Publicado en PÁGINA 12
Temía estar solo en ese momento, pero no fue así. Terminó de
apagarse poco después del mediodía, tomado de la mano por sus afectos más
íntimos.
Hace dos meses, cuando la Cámara de Diputados le entregó un
premio, Leonardo Favio, tal vez nuestro mayor artista popular, me pidió que lo
acompañara. Fui porque el premio se lo daban a él y él fue porque el premio se
llamaba Néstor Kirchner, quien le devolvió la felicidad por las
transformaciones que puede producir la política y que para tantos llegó como
una sorpresiva primavera. Le cautivaba Cristina y estaba orgulloso del homenaje
que ella le tributó hace unos años. Como muchos, sentía como un privilegio
haber llegado a vivir este presente.
Si el Chiquito te pedía algo era difícil negarse. Cuando me invitó
al estreno de su última obra, Aniceto, le dije que no me sentía cómodo en esa
situación social. Pero me insistió hasta la intriga. Para colmo me hizo sentar
entre Fito Páez y los bailarines de la película. No había dónde esconderse. Al
entrar al cine me dijo que quería hablarme cuando se encendieran las luces,
como si supiera que planeaba escaparme un segundo antes de eso. Recién al final
de la proyección entendí por qué me obligó a quedarme. No creo haber hecho nada
para merecer que me dedicara el Aniceto, aunque él sentía que siempre estuve
cuando me necesitó, desde aquellos años de mate con bombilla en la terraza en
que me contaba escena por escena cómo sería su próxima película. Soy uno de los
que le dijeron que no era una locura volver a filmar El romance del Aniceto y
la Francisca con bailarines en vez de actores. Uno diría, ¿y qué podía
importarle lo que pensara un tipo que entendía tan poco de esas cosas? Le
importaba, porque era un creador tan grande como inseguro. Su cine y su música
se basaban en la intuición, alimentada en el universo de su infancia y hasta su
último proyecto inconcluso tiene que ver con eso, el pantalón cortito con un
solo tirador y el mantel de hule. Pero como cineasta además era un obsesivo que
medía y pesaba cada detalle hasta la exasperación y al Tano Stagnaro le hizo
hacer cosas con el color que hoy parecen fáciles con el digital pero que
entonces eran una proeza. Rita Hayworth decía que las únicas joyas de su vida
eran las dos películas que filmó con Fred Astaire. Yo atesoro el guión, las
indicaciones de escenografía y el disco con la música del Aniceto. Mañana
quiero volver a leer ese texto y las líneas con que me lo mandó, así como hoy
escucho sus canciones, de las que decía que “perdurarán mucho más allá de
nuestras sombras”, por las que “me recordarán al momento de empacar para no
volver”, aunque al mismo tiempo se definiera como “un compositor rasante, de
tono y dominante”.
Desde los shows de su juventud siempre hablaba de la muerte, con
una idea de la trascendencia que en los últimos años lo acercó a una
experiencia mística de Dios y el universo. Era bastante asustadizo y cuando
tuvieron que operarlo para un reemplazo de cadera, me mandó las cajas con el
montaje final de Perón, sinfonía de un sentimiento, y un escueto mensaje
aterrador: “Si me pasa algo vos decidís qué hacer con esto”. Pocas veces en la
vida sentí tanta responsabilidad. Para rendirse ante esa obra superlativa, como
casi todo lo que filmó en su vida, no hace falta coincidir con todas sus ideas
políticas, y de hecho no comparto su visión del último Perón y todo lo que vino
con él. Tampoco me olvido de que hoy es fácil exponer esos desacuerdos, pero
cuando estas cuestiones no eran parte de la filosofía y de la historia sino de
la vida (y sobre todo de la muerte, omnipresente), el Chiquito salvó la vida de
una docena de rehenes a quienes torturaban guardaespaldas descontrolados el día
del regreso de Perón en 1973. Una cosa es la ideología y otra cosa la decencia.
No sé si tiene alguna importancia decirlo hoy, pero mi preferida
de sus películas es Gatica, el Mono. Sé que es muy subjetivo. Sobre todo en una
filmografía con varios puntos altos para elegir. Esa película es la historia de
la sangre, de la sangre vertida por nuestro agobiado pueblo, de la humillación y
la derrota y la aridez, de la impotencia y del fracaso. Algunos críticos han
señalado que su duración es excesiva. Yo no quería que terminara nunca, y la vi
varias veces en una semana. Creo que sólo me había pasado antes con La
conspiración de los boyardos, de Eisenstein, en mi adolescencia; con Vivir y
Kagemusha, de Kurosawa; con Rocco y sus hermanos, de Visconti. Varias buenas
películas han encarado el pasado terrible de este país, desde distintos
ángulos, muchos encomiables. Pero me parece que nadie había conseguido una
mirada tan abarcadora como la de su reflexión, de algún modo no política.
Pertenece a otro orden de la realidad, establece un nexo distinto con el
espectador, multidimensional, envolvente, iluminador e inexplicable, como la
poesía. Y además les llega a todos, no sólo a los que saben y les importa.
Walsh abrió las primeras ediciones de Operación Masacre con una
cita de Elliot, en inglés: “Una lluvia de sangre ha cegado mis ojos. ¿Cómo,
cómo podría volver alguna vez a las suaves, tranquilas estaciones?”. Pero luego
la sustituyó por otra, del comisario a cargo de los fusilamientos: “Agrega el
declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que
habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía”. Ni poesía
inglesa ni la implacable precisión de los datos. La estética de Gatica para
decir aquello mismo que obsesionaba a Walsh es la que el Chiquito y su hermano
y coguionista, el Negrito Zuhair Jorge Jury, aprendieron de los radioteatros
que hacían su mamá Laura Favio y su tía Elcira Olivera Garcés. Cuando un
talento torrentoso recupera esta marca de infancia, para narrar la vida de un
ídolo del más aluvional barro, amasado con lágrimas en la tierra de la Patria
sublevada cuyo subsuelo Scalabrini Ortiz vio emerger aquel 17 de octubre, se
produce el milagro de una ópera popular, en la que los temas más complejos
pueden transmitirse de un modo accesible a todos. La obra de arte regresa al
pueblo que la originó, y a su vez lo ennoblece, al ofrecerle esa nueva dimensión
de sí mismo. Así se forja la cultura de una Nación, esa categoría tan
desmedrada y, sin embargo, indeleble.
La antológica secuencia de la misa, con los dos cuerpos bañados en
sangre y los rostros retorcidos por el dolor y el odio es una rendición de
cuentas minuciosa de la infinita capacidad de infligir daño que ha sido nuestra
historia, pasada y moderna, desde el fusilamiento de Dorrego en adelante. Los
artistas capaces de recrear los mitos populares de ese modo deslumbrante,
revelan rasgos ocultos de los pueblos, que tal vez ellos mismos ignoran.
Te despido así, con el nombre que sólo muy pocos teníamos permiso
para usar, tal vez porque nos conocíamos desde que salimos de la adolescencia.
Me cuesta escribir de vos en tiempo pasado. Me cuesta escribir sin llorar,
mientras escucho tus canciones que alguna vez me parecieron una desviación de
tu obra cinematográfica enorme y que me llevó años entender y amar como parte
inseparable de una misma narrativa. Adiós, Chiquito.