da al deseo su carácter conflictivo. El impulso hacia el objeto deseado es en realidad un impulso hacia el mediador del deseo. 
«El objeto no es más que un medio de alcanzar al mediador. El deseo aspira al ser de este mediador. Proust compara este deseo atroz de ser el Otro a la sed: "Sed de una vida que mi alma, puesto que hasta ahora no ha recibido de ella ni una sola gota, absorbería tanto más ardientemente, a largos sorbos, en el más perfecto embebimiento".»
Cuando el discípulo desea el objeto que su modelo le señala, lo que anhela en realidad es absorber el ser del mediador. Claro está que este modelo-mediador puede ser real o imaginario y que la fantasía del discípulo puede hacer maravillas con la figura de su modelo. Lo que Harold Bloom, en la Angustia de las influencias, dice del poeta (que todo poeta nace de una mala interpretación o de una interpretación desviada de su predecesor-modelo) también se puede aplicar a la relación mimética. 
«Una vez que sus necesidades primordiales están satisfechas, y a veces incluso antes, el hombre desea intensamente, pero no sabe exactamente qué, pues es el ser lo que él desea, un ser del que se siente privado y del que cualquier otro le parece dotado. El sujeto espera de este otro que le diga lo que hay que desear para adquirir este ser. Si el modelo, ya dotado, según parece, de un ser superior desea algo, sólo puede tratarse de un objeto capaz de conferir una plenitud de ser todavía más total.» (La violencia..., pág. 152)
En cuanto que el mediador desea el objeto y nosotros imitamos ese deseo, se convierte en rival. El sujeto rivaliza con el modelo por la posesión del objeto. Así, el mediador, al ser quien señala el deseo y a la vez quien impide satisfacer ese mismo deseo, es al mismo tiempo objeto de veneración y de odio. La rivalidad se acentúa a medida que la distancia entre el sujeto y su modelo-rival disminuye. Así, por ejemplo, D. Quijote tiene como modelo a Amadís de Gaula. En cada circunstancia en que se encuentra su pregunta es "¿que haría Amadís ahora?". Todos sus deseos están mediatizados por la figura de su modelo. Pero este modelo no entra en rivalidad conflictiva con él, porque, como dice Girard, Amadís reside en un cielo inaccesible. A este tipo de mediación lo llama mediación externa. Cuando esta distancia disminuye entramos en la mediación interna:
«Hablaremos de mediación externa cuando la distancia es suficiente para que las dos esferas de posibilidades, cuyos respectivos centros ocupan el mediador y el sujeto, no entren en contacto. Hablaremos de mediación interna cuando esta misma distancia es suficientemente reducida como para que las dos esferas penetren, más o menos profundamente, la una en la otra.» (Mentira..., pág. 15)
Emma Bovary ya está menos alejada que D. Quijote de su mediador parisino. Sin embargo Emma nunca partirá hacia París; cosa que si que hará el protagonista de Rojo y Negro. Julian Sorel deja su provincia y se convierte en el amante de Mathilde. Pero donde la distancia es todavía menor y la rivalidad, por tanto mayor, es en Los Demonios de Dostoyevski. Stavroguin es el "seductor", el modelo a imitar por todos sus discípulos, los endemoniados. La más encendida adoración y el más intenso odio giran en torno a él. De aquí que en Dostoyevski no exista el amor sin celos, la amistad sin envidia, ni la atracción sin repulsión. 
«Los endemoniados reciben de Stavroguin sus ideas y sus deseos; tributan a Stavroguin un auténtico culto. Todos experimentan frente a él esta mezcla de veneración y odio que caracteriza la mediación interna. Todos se rompen ante la pared de cristal de su indiferencia (...). El universo de los endemoniados es la imagen invertida del universo cristiano. La mediación positiva del santo ha sido sustituida por la mediación negativa de la angustia y del odio.» (Mentira..., pág 59)
En el universo igualitario de nuestras sociedades modernas la mediación interna triunfa. En él todos somos maestros y discípulos, imitados e imitadores. El grado de maestría de cada uno dependerá de la medida en que disimula, en que oculta su deseo. La indiferencia es la estrategia fundamental del seductor, del maestro. En el otro extremo, el discípulo ve intensificado su deseo por el objeto en la medida que encuentra mayores obstáculos para alcanzarlo. El objeto se hace más deseable al obstaculizarse su adquisición. El resentimiento, fruto de la impotencia, impregna todas las relaciones.
Estas leyes del deseo pueden verse reflejadas en la obra Troilo y Cressida de Shakespeare, que constituye según Girard una enciclopedia del deseo mimético. Pándaro, en el plano de la relación erótica, y Ulises, en el plano de política, son los dos grandes conocedores de estas estrategias del deseo mimético. Pándaro se sirve de la bella Helena como mediadora del deseo erótico entre Troilo y Cressida; Ulises se sirve del corto Ayax para abatir el orgullo de Aquiles.
Cuando estas relaciones se intensifican aparece el masoquismo y el sadismo. La intensificación del deseo por el obstáculo aboca a la víctima de la mediación interna a la muerte, obstáculo por excelencia. Nos convertimos en masoquistas cuando elegimos el mediador no por la admiración que nos inspira, sino por la repugnancia que le inspiramos o parecemos inspirarle. No es que el sujeto desee la humillación, el dolor, pero si que estará dispuesto a aceptarlos e incluso a buscarlos, sin con eso cree que puede acercarse a la divinidad del mediador. El sadismo es la inversión de esta relación. Cansado de jugar el papel de mártir, el sujeto deseante decide convertirse en verdugo. El masoquista interpreta su propio papel, el sádico el del mediador.
«El sádico se esfuerza en imitar al dios en su función esencial, que es, a partir de ahora, la de perseguidor. (...) [Pero] el sádico no puede disfrutar la ilusión de que él es el mediador sin convertir a su víctima en un doble de sí mismo. En el mismo momento en que se consuma su brutalidad no puede dejar de reconocerse en el Otro sufriente. Ahí está el profundo sentido de la extraña "comunión" tan frecuentemente observada entre la víctima y el verdugo.» (Mentira..., pág. 168)
Este mundo subterráneo del deseo no es la conclusión necesaria de la mímesis. Aunque el Mal surge de aquí, es posible evitarlo si confesamos nuestra propia mímesis, si reconocemos al modelo en tanto que tal, es decir, si admiramos abiertamente al mediador. Renunciar a la mímesis es tan imposible como renunciar a la alimentación o al sueño. Por lo que la única salida a este universo de odio y angustia es el reconocimiento. La ocultación romántica del deseo mimético conduce a la esclavitud. La pretensión de originalidad lleva paradójicamente a una mayor sumisión al Otro:
«En los dominios más espirituales, el mundo moderno rechaza la imitación en favor de la originalidad a toda costa. Es necesario no decir nunca lo que dicen los otros, no pintar jamás como los otros pintan, no pensar jamás lo que los otros han pensado, etc. Como eso es absolutamente imposible, se cae muy pronto en una imitación negativa que esteriliza todo.» (Cuando empiecen a suceder estas cosas..., pág. 56) 
En último término, ya que el hombre está necesitado de modelo, se impone la cita inicial de Scheler en Mentira... :«El hombre posee un Dios o un ídolo». La muerte de Dios conlleva que el hombre ocupa su lugar; es decir, la rebelión contra Dios se convierte en la adoración al Otro.
Además la originalidad a toda costa, al ocultar la realidad del deseo mimético, convierte a los sujetos rivales en dobles intercambiables, simétricos, en "hermanos enemigos". La conflictividad aumenta, las diferencias no son sino meros pretextos para ocultar la intercambiabilidad de las posiciones. La violencia aparece, entonces, como el gran peligro que amenaza a las relaciones humanas. El cuadro resultante será el de una comunidad de "hermanos-enemigos" en la que cualquier conflicto puede desembocar en la violencia, y ésta extenderse en el seno de la comunidad hasta desembocar en una crisis que ponga en peligro su misma existencia. Para conservar el orden social se hace necesario, en todo momento, expulsar del seno de la comunidad esta violencia.

LA VIOLENCIA FUNDADORA
Hobbes y también Freud acertaron en señalar que las sociedades humanas siempre se encuentran al borde de recaer en la violencia. Pero ni el egoísmo ni la pulsión de muerte explican el origen de esa violencia (en ambos casos se trata de una posición mítica ya que descarga al hombre de responsabilidad). Como hemos visto hay que remitirla al deseo mimético. Además es absurdo pensar, aunque sea meramente como hipótesis teórica, que esa situación de violencia generalizada se resuelve mediante un "contrato social". 
«La sociedad humana comienza a partir del momento en que, alrededor de la víctima colectiva, se crean las instituciones simbólicas, es decir, cuando la víctima se hace sagrada. Sólo los universitarios y los burócratas se imaginan que todo comienza siempre por comités...» (Cuando empiecen...., pág 38)
Aunque Freud cayó también en la tentación de los comités, tuvo la osadía de proponer en Tótem y Tabú el homicidio del proto-padre como origen último del proceso de hominización. Los hermanos se rebelan contra el padre de la horda que les impide el acceso a las hembras. Una vez asesinado, la violencia se apodera de los hermanos (todos buscan ocupar el lugar del padre). Finalmente deciden (la tentación del comité) aceptar las normas del padre (tabú del incesto, precepto de la exogamia) y, fruto del remordimiento, divinizar su figura (el tótem). Así el origen de la sociedad humana coincide con el de la religión y con las restricciones instintivas impuestas por las prohibiciones culturales. El error de Freud es mantener la figura del padre (por eso recurre a la hipótesis de la "horda"); por el contrario hay que destacar que la víctima es arbitraria. (Otro error del pensamiento freudiano consiste en no decantarse plenamente por la concepción mimética. Hay un conflicto latente en su pensamiento entre la mímesis de la identificación paterna y el arraigo objetual del deseo, la autonomía de la inclinación libidinal hacia la madre).
Girard está de acuerdo en el papel central que juegan la violencia y la religión en el nacimiento de la humanidad, pero discrepa en la forma en que Freud resuelve la crisis violenta. Su tesis, defendida en La violencia y lo sagrado, es que todo orden social y cultural está fundado por la violencia unánime en torno a una víctima. Se trata del mecanismo del chivo expiatorio, presente en la formación de los distintos órdenes culturales. 
Ya que la violencia amenaza constantemente la estabilidad del orden social, la función primordial de la religión será mantener alejada de la comunidad a esa violencia. Y el método del que se ha servido es el de converger toda la violencia hacia una víctima (esto es posible porque la violencia, al igual que el deseo sexual, puede proyectarse sobre objetos de recambio, cuando el que los atrae es inaccesible). La víctima es culpabilizada y la mímesis del deseo se encarga de extender esa culpabilidad. Los hombres siempre pretenden que su mala reciprocidad, su rivalidad engendradora de violencia y de crisis, tenga un origen, un autor, un culpable que pueda ser castigado. 
La violencia tiene su origen en los antagonismos engendrados por la mímesis del deseo. La extensión de esta violencia interna engendra una crisis, cuya resolución inconsciente es la proyección de esa violencia sobre un chivo expiatorio. Cualquiera puede ser objeto de esta violencia unánime, basta un comienzo de convergencia motivado accidentalmente o por algún signo victimario (algo que le haga diferente del resto -una peculiaridad cultural, religiosa, ideológica o de habla, o, simplemente, alguna característica física-). Esta víctima es vista realmente como culpable, incluso la misma víctima se reconoce culpable, ya que para que este mecanismo sea efectivo es necesario que la perspectiva de los perseguidores ("la víctima es culpable") se imponga absolutamente, incluso a la misma víctima. Es decir, es necesario que el mismo mecanismo del chivo expiatorio permanezca oculto, ignorado.
De este modo, mediante el sacrificio de un chivo expiatorio, la venganza se detiene, los enemigos desaparecen, la violencia es desterrada de los límites de la comunidad y ésta se ordena, se unifica, se cohesiona. El orden nace del desorden. La comunidad salvada se vuelve sobre la víctima a la que ahora hacen también responsable de la resolución de la crisis (es la misma ambivalencia de la violencia, que como todo phármakon a la vez que cura puede matar -identidad del mal y del remedio-; es en definitiva la ambivalencia de lo sagrado -identificación de lo sagrado y la violencia en las religiones primitivas-). La víctima es sacralizada y la comunidad, para no recaer en nuevos antagonismos miméticos, se estructura mediante prohibiciones que afectan a las mujeres, a los alimentos y en general a todos los objetos que sean susceptibles de engendrar rivalidades miméticas (son estas diferencias creadas por las prohibiciones o interdictos las que se eliminan en toda crisis violenta, es decir, la indiferenciación convoca a la violencia y la violencia es una crisis de las diferencias).
Cuando la crisis vuelve a amenazar a la comunidad, se imita lo que la víctima hizo: se reproduce la crisis y se elige una víctima sustitutoria, una víctima sacrificial. Es la invención del rito. La rememoración de todo este proceso fundador del orden es lo que se llama mito. Por ello en los mitos la víctima propiciatoria no aparece como tal. Son narraciones engañosas, que obedecen a la perspectiva de los perseguidores: la víctima es culpable.
En consecuencia, cuando nos enfrentamos a la interpretación de un texto mítico no hay que respetarlo. Hay que desmontarlo igual que desmontamos las explicaciones de los cazadores de brujas del s. XV, cuando nos aseguran que sus víctimas son realmente culpables. En ambos casos los relatores son los perseguidores.
Edipo no es culpable de parricidio y de incesto, es una víctima, un chivo expiatorio que con su expulsión unánime de la comunidad resuelve la crisis (peste) que asola Tebas. Los supuestos crímenes de Edipo revelan la pérdida de las diferencias que provoca la crisis, crisis simbolizada por la peste. Los signos victimarios (Edipo aunque miembro de la comunidad viene de Corinto, es cojo y, además, rey) hacen de él un candidato excelente para ser chivo expiatorio. La guerra de todos contra todos es sustituida por la unión de todos contra uno. Edipo culpabilizado y expulsado, trae de nuevo la paz. La otra cara de Edipo aparece, Edipo en Colono. La monstruosidad de Edipo tiene también ahora algo de valioso, de sobrenatural.
A diferencia de los mitos, las tragedias al transcurrir sobre un fondo de crisis cultural, de crisis de las diferencias, dejan entrever, aunque no lo desvelen manifiestamente, el mecanismo de la víctima propiciatoria. En Las Bacantes de Eurípides se narra la crisis cultural que desemboca en el culto a Dionisos (divinidad que carece de esencia propia al margen de la violencia; es el dios del linchamiento triunfal). La negativa de Penteo a rendir culto al dios en Tebas, provoca que éste desencadene una erupción dionisíaca que supone la ruina de orden cultural, la crisis sacrificial. La desaparición de las diferencias en la bacanal desemboca rápidamente en indiferenciación violenta. De ser una fiesta de amor y fraternidad pasa a ser un culto a la violencia desenfrenada. El homicidio de Penteo a manos de las enloquecidas bacantes, encabezadas por su propia madre, y la posterior expulsión de su familia reinstauran la paz y el orden. El culto a Dionisos queda instaurado en Tebas.
Este mismo tipo de análisis puede extenderse a gran cantidad de mitos:
«Nos vemos obligados a preguntarnos si este mismo mecanismo no revelará el resorte estructurante de cualquier mitología. Y eso no es todo; otra cosa y todavía más esencial está en juego si el engendramiento mismo de lo sagrado, la trascendencia misma que lo caracteriza, procede de la unanimidad violenta, de la unidad social hecha y rehecha en la expulsión de la víctima propiciatoria. De ser así, no son únicamente los mitos los que se cuestionan sino la totalidad de los rituales y de lo religioso.» (La violencia..., pág. 95)
En este contexto podemos comprender que lo religioso no es un elemento cultural inútil. Su función es sustraer al hombre su violencia para protegerle de ella. ¿Cómo? Convirtiéndola en una amenaza trascendente que exige para ser apaciguada unos ritos apropiados. La especie humana, a diferencia de las otras especies animales, no posee un freno individual a la violencia (K. Lorenz). El mecanismo biológico individual es sustituido aquí por el mecanismo colectivo y cultural de la víctima propiciatoria. No existe sociedad sin religión porque sin religión ninguna sociedad sería posible.
Un ejemplo de un tipo de rito donde la violencia sacrificial es explícita sería el canibalismo de la tribu de los tupinamba (situado en la costa nordeste del Brasil). El enemigo capturado en la batalla es invitado a vivir durante meses, a veces años, en el seno de la tribu. Durante ese tiempo se le permite participar en la vida cotidiana, incluso contraer matrimonio con una de sus mujeres. De esta forma se le vincula a la comunidad. El tratamiento que recibe es doble y contradictorio: a veces es objeto de respeto y veneración, otras se le insulta y desprecia. Poco antes de la fecha de su muerte, se provoca su evasión ritual. Una vez atrapado, se le ata una pesada soga en los tobillos y se le deja de alimentar. A consecuencia de ello debe robar sus alimento. Es decir, se le estimulan toda clase de acciones ilegales y violentas, por lo que fácilmente se convertirá en foco de atracción de toda la violencia de la tribu. Se trata de convertir al prisionero en chivo expiatorio, para lo cual debe atraer hacia su persona todas las tensiones internas, todos los odios y rencores acumulados. Está claro que este sacrificio del prisionero es una ritualización del homicidio fundador.
Otros ritos semejantes:
— La víctima de los sacrificios dinka es un animal. pero encontramos en su ritual todos los rasgos del homicidio colectivo fundador. La multitud, primero dispersa, es atraída mediante unos cánticos a coro. en la fase preparatoria los asistentes se entregan a un simulacro de combate (violencia recíproca, crisis sacrificial). De vez en cuando algunos individuos salen del grupo para injuriar o golpear a un animal, vaca o ternero, atado a una estaca. Poco a poco el ritmo colectivo se va acelerando hasta culminar en la proyección de toda la violencia sobre la víctima ritual.
— En las monarquías sagradas del continente africano el rey es obligado, antes de su entronización, a cometer todas las transgresiones imaginable (incesto, actos de violencia, comer alimentos impuros, ...). El rey se convierte en un transgresor, siendo objeto por ello de injurias y malos tratos. El canto de investidura de los mossi dice: «Tú eres un excremento, / Tú eres un montón de basura, / Tú vienes para matarnos, / Tú vienes para salvarnos». Se trata del sacrificio real o simbólico del monarca (la institución de la monarquía tiene sus orígenes en el ritual del chivo expiatorio). Así detrás de las monarquías africanas se encuentra la crisis sacrificial repentinamente cerrada con la unanimidad de la violencia fundadora. (Hay que recalcar que si se le hace cometer al rey todo tipo de transgresiones «es dentro de una perspectiva completamente opuesta a la del teatro de vanguardia y de la contracultura contemporánea. No se trata de acoger con los brazos abiertos las fuerzas maléficas, sino de exorcizarlas.») 
- También la fiesta hay que verla desde esta perspectiva: constituye una conmemoración de la crisis sacrificial (transgresión de las prohibiciones). Es una preparación para el sacrificio. Su carácter jubiloso se entiende por ser un antecedente necesario de la resolución purificadora en la que desemboca. Su función es la de vivificar y renovar el orden cultural repitiendo la experiencia fundadora (a los ojos de los primitivos el orden cultural es un bien frágil y precioso que es necesario preservar y no modificar o flexibilizar). Asimismo se entiende que al lado de la fiesta se encuentre la anti-fiesta: a raíz de la expulsión sacrificial se entra en un período de austeridad extrema con un redoblado rigor en el respeto de las prohibiciones. (Detrás de nuestras fiestas desritualizadas, convertidas en vacaciones, presienten los grandes artistas contemporáneos la tragedia, la crisis sacrificial y la violencia recíproca. Así el tema de las vacaciones que acaban mal recorre la obra cinematográfica de Fellini).]
En el fondo todos los ritos obedecen a este mecanismo de la víctima propiciatoria: alcanzar y renovar la cohesión de la comunidad a costa de la exclusión o sacrificio de una víctima ("no hay fiesta sin sangre", que decía Nietzsche). Por supuesto que con el paso del tiempo los ritos tienden a ocultar la sangre, siguiendo la tendencia a hacer inconsciente este proceso. Las víctimas humanas son sustituidas por animales o pasa a ser el sacrificio meramente simbólico. Pero el mecanismo sigue siendo el mismo. Así, por ejemplo, Girard compara el canibalismo ritual a los mitos nacionalistas y guerreros del mundo moderno:
«Tanto en uno como en otro caso, la función esencial de la guerra extranjera y de los ritos más o menos espectaculares que pueden acompañarla, consiste en preservar el equilibrio y la tranquilidad de las comunidades esenciales, alejando la amenaza de una violencia necesariamente más intestina que la violencia abiertamente discutida, recomendada y practicada.» (La violencia, pág. 291)
De todas formas nuestras sociedades modernas prescinden de los ritos sacrificiales sin consecuencias catastrófica. La extensión de la violencia, es decir la venganza, que puede convertirse en un proceso interminable, es detenida mediante el sistema judicial. Para detener la venganza (o la guerra) no basta con convencer a los hombres de que la violencia es odiosa, ya que por eso mismo se verían legitimados a vengarla. Es necesario un sistema institucional que la detenga. El sistema judicial cumple esta función: no elimina la venganza, pero si que la reduce a una represalia única, decretada por una autoridad especializada en la materia. La escalada de venganzas desaparece, el proceso concluye.
Podemos caracterizar a las sociedades modernas por su carácter curativo (a través del sistema judicial) en la detención de la violencia, frente al carácter preventivo (mediante el sacrificio religioso) de las sociedades primitivas. Este carácter preventivo se extiende a todo el ámbito de las relaciones sociales, de ahí las numerosas prohibiciones y reglamentaciones que se dan en ellas. Este paso de lo preventivo a lo curativo supone un avance de la ignorancia sobre los mecanismos de evitación de la violencia: el sistema funcionará tanto mejor cuanto menos conciencia tenga de su función.
Lo acertado del sistema judicial como medio de atajar la violencia, no debe engañarnos sobre el peligro que siempre amenaza. La violencia retorna siempre (es decir, «el sistema mimético, en su eterno retorno, domina a la humanidad»). La ignorancia de las sociedades modernas en torno al origen violento la acercan de nuevo a él. La tendencia a borrar lo sagrado prepara el retorno subrepticio de lo sagrado. La tentación de alejar la violencia recurriendo inconscientemente al mecanismo del chivo expiatorio esta ahí, pues el «gesto humano por excelencia es hacer dioses matando víctimas» (Cuando..., pág. 91). Puede pensarse que el coste es mínimo, pero el precio real es la verdad en favor de la mentira.
«La violencia esencial regresa a nosotros de manera espectacular, no sólo en el plano de la historia sino en el plano del saber. Este es el motivo de que esta crisis nos invite, por primera vez, a violar el tabú que ni Heráclito ni Eurípides, a fin de cuentas, han violado, a dejar por completo de manifiesto, bajo una luz perfectamente racional, el papel de la violencia en las sociedades humanas.» (La violencia..., pág. 334)

LA REVELACIÓN BÍBLICA
Si el mito es la culpabilidad de Edipo, la verdad es la inocencia de Cristo. Esto es lo que diferencia sustancialmente a los mitos bíblicos de cualquier otro. En la Biblia se desvela abiertamente la "ruta antigua de los hombres perversos", es decir, el mecanismo de la víctima propiciatoria. El mensaje central es la inocencia de la víctima. Estas son "las cosas ocultas desde la fundación del mundo", según el título de una de las obras más difundidas de Girard, extraído de Mateos 13, 35.
En los mitos paganos la violencia, el sacrificio están presentes con mayor o menor claridad, por eso dejan entrever el sistema del chivo expiatorio. La filosofía y el humanismo en general han tratado de ocultar la violencia fundadora. El cristianismo, por el contrario, pretende desvelarla y hablar por boca de las víctimas, no de los perseguidores.
Los Evangelios, y concretamente el relato de la Pasión, describen explícitamente todo el sistema del chivo expiatorio. Pero ya antes, en el Antiguo Testamento se dan muchos textos que pueden ser considerados recuperaciones narrativas de mitos pero desde un punto de vista desmitificador (p. ej. la historia de José y sus hermanos en relación con el mito de Edipo). Claro está que persisten algunos vestigios míticos, pero eso es normal en un texto que por primera vez se desgaja de ese discurso mítico.
En "El chivo expiatorio", en "La ruta antigua de los hombres perversos", en "Las cosas ocultas desde la fundación del mundo" y en algunas otras publicaciones, analiza Girard numerosos textos bíblicos que desvelan el papel de la violencia y del deseo mimético en las sociedades humanas. Entre ellos la historia de Caín y Abel, el libro de Job, los salmos penitenciales, la decapitación de Juan Bautista, el martirio de S. Esteban, el evangelio de San Juan, la Pasión, la traición de Pedro, la expulsión de los demonios de Gadara, la lapidación de la adúltera, etc.
Sin entrar en la exposición de estos textos, baste decir que la Revelación cristiana denuncia la ley de la violencia. Devuelve la violencia a sus verdaderos autores, por lo que, en este sentido, culpabiliza a los hombres. La defensa de las víctimas exige denunciar a los perseguidores. Esta revelación sufre desde sus orígenes la resistencia de los hombres, poseídos por el mecanismo de la violencia. Las palabras del prólogo de S. Juan señalan este destino: «La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron». El príncipe de las tinieblas es el orden de la víctima propiciatoria. Satán, que quiere decir el "Acusador", es todo el sistema mimético. Por el contrario el Espíritu de Dios, cuya llegada anuncia Cristo, es llamado Paráclito, es decir, el "Defensor de las víctimas". El Dios cristiano es el Dios de las víctimas, por lo que no puede imponer su voluntad a los hombres, no puede infringirles violencia. No reina sobre este mundo, ni seduce, ni obliga. No se puede contar con Él para que haga reinar en la Tierra la justicia. Sí que intentará persuadir a los hombres revelándoles el papel del mecanismo victimario en su propio sistema cultural.
«La Pasión hace visible lo que debe permanecer invisible para que los poderes de este mundo se mantengan, el mecanismo del chivo expiatorio. Al revelar este mecanismo y todo el mimetismo que le rodea, los Evangelios montan la única máquina textual que puede poner fin al aprisionamiento de la humanidad en los sistemas de representación mitológica basados en la falsa trascendencia de una víctima sacralizada en cuanto que unánimemente considerada como culpable.» (El chivo..., pág., 217) 
Es la revelación cristiana la que posibilita la desmitificación o desacralización del mundo, así como la progresiva rehabilitación de todas las víctimas, hechos característicos de Occidente. Poco a poco va calando el texto evangélico y la humanidad se va acercando a un mundo monocultural donde cada vez es más difícil el funcionamiento del mecanismo del chivo expiatorio, ya que exige su no desvelamiento. Sin embargo, la libertad humana y la tentación de salir de las crisis a través de este mecanismo, no permiten garantizar ningún futuro de paz. Incluso del discurso de la víctima se puede hacer un nuevo mecanismo de persecución, como certeramente analizó M. Foucault. O en el otro extremo se puede intentar la instauración de un nuevo orden pagano, objetivo del nazismo. Girard apuesta prudentemente por la progresiva asimilación de la verdad cristiana y con su obra trata de contribuir a ello:
«Si tengo razón, estamos a punto de escapar de un cierto sentido religioso para entrar en otro infinitamente más exigente, pues está privado de muletillas sacrificiales. Nuestro famoso humanismo no habrá durado más que el tiempo de un breve entreacto entre dos formas de lo religioso.» (Cuando empiecen..., pág. 141)

APÉNDICE: ¿Y Nietzsche?
Cuando en uno de los textos de la presentación de Girard, éste buscaba alguna obra que le pudiera sacar de su idea fija y llevarle a otra cosa, sus ojos estaban puestos en Nietzsche. Considerado como el crítico más radical del cristianismo y como la "senda" hacia la reforma de la cultura occidental, o, con sus propias palabras, considerado como un "destino", parece el autor más adecuado para oír algo nuevo. En el artículo mencionado, Girard recurre a uno de los textos más clásicos del filósofo, el aforismo nº 125 de La Gaya Ciencia, traducido unas veces "El loco", otras "El insensato". Por su puesto que René Girard, fiel a su monomanía, lo que descubre en este texto es la confirmación de su famosa "idea fija". Según él los intérpretes (a la cabeza Heidegger) falsean el texto al hablar de la muerte -natural- de Dios, cuando en realidad habla del asesinato colectivo de Dios. Leído sin prejuicios filosóficos, descubrimos la crisis, el asesinato colectivo y la restauración ritual del orden. El homicidio colectivo pone aquí fin al orden religioso antiguo, inaugurando un nuevo orden religioso: el superhombre anunciado por Zaratustra. Este nuevo orden, que se asienta en la doctrina del eterno retorno, afirma la repetición de la violencia fundadora, frente a su negación cristiana (en realidad todo el paganismo apuesta por la necesidad de las víctimas para el mantenimiento del orden social). 
En sus últimos escritos, en los llamados textos de la locura, todavía opone con más claridad estas dos formas de lo religioso, al contraponer Dionisos al Crucificado. Ésta es, según Girard, la grandeza de Nietzsche, el reconocer lo que el cristianismo supone (la inocencia de la víctima, la negación de la violencia arbitraria), pero también es su drama, pues, a pesar de todo, apuesta por Dionisos, por la violencia como mecanismo necesario para la generación de un nuevo orden. Éste es el sentido último del "amor fati" que el eterno retorno reclama: «no hay fiesta sin sangre».

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