Por Mario Wainfeld
Publicado en PÁGINA 12
Descolló como director de cine, también hizo lo suyo como cantante y actor. Uno de sus pininos en cine fue su actuación en El jefe, dirigida por Fernando Ayala, donde encarnaba curiosamente a un “niño bien” que se sumaba a una patota liderada por Alberto de Mendoza. El no era, justamente, un niño bien: su dura infancia marcó su vida, su trayectoria y su obra.
Como cantautor tuvo años de muchos éxitos y masividad. Es pasado lejano ya, vale recordar que las letras de sus temas incorporaban innovaciones. El voseo, el vocabulario propio de los argentinos, la ternura que supo ser la respuesta a lo malo y a lo bueno que le ofreció la vida. Afectividad sencilla, que no simple. Un cierto sentido del humor que le permitía bromear en uno de sus temas sobre un competidor de esa época. La letra es, como tantas, en primera persona. Leonardo habla con una chica, busca levantarla, dirimen gustos musicales: “Ella dice que Los Beatles/ yo digo ‘The Rolling Stones’(...) / ella dice que Los Gatos/yo digo ‘Pintura Fresca’/ ella dice ‘mejor Favio’/yo digo ‘Palito Ortega’”. Al final, se reconciliaban, a los dos les gustaba Leo Dan, un intérprete exitoso en la popular de aquel entonces.
Exigía la voz, así era en todo: siempre se exigió.
Como cineasta fue un genio, opina uno que es un espectador raso. Capaz de narrar con ascetismo formidable (merced a una gran elección y conducción de autores, otra de sus marcas) una historia casi de interiores como El dependiente. O de permitirse los desbordes en color, vibración y fantasía de Nazareno Cruz y el lobo. O de tantos tramos de Juan Moreira o Gatica, el Mono. Las dos versiones del romance de Aniceto y la Francisca podrían ser de autores distintos, excelsos ambos.
Pudo recrear como pocos, uno intuye que como nadie, las fiestas populares tanto como los momentos de dolor, desde los bailes y las riñas de gallos hasta “el entierro del Angelito” en el Moreira.
“Peronistas somos todos” decía el creador del Movimiento, que era muy socarrón. Podrá ser, en trazos gruesos, pero hay peronistas y peronistas. Favio integraba el conjunto de los que habían nacido en la privación y la marginación, lo que tiñe toda su biografía, su mensaje y su legado. Jamás se tradujo en resentimiento, a veces en apología, a menudo en la mejor pintura del peronismo que haya producido el cine (¿la cultura?) nacional. Sólo Fernando Solanas, supongo, le compite. Pero Pino privilegia un mensaje político preciso, lleno de evocaciones, de denuncias, de despojos, de exaltaciones y de propuestas. Favio, me parece, transmite la cifra del peronismo en una gama incomparable de registros y lo describe con hondura impar, que incluye el amor.
La desbordante (en tantos aspectos) Sinfonía de un sentimiento es un fresco enorme, que rebasa su envase, por ponerlo de algún modo. No termina nunca y uno quiere que no termine. Nada puede objetarse al título, precioso y redondo como tantos de los suyos. Acaso sí puede agregársele como nota musical al pie, que Favio siempre lindó la ópera, ese género que exalta en trazos coloridos y firmes acerca de los sentimientos, las pasiones, el poder, la sangre... Sobre todo lo central y básico de la condición humana.
De cualquier modo, uno piensa que la marca mayor de Favio en su recorrida sobre el peronismo y, aun, la historia argentina es haber sido el gran narrador de sus epopeyas a través de personajes reales, dulcemente ficcionados: Moreira (en cierta medida) y Gatica, a todo vapor. Dos hombres no perfectos ni ejemplares, dos tipos plagados de defectos ostensibles. Mandarlos al frente como exponentes del pueblo en general y del pueblo peronista en especial, y conseguir un cuadro enternecedor, poblado de pertenencia y de calidez, es una hazaña accesible a pocos, tan pocos. Con una pizca de incorrección política, uno supone que Gatica especialmente podría ser pan comido para que un gorila se explayara sobre el peronismo, haciéndolo bolsa, con la linealidad del caso. Es, en cambio, una hazaña que se consagre a eso un peronista y consiga contagiar sus convicciones y plasmar una elegía a lo popular sin macanear ni un poquito.
Autodidacta al mango, sabía mirar y aprender, capturando sin remilgos ni prejuicios. Admiró a Leopoldo Torre Nilsson y supo saludar a Osvaldo Soriano en algún guión. Combinó recursos de vanguardia con esas musiquitas que sonaban en barrios humildes.
Eventualmente usaba la palabra “niño”, como una caricia. También decía “pibe”. A todo lo largo de su existencia fue, como un personaje incidental de una inolvidable canción, el pibe que miraba. Jamás dejó de asombrarse con la realidad, jamás dejó que le dejaran de brillar los ojos, jamás permitió que no brillaran los de los espectadores.
Uno es reacio a los rankings, aunque en esta nota alguno ya se coló. Con esa salvedad, se apunta que Favio tal vez fue el más grande director de cine de su patria. Que su ausencia deja un vacío en el cine y en el cuore. Con ese bagaje, van la pena y un agradecimiento que escribe uno de sus tantos admiradores.